Si hay hijos en nuestra vida las tareas se multiplican todavía más: el colegio, las tareas, las clases particulares, todo es un sin fin de actividades, hasta que la noche nos atropella para decirnos que aunque sigamos con pendientes el día ya terminó. Entonces llegamos a la cama exhaustos y nos dedicamos a dormir, no sin antes preparar de nuevo el dichoso despertador.
Así transcurren los días y hasta los meses, y nosotros vamos corriendo a gran velocidad. ¿A dónde? No lo sabemos, pero no tenemos la más mínima intención de frenar. Hasta que de pronto nos percatamos que se acerca Yom Kipur, la angustia es inevitable, a nadie le gusta ayunar, pero sabemos que ese día lo que se hace es conectar.
Entre los respectivos preparativos finalmente el día llega, es un día de gran prisa porque hay muchas cosas que hacer antes de que todos se sienten a la mesa. Puede que sea lunes, martes o jueves, da igual, es Yom Kipur y esa es la prioridad.
Después de una deliciosa comida el sol se pone, el ayuno ya comenzó, nos mentalizamos para ayunar, pero lo importante es vivir al máximo ese viaje que está por comenzar.
Cada judío vive un Yom Kipur distinto
Cada uno cumple con las reglas halájicas según su grado de religiosidad, lo que es un hecho, es que en esas largas horas de ayuno se vive una sensación espiritual muy especial.
Los rezos son hermosos, algunos los cantan en voz fuerte en un intento de ser escuchados por Dios, otros prefieren el silencio y que nada interrumpa las plegarias que provocan esa conexión.
Entonces pedimos, y si los deseos se escucharan en voz alta provocarían un ruido ensordecedor:
“Dios, danos salud y bienestar, que un ser querido enfermo sane, que llegue una mejor economía que nos dé tranquilidad, que no haya pérdidas ni penas y que ese problema ya se resuelva”. Pedimos salud, salud, mucha salud, porque a últimas fechas nos ha quedado claro que tener salud es la verdadera riqueza.
De pronto el Shofar suena, el ayuno está llegando a sus últimos minutos y todo está por volver a la normalidad, sin embargo, ya no somos los mismos, el viaje fue intenso porque el ayuno y las plegarias fueron una gran sacudida espiritual.
El hambre dejó de ser importante porque el alma venció a las necesidades del cuerpo, esta vez lo que alimentamos fue el alma y el resultado es un enorme agradecimiento.
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