Enlace Judío.- Mientras Yaela y su padre, Robert, empiezan a dialogar por videollamada sobre las peripecias que atravesó la madre de él para salir de Rumania en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, Yaela recorre, por medio de Google Maps, todo el itinerario de su abuela y posterior arribo del vástago de ésta hasta Sudamérica, un territorio desconocido que servirá de cuna a dos generaciones próximas de los Gottlieb, un apellido que a la joven mujer no solo le sirve de antecedente familiar, sino como impronta de una difusa identidad personal.
La búsqueda por aplicación es para Yaela una estela metafórica para conocer realmente de dónde viene y cuál es la verdadera personalidad de su padre judío, un tipo tan enigmático como encantador, misterioso y amable, preocupado y pragmático.
Este documental de autodescubrimiento hace que la propia directora construya espejos en los que se mira y no se reconoce. Yaela es muy distinta a Robert e intenta entender las razones morales que llevan a su padre a ejercer una defensa cerrada de Israel en el conflicto con Palestina, más allá de las evidentes razones étnicas. La complacencia de Robert para dejarse grabar por su hija y quedar expuesto a largos silencios sin que pierda la paciencia cuando ella dispara preguntas polémicas, a boca de jarro, hacen que una incómoda tensión se instale en los momentos más logrados de la ópera prima de la realizadora peruana.
No hay regreso a casa se distingue por una narración sosegada que aprieta la cuerda cuando menos se espera, alternando dilemas que desnudan una relación, entre padre e hija, que por momentos es tirante y en otros despliega ternura.
En un ejercicio de meditada cotidianeidad, Yaela cuenta su rutina en Buenos Aires -vive en la capital argentina desde que llegó para estudiar cine y abrirse nuevos horizontes- y cómo se le presentó una oportunidad para conocer Israel, experiencia que disparó sus cuestionamientos sobre el sionismo, la idiosincrasia del pueblo hebreo y su escalada militar en Medio Oriente. Robert, desde Lima, intenta convencer a su hija de las ventajas de ser judía, pero la mujer solo consigue escudriñar a su padre desde una perspectiva de reproche en clave fría.
No hay regreso a casa también funciona como una radiografía de las barreras generacionales que están separadas por el conservadurismo de las apariencias y el progresismo de las nuevas causas del siglo XXI. Tendencias que parecen irreconciliables en las cabezas de ambos personajes, aunque dispuestos a tolerarse por el amor que los une.
El documental comprende una narrativa visual donde se aprecia un depurado trabajo de ilustraciones y cuadernos con apuntes, movimientos subjetivos de cámara y primeros planos contemplativos. Hasta cierto punto, la cineasta entrega un producto intimista, elegante y minimalista.
Si hay algo de irrupción contradictoria, y no es precisamente a nivel narrativo, son las acciones de Robert. Es fascinante cómo su sentido del nacionalismo puede ser tan volátil dependiendo de los contextos. Por ejemplo, mientras inculca a su hija el patriotismo por Israel escucha en un equipo de sonido “Cholo soy”, tema musical que simboliza al peruano mestizo marginado por el hombre blanco. Una clara sutileza de la directora.
Si bien No hay regreso a casa goza de una capa indagatoria que le sirve para resolver enigmas en torno a Robert -quizá el pasado periodístico de Yaela ayuda en ese sentido- un poco más de profundidad o nuevas circunstancias que alimenten su misterio habrían sido más satisfactorios en términos de construcción del personaje. Sin embargo, eso no es un obstáculo para apreciar el debut de Yaela Gottlieb en la dirección de un largometraje.
Un artículo de RAÚL ORTIZ MORY publicado en Gestión
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