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viernes 22 de noviembre de 2024

Irving Gatell/ En defensa de Baruch Spinoza

Enlace Judío – En las dos semanas anteriores, acabamos de ver un choque de fuerzas al interior del judaísmo por causa de un tema que, al parecer, sigue siendo candente: la filosofía de Baruch Spinoza, excomunicado en su momento de la comunidad sefardita de Ámsterdam por “herejía”.

El problema comenzó cuando el destacado académico Yitzhak Melamed (máxima autoridad en Spinoza, y devoto judío ortodoxo) fue declarado persona non grata en la Snoga (sinagoga) de Ámsterdam por Joseph Serfaty, rabino jefe de la comunidad portuguesa de esa misma ciudad. ¿La razón? Melamed se ha dedicado a estudiar la obra de un filósofo cuyas obras fueron prohibidas. La intención de Melamed era hacer algunas tomas en la sinagoga, para un programa que prepara sobre Spinoza. Serfaty le dijo que no, le dio la declaración non grata, y se despidió de él deseándole un feliz Janucá.

Entonces intervino el que, fuera de toda duda, es el rabino más destacado de la comunidad judeo portuguesa a nivel mundial, el Rab Nathan Lopes Cardozo. Y salió a defender a Melamed y a Spinoza de lo que consideró una actitud anacrónica y sin sentido porque, a su juicio, el decreto de excomunión contra Spinoza ha quedado sin efecto desde que murió.

Lopes Cardozo puso el dedo sobre esa extraña llaga que, evidentemente, todavía pesa en sectores muy tradicionalistas del judaísmo: ¿Qué hacemos con Spinoza?

El problema concreto está en la primera parte de esa obra cumbre del intelecto humano que es la Ética demostrada según el orden de la geometría, publicada en 1677 (poco después de la prematura muerte de su autor a los 44 años, por tuberculosis). Allí se condensan las ideas por las que Spinoza fue excomulgado de su comunidad a los 24 años de edad, tras lo cual se mudó a La Haya en donde continuó su actividad como filósofo y como tallador de cristales (se asume que el polvo generado en esa actividad fue lo que afectó sus pulmones).

La primera parte de la Ética trata sobre D-os, y el problema es que el autor, aparentemente, asume una postura panteísta. Es radical en su idea de que D-os existe e incluso que ni siquiera tiene sentido cuestionar su existencia, pero luego desarrolla una serie de ideas en las que propone que ese D-os único, infinito e indivisible, carece de eso que podríamos llamar “personalidad”, y que no tiene ningún tipo de contacto o interacción con nosotros como humanos. Una deducción de ello es que no existen los milagros; otra, que D-os está presente en todos (y de ahí se deriva la creencia en que Spinoza se volvió panteísta).

Estas ideas que, evidentemente, Spinoza había comenzado a desarrollar desde joven, le valieron el conflicto con las autoridades religiosas de Ámsterdam y, eventualmente, la expulsión de la comunidad. Cosa que, en realidad, a Spinoza no le preocupó demasiado. Su propia postura ya lo había puesto en una situación emocional que podríamos definir como inmune, y simplemente se retiró a La Haya para continuar con su trabajo filosófico.

Ahora bien: ¿Realmente Spinoza dijo eso sobre D-os?

La respuesta parece obvia: ahí están sus propios escritos. Pero no vayamos tan rápido. Para entender a qué se refiere Spinoza en esa primera parte de su Ética hay que comprender dos cosas fundamentales: una, era un filósofo; dos, era un filósofo del siglo XVII.

Déjame desglosar esto, en defensa de Baruch Spinoza, y verás que las cosas no son tan sencillas como parecen y, en cambio, son bastante más interesantes de lo que muchos creen.

La filosofía no es una actividad humana que haya surgido de la nada. En todo sentido, es la forma en la que se perfeccionó el razonamiento mitológico de la antigüedad. Ponte en los zapatos de la gente más antigua, cuya percepción del mundo era fragmentaria, y que por ello era incapaz de encontrar respuestas correctas al porqué de todos esos fenómenos que podían ser aterradores, desde una erupción volcánica, un terremoto, una tormenta eléctrica, o incluso la regularidad del invierno.

Los mitos, básicamente, se crearon espontáneamente para que los seres humanos no nos volviéramos locos de miedo. Incapaces de entender cómo funcionaba el mundo, por lo menos fuimos capaces de darle sentido a las cosas, inventarles una lógica.

¿Con base a qué? A ese extraño pero útil concepto que fueron “los dioses”: seres en los que proyectamos nuestras propias características —amorosos, odiosos, leales, traidores, valientes, cobardes, etcétera—, pero a los que les conferimos un poder sobrenatural capaz de explicar por qué ellos sí eran capaces de poner de cabeza al mundo entero.

Eran épocas en las que todavía no teníamos la mínima idea de la existencia de eso que hoy llamamos leyes de la física, la química y la biología, y por ello nos construimos una ficción en la que todo eso que no entendíamos —y que nos resultaba potencialmente muy peligroso— fue visto como una guerra entre el orden y el caos.

No, ese caos no existía. Sólo era nuestra propia ignorancia. Incapaces todavía de entender que eso se solucionaría estudiando, nos entregamos a la creencia en un mundo espiritual en el que los dioses y los héroes luchaban para lograr el triunfo de la armonía en el mundo.

Hubo dos grandes reacciones contra ese sistema arcaico y neolítico de creencias: el monoteísmo israelita, y la filosofía griega. Los dos, cada uno a su modo, dieron un paso adelante en el esfuerzo de entender que la realidad es un todo integrado, y que no necesitamos de historias fantasiosas para explicar los fenómenos de la naturaleza.

Cosa curiosa: el monoteísmo israelita logró desprenderse del modelo politeísta del pensamiento mágico antiguo. Es obvio; el puro concepto de monoteísmo ya era antagónico al de politeísmo. En cambio, la filosofía no lo logró; en realidad, sólo sublimó lo que las antiguas religiones politeístas enseñaban.

Con ello me refiero a esa idea de que este mundo material está controlado o definido desde una dimensión espiritual, invisible para nosotros, pero que es en donde existe la verdadera realidad (valga la redundancia).

Desde sus orígenes en la antigua Mileto, la filosofía griega se sumió en un debate alrededor de lo que podríamos llamar EL SER de las cosas. ¿Qué es, en qué consiste, cómo funciona, qué relación tiene con las cosas? Te pongo un ejemplo: estoy trabajando sobre mi mesa. Bien, con esa frase, seguro ya te hiciste una imagen de mí; pero estoy más seguro de otra cosa: te estás imaginando una mesa muy diferente a la que tengo en mi casa. Sin embargo, eso no es un problema; podemos pasar horas hablando sobre mesas sin entrar en detalles sobre sus formas o tamaños, y entendernos a la perfección, porque una cosa es tu mesa o mi mesa como objetos concretos, y otra es el concepto de “mesa” en un sentido abstracto. Tú lo conoces, yo lo conozco, y por eso no necesitamos describir la mesa de cada uno. Basta con comprender el concepto.

¿De dónde surge ese concepto? ¿Es una construcción de nuestro intelecto, o tiene una existencia objetiva en alguna dimensión sutil que nosotros no percibimos con nuestros sentidos?

La pregunta puede parecer simplona y boba a estas alturas de nuestra evolución intelectual, pero vuelve a ponerte en los zapatos de esa gente antigua que creía que los dioses, desde su dimensión espiritual, controlaban al mundo. Para muchos de ellos, resultaba bastante lógico y razonable suponer que en algún lugar del universo existe La Mesa, una esencia que es la que permite que existan “las mesas” de cada uno de nosotros.

Y no te creas que eran cualquier tipo de personas. Para que te des una idea, Platón fue uno de ellos. Él fue uno de los más grandes defensores del concepto de un universo dualista, integrado por dos niveles de realidad: uno superior, uno inferior. Por supuesto, la última realidad (o, volviendo a la redundancia, la verdadera realidad) estaba en el superior; el inferior —ya adivinaste: el nuestro— sólo sería una opaca sombra del superior.

A este mundo superior Platón lo llamó el Mundo de las Ideas. Ahí es donde existía la única realidad en su forma esencial y pura, que se proyectaba por medio de sombras a este, el mundo físico, material o “sensible” (llamado así por ser percibido por medio de nuestros sentidos).

¿Por qué somos sensibles ante las cosas bellas? Platón te diría: antes de nacer en este mundo, tu alma pura pudo contemplar Las Ideas, así que pudo ver a La Belleza. Luego bajó a este mundo y se quedó atrapada en lo material, pero reacciona cuando ve algo bello, que no es sino una sombra de La Belleza. Esto es suficiente para que el alma “recuerde”, y por eso se estremece. De allí obtiene Platón su célebre idea de que aprender, en realidad, es recordar, porque nuestras almas ya lo vieron todo en el Mundo de las Ideas antes de nacer en esta realidad engañosa y falaz que es el mundo material.

De ese modo, Platón resuelve el asunto de EL SER: este se encuentra en las Ideas, no en lo material.

Aristóteles, discípulo de Platón, se rebeló en contra de las doctrinas de su maestro. Rechazó que el universo estuviese segmentado de ese modo, y explicó que para entender en qué consiste EL SER, basta con comprender la relación entre Materia y Forma. La Materia es aquello que no cambia y que le da sustancia a cada objeto que existe; hasta este punto, sería el equivalente de la Idea platónica. Pero aquí viene la diferencia: la Materia no puede manifestarse separada de la Forma, que es el aspecto material que siempre está sujeto al cambio. En resumen, la gran diferencia entre Platón y Aristóteles es que Platón considera que EL SER existe fuera de lo material y que, incluso, la existencia de lo material depende de EL SER. Aristóteles, en cambio, dice que EL SER no existe fuera de lo material, y que la diferencia entre Materia y Forma existe sólo en nuestro intelecto; es el modo en el que desglosamos y explicamos ese complejo fenómeno que es EL SER.

La filosofía continuó con esta discusión hasta bien entrado el Renacimiento. Por supuesto, los conceptos y los modos de explicarlo evolucionaron, pero siguieron siendo debates sobre EL SER. Ya para la Edad Media, el tema favorito en el que se expresaba este dilema era el de Los Universales.

Se trata de esto: una manzana y una fresa tienen en común que son rojas. Luego entonces, lo particular es la manzana o la fresa, pero lo universal es el rojo, en el sentido de que es una cualidad que comparten dos formas físicas diferentes (si quieres ponerte más denso con este tipo de reflexiones, piensa en “los humanos” como individuos, y “lo humano” como lo universal).

Filosóficamente hablando ¿existe “el rojo”? ¿O sólo existen “las cosas rojas” y nosotros creamos el concepto intelectual de “el rojo” para simplificarnos el tema?

Los adherentes medievales al platonismo se decantaron por la respuesta que te diría que “el rojo” existe objetivamente hablando (cada uno, por supuesto, lo explicaría a su modo); los partidarios de Aristóteles (Maimónides fue uno de ellos) te dirían que sólo existen las cosas rojas, y el concepto de “rojo” es un constructo intelectual nuestro, por lo que “el rojo” no existe, objetivamente, fuera de las cosas rojas.

Menudo lío. Esto, en gran medida, es la historia de la filosofía desde el siglo VII AEC hasta el siglo XVI EC. Alrededor de 2,300 años debatiendo si los conceptos abstractos existen AFUERA de los objetos concretos. Sí, repito, suena bobo. Pero recuerda: esto no es otra cosa sino el eco, la herencia de todos esos siglos en los que se creía que algo abstracto, invisible, inaccesible e incomprensible —los dioses— controlaban al mundo.

Este debate filosófico, con todo y lo lento y estrafalario que fue, fue el modo en el que la cultura grecolatina logró exorcizarse de sus propios demonios. Es decir, de los dioses.

El fondo último de este debate podría definirse en el choque de ideas entre Heráclito y Parménides, los dos más grandes filósofos anteriores a Sócrates. Heráclito se dio cuenta que todo en este mundo cambia (de ahí su célebre frase de que no puedes bañarte dos veces en el mismo río); Parménides, por su parte, intuyó que hay algo inamovible, inmutable y eterno detrás de todo esto que vemos cambiando todo el tiempo. Heráclito dedujo que la única verdad está en el cambio; Parménides, que la única verdad está fuera de lo material, porque la verdad no puede estar sujeta al cambio.

La postura de Platón sobre las Ideas, o su posterior evolución hacia la creencia en que los Universales existen objetivamente fuera de los objetos materiales, sólo fue el desarrollo de las ideas de Parménides; la postura contraria según la cual ni las ideas, ni la materia, ni los Universales existen fuera de los objetos materiales, sólo fue el desarrollo de las ideas de Heráclito.

¿Quién tiene la razón? Para ser honestos, ninguno la tiene al 100%. El señalamiento de Heráclito es, simplemente, correcto. Es objetivo y no hay nada que discutirle. Pero lo dicho por Parménides, aunque se queda a nivel de intuición, también es correcto.

El problema que sentenció a la filosofía a enredarse en debates que parecían pecar de abstractos, fue que esa “verdad” inmutable, eterna e infinita que estaría detrás del mundo material, fue identificada como “lo divino”. Pero ojo: esa identificación se hizo en la antigua Grecia, una cultura politeísta. Es decir, los brillantes filósofos griegos —intelectos de primerísimo nivel, fuera de toda duda— superaron la rudimentaria urgencia de discutir sobre “los dioses”, y empezaron a reflexionar sobre “la verdad”, “el ser”, “las Ideas”, “los universales”, y otras conceptos semejantes.

Pero aquí hay que entenderlos como gente de su tiempo; gente antigua. Con todo y su incuestionable inteligencia, todo eso sólo era la sustitución de los dioses, y en sus enseñanzas siguió vigente la idea central de la religión politeísta antiguo: lo abstracto e invisible (llámales “dioses”, “Ideas”, “universales”, como gustes) domina o determina a lo concreto y visible (nuestro mundo, en resumidas cuentas).

Eso provocó que toda esta discusión conservara su esencia religiosa, incluso durante varios siglos después de que el cristianismo adoptó el monoteísmo judío. Desde Agustín de Hipona (fallecido en el año 430), la abrumadora mayoría de los filósofos fueron gente de iglesia; luego entonces, el debate se mantuvo en el marco de lo religioso.

Eso fue lo que provocó que, desde Heráclito y Parménides, no nos diéramos cuenta que todos estos filósofos no estaban discutiendo sobre D-os, sino sobre otra cosa.

¿Sobre qué?

Te lo voy a contestar, y va a sonar simplón y banal, porque para nosotros es un concepto bastante normal. Pero para aquella gente de aquellos tiempos no lo era. De hecho, si para nosotros este concepto es normal, es porque todos esos filósofos lo fueron construyendo paso a paso, ladrillo a ladrillo, frase a frase.

Va de nuevo: ¿De qué estamos hablando? Mira a tu alrededor. Está frente a ti, en tus propias narices. Te rodea, lo sientes, lo vives, eres parte de eso. Lo contemplas todo el tiempo, batallas en su contra cuando no te gusta, disfrutas en serio cuando se puede.

La realidad.

Todas esas grandes discusiones no fueron sobre “el ser”, y menos aún sobre D-os. Fueron sobre la naturaleza de la realidad.

Heráclito fue certero al explicar que todo cambia. Parménides fue certero también al intuir que detrás de todo eso que cambia, había algo que nunca cambia. Si los dos hubiesen estado conscientes de que el asunto de fondo es la realidad, habrían podido explicar que la realidad está llena de cambios, pero siempre es la misma, porque no depende de las cosas que hay en este mundo. Existe por sí misma, y es infinita. No hay nada fuera de ella. Si algo existe, es parte de la realidad; si no existía y alguien lo inventa, no era parte de la realidad pero se volvió parte de la realidad. Si no es parte de la realidad, entonces simple y sencillamente no existe. Eso es lo que determina que la realidad siempre sea la misma, aunque todo adentro de ella siempre esté sujeto al cambio.

El primer atisbo de esto se dio entre los siglos XVI y XVII, y fue lo que permitió que la filosofía evolucionara hacia su máximo logro posible: la ciencia.

¿Por qué la ciencia comenzó a avanzar a pasos agigantados, nunca antes vistos, a partir del siglo XVIII? Porque empezamos a entender eso que no habíamos entendido y que, incluso, lo habíamos confundido con D-os en nuestras discusiones filosóficas: la realidad.

Y esto es lo hermoso de todo este asunto: el primero que se dio cuenta de ello fue un judío sefardita portugués de Ámsterdam llamado Baruj Spinoza. El primero que logró plasmarlo por escrito de manera impecable. El primer ser humano que, desde la filosofía, contempló la realidad como lo que es: el infinito.

La desgracia de Baruch Spinoza fue que vivió en un siglo en el que la propia filosofía se desenvolvía en códigos de lenguaje distintos a los actuales, y por eso usó la palabra que la filosofía había usado durante siglos y siglos, desde Anaximandro de Mileto, para estos temas: D-os. Ni modo. Fue un hijo del siglo XVII.

Eso lo puso en conflicto con los líderes religiosos de su comunidad, pese a que Spinoza no estaba hablando, en estricto, de religión. Pero ni modo. Así era la realidad en ese momento y Spinoza la sobrellevó con aplomo.

¿Quieren reconciliarse con Baruch Spinoza, el príncipe de los filósofos —según Deleuze—, y apreciarlo con justicia en su grandísima dimensión intelectual? Tomen toda la primera parte de su Ética, y en donde dice D-os, sólo pongan la palabra Realidad.

Es más: yo podría pararme en la sinagoga más ortodoxa de todas, leer toda esta sección usando la palabra Realidad, y los rabinos se me quedarían viendo sorprendidos, para luego decirme que cuál es mi necesidad de estar diciendo cosas tan obvias. Que la realidad existe por sí misma. Que es indivisible e infinita. Que está presente en toda la naturaleza. Que es indiferente hacia nosotros. Que no hace milagros. Que no nos ama ni nos odia. Que, simplemente, ES.

Entonces yo les preguntaría si me excomulgarían por todo lo que dije sobre la realidad, y te garantizo que me dirían que no. Al contrario: si luego hiciéramos un repaso de los conflictos filosóficos griegos sobre la materia y la forma, incluso podrían decirme que toda mi disertación sobre la realidad fue, en realidad, muy judía, porque esa visión unificadora del concepto mismo, es digna de un buen ciudadano monoteísta y hebreo.

Como Baruch Spinoza, el primero que comprendió filosóficamente qué es la realidad. Y por ello, el primero que realmente se expresó en ideas científicas, mucho antes de que se consolidara un paradigma y un lenguaje científico.

Lástima que en el siglo XVII nuestros propios códigos de lenguaje y razonamiento provocaran el desencuentro (injusto) entre Spinoza y sus rabinos. No voy a culpar a ninguno, pero tampoco a exonerarlos del todo. Evidentemente, esos rabinos no estaban en condiciones de comprender de qué estaba hablando ese joven de 24 años dotado de una inteligencia descomunal; pero ese mismo joven tampoco estaba en condiciones de explicarse correctamente. Ni modo. Así era la época.

Desde entonces ya transcurrieron casi 400 años, y ya va siendo hora de que el judaísmo entero abra su diálogo pleno con uno de sus más brillantes hijos. El famoso “D-os de Spinoza” del que habló Einstein es mucho más que un concepto selecto y elitista, apto sólo para científicos o intelectuales de altos vuelos (o fanfarrones que quieren dárselas de intelectuales de altos vuelos).

Todo lo dicho por Spinoza en su primera sección de la Ética puede ser deliciosamente analizado en todas nuestras sinagogas, si tan solo entendemos el trasfondo histórico del debate filosófico del que fue parte Spinoza y, con ello, que allí está acaso la disertación más impresionante de toda la historia sobre la naturaleza de la realidad.

No sé si esto se vaya a lograr en el corto o mediano plazo. Mientras, yo seguiré aquí con mis disertaciones y mis diatribas.

Siempre en defensa de Baruch Spinoza.

 


Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.

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