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lunes 23 de diciembre de 2024
Mano metiendo una boleta en una casilla

Irving Gatell/ Los judíos y un inesperado impulso a la democracia moderna

Enlace Judío – La democracia es, en esencia, el paradigma político que nos dice que el poder no debe concentrarse en una sola persona o en un solo grupo; ni siquiera debe acumularse desproporcionadamente. Debe estar repartido en contrapesos efectivos que garanticen que nadie va a tener más poder que el resto de la sociedad. 

Ahora deja te explico que no es cualquier cosa llegar a esta conclusión. Para desarrollar la plena convicción de que el poder debe repartirse, la humanidad tuvo que llegar a una situación muy particular sin la cual ni siquiera se nos habría ocurrido el concepto. ¿A qué condición me refiero? Sencillo: a una clase media con el suficiente poder económico como para entender que no necesitaba a los reyes.

¿Qué fue lo que cambió para que el empoderamiento burgués llegara tan lejos? El proceso comenzó desde el siglo XI con la reactivación de las rutas comerciales que volvieron a conectar a Europa con el Oriente. Estas habían colapsado durante la primera parte de la Edad Media, y por ello las dinámicas económicas se habían convertido en un fenómeno local. Es decir, la gente producía bienes de consumo para su propio uso, no para el comercio. Bajo este esquema, el feudalismo alcanzó su máximo nivel de desarrollo a partir de una economía fundamentalmente agrícola.

La reactivación del comercio marcó el inicio del empoderamiento económico de comerciantes y artesanos que, con el paso de varios siglos, se convirtieron en lo que podemos definir como una clase media. En el contexto histórico que nos ocupa, me refiero a un grupo que tenía recursos económicos cada vez mayores, pero que no tenía acceso al poder que se heredaba de manera dinástica entre los nobles y los reyes.

Lo interesante es el rol económico que juegan quienes ostentan este tipo de poder. Analizando estas características de la sociedad, Adam Smith marcó la diferencia entre quienes viven de sus rentas, quienes lo hacen de sus ganancias, y quienes lo hacen de su salario. Aristocracia y nobleza eran el tipo de personas que vivían de sus rentas; la burguesía, de sus ganancias. La diferencia entre unos y otros era que los que vivían de sus rentas eran prácticamente improductivos, y si podían darse el lujo de vivir así, fue porque ejercían un poder casi absoluto. Durante los siglos XI al XV, esta situación fue imposible de revertir o siquiera transformar. Pero a partir del siglo XVI las cosas empezaron a cambiar, el poder económico burgués se consolidó como nunca en la historia, y ya para el siglo XVIII se plantearon de manera consistente los ideales democráticos que, aunque no se expresaron con tanta contundencia en ese momento, implicaban una idea tan simple como lógica y realista: no necesitamos reyes que nos gobiernen. Sólo necesitamos gente eficiente.

Esta no fue la primera vez en la historia que hubo ideas democráticas. Ya en la antigua Grecia se había dado una situación similar en la era clásica de Atenas (siglo V AEC). Curiosamente, dichas ideas surgieron de un contexto muy similar: fue una época en la que el comercio se extendió notablemente, y apareció una “clase media” que fue el entorno óptimo para el cultivo de ideas democráticas.

Por supuesto, en ese momento dichas ideas no lograron consolidarse al punto que se convirtieran en un proyecto político a largo plazo, como sí sucedió a partir del siglo XVIII. ¿Por qué? Porque el comercio en la antigua Grecia llegó a un límite y fue finalmente sometido al poder político tras la expansión macedónica que sometió no sólo a Grecia, sino a todo el oriente conquistado por Alejandro Magno. En cambio, a partir del siglo XVI la expansión del comercio se convirtió en un fenómeno global, y eso le cambió el rostro al planeta entero en general, y a la cultura europea en particular. Por ello, las ideas de democracia se desarrollaron de un modo inédito en la Historia, hasta consolidarse en el siglo XVIII, y provocar los dos primeros grandes movimientos sociales con los que nació el mundo moderno: la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1776), y la Revolución Francesa (1789).

¿Qué tuvieron que ver los judíos en este proceso? Mucho, aunque de un modo discreto, pero muy significativo.

La gran expansión comercial que conectó, literalmente, a todo el mundo, fue lograda por los navegantes portugueses del siglo XVI. Y ahí estuvieron involucrados muchos judíos.

En 1492, España ordenó la expulsión de todos aquellos judíos que no aceptaran la conversión al catolicismo. Una gran cantidad de ellos se trasladó hacia Portugal. Sin embargo, en 1497 este país pasó a ser parte de los dominios de la Corona Española, y la política de cero tolerancia al judaísmo se aplicó de inmediato. Sólo que esta vez no hubo opción de exiliarse: todos los judíos tuvieron que bautizarse y tomar nombres cristianos. La consecuencia fue que los entornos comerciales portugueses se llenaron de judíos que, por supuesto, no se habían convertido por una sincera convicción, sino por la fuerza. Por lo tanto, fue entre estos “cristianos nuevos” portugueses que el fenómeno del cripto-judaísmo tuvo su mayor fuerza e impulso en esos tiempos.

Desde esas épocas, los judeoconversos portugueses se dieron cuenta que los Países Bajos ofrecían un entorno más tranquilo para vivir. La Inquisición no era tan quisquillosa allí, y a partir de 1517 (apenas 20 años después de las conversiones forzadas), la Reforma Protestante comenzó a resquebrajar el poderío católico en esa zona, que pronto pasó a volverse calvinista. Por ello, muchos judíos llevaron a cabo una migración hormiga, y en Amsterdam comenzó a florecer una notable comunidad portuguesa oficialmente católica, pero que en secreto practicaba el judaísmo.

Esto abrió una primera red comercial que unió Holanda con Portugal, y que se amplió automáticamente a Marruecos, porque allí se habían establecido muchos otros judíos españoles. La ulterior expansión de los dominios portugueses a lo largo de la costa de África, y en toda la ruta que conectaba Europa con Asia, pronto se llenó de judeo-conversos que tenían parientes en prácticamente todo el mundo. Entonces vino el esplendor de la Compañía Holandesa de Indias, una empresa comercial cuyos accionistas eran mayoritariamente judíos sefarditas. Así, se creó la primera red global de comercio: desde Ámsterdam salían barcos hacia Veracruz (México), el Caribe, la Guyana Holandesa, Brasil, Río de la Plata (Argentina), bordeaban la Patagonia y luego se dirigían hacia las Filipinas, la Polinesia, China, el sudeste asiático, la India, Persia, y rodeaban África para regresar a Europa, pasando por Lisboa (Portugal) y volviendo a Ámsterdam. El detalle que hizo que esta red tuviera un éxito que prácticamente nadie que no fuera portugués pudo lograr, es que todo era un negocio familiar.

Esto es más importante de lo que parece a simple vista. El hecho de que se haya consolidado la primera red de comercio global fue lo que garantizó el éxito universal de la burguesía, al punto que no hubo aristocracia que pudiera contenerla (tal y como los macedonios sí lograron controlar a los comerciantes griegos en la antigüedad). Y eso fue lo que permitió el empoderamiento definitivo de la clase media que, no mucho después, permitió la consolidación también definitiva de los ideales democráticos.

Por ello no resulta nada extraño que el primer autor que expuso ideas democráticas que ya pueden definirse como modernas, haya sido un judío portugués de Ámsterdam: Baruj Spinoza, en su célebre Tratado Teológico-Político.

Spinoza vivió en la época en la que su comunidad ya no tenía que fingirse católica. La independencia de los Países Bajos permitió que los sefarditas locales pusieran fin a la farsa de practicar una religión que nunca habían deseado, y se declararon abiertamente judíos gracias al decreto de tolerancia religiosa que se impuso en Holanda. Esto convirtió a ese rincón de Europa en el epicentro de la libertad intelectual de la época, y el florecimiento de las artes y la ciencia se dio de un modo sin parangón en todos los siglos anteriores. La Ámsterdam de los siglos XVI y XVII fue, sin duda alguna, la capital intelectual del mundo.

Y todo porque había una burguesía pudiente que podía darse el lujo de financiar ese extraño lujo que era el conocimiento humano (no es de extrañarse que Ámsterdam fuese, por cierto, la capital del mundo editorial de la época; los mejores libros e incluso las mejores partituras musicales se imprimían y se vendían allí). Y esa burguesía pudiente pudo existir porque el comercio se había convertido en un fenómeno global. Y el comercio se convirtió en un fenómeno global porque un grupo de familias, repartido por todo el mundo, aprovechó sus vínculos sanguíneos para fortalecer las actividades de compra, vente y, sobre todo, crédito, en una red que la daba la vuelta al mundo.

Y esas familias eran judías.

Por supuesto, fue gente que sólo estaba tratando de ganarse la vida. Nunca se imaginaron el papel que jugarían en el lento proceso de desarrollo intelectual de la humanidad que, a la postre, nos permitiría entender que no necesitábamos a las caras e improductivas noblezas que creían que podían ostentar el poder absoluto “por derecho divino”.

Y así fue como nació el mundo moderno.

Con judíos de por medio.

 


Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.

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