Enlace Judío – La historiadora estadounidense Deborah E. Lipstadt reflexiona en una columna publicada en The New York Times sobre la reciente toma de rehenes en una sinagoga de la localidad de Colleyville, Texas.
Baruj atá Adonai, eloheinu melej haolam, metir asurim. Bendito seas, D-os, soberano del universo, que liberas a los cautivos.
En prácticamente cualquier libro de oraciones de cualquier corriente del judaísmo encontraremos esta oración en la sección conocida como Bendiciones del Amanecer. La invocación viene justo al principio. Tan integrada está la idea en la mente judía, que volvemos a alabar a D-os por la liberación de los cautivos durante la Amidá, una de las oraciones más centrales de la liturgia.
El sábado por la noche, al conocerse la noticia de que la toma de rehenes en la Congregación Beth Israel de Colleyville (Texas) había concluido de forma segura, yo, junto con muchos otros judíos de todo el mundo, pronuncié esa bendición. En muchos de nosotros las lágrimas fluyeron libremente. La compartimos. La publicamos. La sentimos.
Se evitó otra tragedia. Pero las cicatrices permanecen. Tardarán mucho tiempo en sanar. Pensé en las dos hijas del rabino de Beth Israel, que esperaron todo el día hasta saber de su padre. Una rabina me dijo hace poco que los hijos de algunos de sus colegas ya no quieren que sean rabinos de congregación. “Es demasiado peligroso”. No quieren tener que preocuparse cada vez que su padre va a la oficina. La oficina del padre es la sinagoga.
Mi rabino, Adam Starr, publicó en Facebook que el domingo por la mañana, cuando entró en la sinagoga para la oración diaria, sintió como si fuese “un acto de valentía, desafío y fe”. Otra amiga me dijo que cada vez que entra en una sinagoga busca la salida más cercana y calcula cuál es el lugar más seguro para esconderse. ¿Debajo de un asiento? ¿En un armario? ¿Detrás del arca, que contiene los rollos sagrados de la Torá? Se sorprendió cuando le dije que yo no lo hacía. Aún no.
Los judíos han aprendido a tener miedo más allá de la sinagoga. En mayo, durante el conflicto en Gaza, unas personas que comían en un restaurante kosher de Los Ángeles fueron golpeadas por una turba. En Londres, una falange de autos atravesó los barrios judíos cantando “Maten a los judíos, violen a sus hijas”. En Times Square, en Nueva York, un judío que llevaba una kipá recibió un puñetazo y fue rociado con gas pimienta.
Cuando el ataque ocurre en una sinagoga, durante el rezo, el dolor es especialmente intenso. Cada incidente de vandalismo, grafitis antisemitas en una sinagoga de Tucson, profanación de sinagogas en el Bronx en la primavera, o peor aún, el incendio provocado en una sinagoga de Austin, Texas, este otoño, es sentido por los judíos mucho más allá de los confines de esa comunidad específica.
Para los judíos, sus sinagogas son tanto un lugar de culto como un lugar para encontrar una comunidad. Tal y como comentó el rabino Charlie Cytron-Walker tras su heroica huida del pistolero en Colleyville, una sinagoga se llama Beit Knéset, casa de reunión. Por eso, cuando viajan al extranjero, incluso los judíos que no asisten regularmente a la sinagoga suelen buscar un templo local.
Durante décadas, cuando me indicaban cómo llegar a sinagogas en países fuera del mío, ya sea en Alemania, Turquía, Polonia, Italia o Colombia, me recordaban que no tenía que saber la dirección exacta. Cuando llegaba a la calle en la que se encontraba el edificio, me decían, solo tenía que buscar a los policías con las metralletas. Allí estaría la sinagoga. También me aconsejaban llevar mi pasaporte y estar preparada para preguntas.
En algunas ciudades, las sinagogas piden que llames antes para confirmar si vas a ir. En Estocolmo, hace dos años, se había avisado al guardia de mi llegada. Pero no se arriesgó. Así que me encontré en una calle nevada, pronunciando algunos rezos para él. Solo después de demostrar mi buena fe me dejó entrar.
Anteriormente, esta experiencia se limitaba a los viajes al extranjero. Ahora los judíos estadounidenses como yo lo vivimos en casa, en nuestras propias sinagogas y en las que frecuentamos en las ciudades de este país. Miramos al otro lado de la calle, a la gran iglesia, y no podemos evitar notar que no hay guardias allí.
Hace un par de veranos, estaba en los Berkshires un domingo por la mañana conduciendo por uno de esos innumerables y pintorescos pueblecitos. En el camino, pasé por una gran iglesia, justo en la calle principal. Se remontaba a los tiempos de la Revolución. Algo me pareció extraño. Las cuatro grandes puertas de entrada estaban abiertas de par en par. Los miembros de la congregación saludaban alegremente a la gente que entraba. Entonces me di cuenta de la disonancia. No había un guardia armado. Ningún control de seguridad. Nadie dijo “por favor, utilice la entrada lateral, porque es más segura”. Solo una invitación abierta: Pasen. Bienvenidos.
No he pasado por la entrada principal de mi sinagoga desde octubre de 2018, después del ataque en la Sinagoga del Árbol de la Vida en Pittsburgh. Desde hace más de tres años, esa puerta permanece cerrada. Cuando pregunté por qué, me dijeron: “Está demasiado abierta, no se puede asegurar”. Lo entendí. En ninguna sinagoga de Europa o Norteamérica encontrarás puertas abiertas de par en par. Solo cuando pasas a los guardias encuentras la bienvenida, aunque la bienvenida sigue estando ahí para quienes la buscan.
No solo las grandes sinagogas temen por la seguridad. Los estudiantes me dicen que piensan dos veces antes de unirse a los rezos en Hillel, la capellanía judía del campus. Algunos por temor a su seguridad personal. Otros, por temor a las críticas de otros estudiantes. Conocí a unos padres cuyo hijo había sido aceptado en una universidad muy selectiva. Llevaba una kipá y dudaba si sustituirla por una gorra de béisbol durante los próximos cuatro años. Cada vez escucho decir más: Los judíos contemplan pasar a la clandestinidad.
Estamos asustados. No estamos bien. Pero nos recuperaremos. Somos resilientes porque no podemos permitirnos no serlo. Esa resiliencia forma parte del ADN judío. Sin ella, habríamos desaparecido hace siglos. Nos negamos a desaparecer. Pero estamos agotados.
El rabino Cytron-Walker atribuyó su supervivencia a los entrenamientos en los que él y sus fieles participaron para prepararse para un momento así. Supo mantener la calma y encontrar el momento adecuado para lanzar una silla a su captor y correr hacia la salida con los demás cautivos. La comunidad judía ofrece este tipo de entrenamiento de forma regular a una serie de instituciones judías, especialmente a nuestras sinagogas y escuelas.
No es demasiado decir que ir a la sinagoga, ya sea para conversar con D-os o con los vecinos que solo ves una vez a la semana, no debería ser un acto de valentía. Y, sin embargo, este fin de semana se nos ha recordado una vez más que puede ser precisamente eso.
Entre las bendiciones matutinas hay una que agradece a D-os haber abierto los ojos de los ciegos. No era necesario abrir los ojos de los judíos. Pero esta semana nos preguntamos si los ojos de nuestros amigos y vecinos no judíos, especialmente los que no llamaron para ver si estamos bien, se han abierto un poco.
Hay una bendición adicional durante estas primeras oraciones que agradece a D-os por permitirnos mantenernos firmes y rectos. Nos mantenemos firmes y rectos.
Pero buscamos las salidas.
Deborah E. Lipstadt es profesora de historia judía moderna y estudios sobre el Holocausto en la Universidad de Emory en Atlanta. Ha sido nombrada por el presidente Biden como enviada especial del Departamento de Estado para monitorear y combatir el antisemitismo.
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