Enlace Judío México e Israel- Hay un momento, en tiempo del hombre, para todo lo que ocurre bajo el cielo. Nos lo dice una de las cinco megilot, el Qohelet, en su capítulo tercero.
ABNER ANDRÉS MONTERO
Las megilot son como el interlineado de Hashem. Tras la Torah, a ojos profanos, parecerían libros menores, terciarios, sobrepasados por la grandeza de los Nvy’ym (Neviim), la voz de los profetas. Sin embargo, en el caminar del pueblo se han mantenido cerca de la caravana principal, sin alejarse del núcleo irradiador que sin duda es el Bereshit.
Tanto en la literatura rabínica (midrash) como en la liturgia, las megilot están pegados a la Torah, junto a ella. En cierto modo, es como si las cinco megilot fueran maneras de susurrar la Torah más en la intimidad, así que Hashem quisiera haber entregado un dosificador, un decantador de sabiduría a través del cual las palabras de la Torah cristalizaran, encontraran poso y reposo en el alma.
Si la Torah escribe las notas musicales en el pentagrama de la historia de Hashem con su pueblo, las megilot apuntan los silencios, marcando el ritmo de aquellas notas.
Lo que tienen los silencios es que son momentos de espera. Por tanto, son espacios propiciados para el encuentro de Hashem con ese pueblo que escucha (Shma Ysra’el). La espera es inherente al judaísmo, y Qohelet sugiere dos tiempos entre silencio y silencio, el tiempo en su conjunto (zman) y cada momento concreto (‘et) que puede haber en el transcurso de ese tiempo completo otorgado por Hashem al hombre.
La espera y el silencio
Lacol zman v’et ljol-jefets “para todo tiempo y un momento para cada cosa”… ahí, en este intervalo, está la espera. La palabra que el hebreo de Qohelet emplea para “cosa” (jefets) tiene una polisemia que lleva esas cosas hasta el deseo, como si Hashem diera por entendido que lo que llenará cada uno de esos momentos del tiempo se inscribirá en los apetitos humanos. La criatura está llamada a gozarse de los momentos de su tiempo.
El hebreo de jefets, y de su verbo jafats, implican al sujeto inclinándose hacia el objeto, sugiriéndonos que ese goce tiene cierto aroma de inclinación, de moverse hacia los sucesos con actitud favorable. Incluso, sin distinción, a todo cuanto calificamos de malo o negativo o desgraciado.
Con ese comienzo de versículo, Qohelet ya lo ha dicho todo. Casi que no habría que añadir más. Y, sin embargo, las palabras tienen que llegar a todos los oídos que escuchan, deben pronunciarse con tonalidades diversas, articular esos matices infinitos de Hashem, para alcanzarlos. Así que Qohelet prosigue, y se detiene en algunos ejemplos de eso que ya ha dicho. Nos anuncia que hay un momento para cada suceso (cosa en el tiempo); uno para dar vida (ledet) y otro para morir (mut); uno para construir (bana) y otro para destruir (parats); el tiempo de la palabra (davar) y el tiempo del silencio (jasha).
Por qué no hay nuevos profetas
Si alguna vez nos hemos preguntado dónde están los profetas, es decir, por qué no hay nuevos profetas intermediándonos, Qohelet nos da una pista, de entre las muchas posibles, para el misterio imposible que es siempre entender: hubo un tiempo en que los profetas hablaron, y hay un tiempo en que los profetas se recogieron en el silencio.
En realidad, no es tan así… puesto que el Tanaj no deja de interpelarnos, y cada palabra que pronunciaron los profetas bajo inspiración recobra vida y elocuencia, incluso revela nuevos significados, en el momento en que la mirada humana se llega sobre ella, no importa el tiempo, no importa el momento. Aplicando el marco de Qohelet, las revelaciones proféticas que recorren el Tanaj tienen un momento para la palabra -cuando toman raíz en cada uno de nosotros- y otro para el silencio -cuando optamos por escuchar en otra dirección. Por tanto, los profetas antiguos nunca han cesado de exhortarnos, puesto que su don no les fue concedido para sepultarse en el pasado, sino para proyectarse hacia el futuro.
Y, sin embargo, no podemos evitar, de cuando en cuando, la inquietud de interrogarnos sobre por qué Hashem arraigó a una variada estirpe de profetas durante un período concreto de la historia de su pueblo, y después han transcurrido varios milenios sin que ninguno “nuevo” se revelara. ¿Es que, en la vertical actual de la humanidad convulsa, no cabría convocar algunas palabras proféticas?
O, tal vez, y es otra de las opciones, ¿los profetas no han dejado de expresarse, pero desde la destrucción del segundo Templo somos los destinatarios de su mensaje, quienes ponemos oídos a Hashem, los que hemos extraviado la facultad de reconocer los mensajes proféticos?
Ese templo que necesita reconstruirse
A tenor de esto y último, las expresiones en hebreo jurban habayit o jurban beyt hamiqdash (destrucción del Templo) recurren a una palabra (jurban) emparentada con jarbah, que denota devastación o ruina, y que se aplica, por ejemplo, a los terrenos yermos. Quizás estemos yermos, hayamos perdido oído para la profecía, y ese templo que necesita reconstruirse para entrar en sintonía con nuevas concesiones proféticas de Hashem sea el nuestro.
¿Imaginamos lo que sería hoy en día reconocer a un (o a una) profeta, aunque lo tuviéramos delante? Han transcurrido siglos y siglos de enseñanzas talmúdicas y es dudoso que podamos asegurar acercarnos siguiera a decapar las palabras escritas en el Tanaj, no digamos ya si tuviéramos que asumir nuevas aportaciones contemporáneas.
¿Cómo sería un profeta que, al ser convocado por Hashem, respondiera en nuestra época con el hinneni, con el “aquí estoy”?
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