Enlace Judío México e Israel- La mayoría de los profetas canónicos se expresaron, más o menos, entre los siglos X y VI antes de la era común (a.e.c).
ABNER ANDRÉS MONTERO
La primera destrucción del Beit Hamiqdash, con el asedio de Jerusalem por los caldeos, acaeció en ese siglo VI a.e.c. Luego llegaría el cautiverio en Babilonia, y las profecías de los Zacarías, Hageo y Malaquías. Y se acabaron los profetas.
Quedan las crónicas de Esdras y Nehemías del período inter-templos, pero sin revestimiento profético. La nueva destrucción de Jerusalem y de su segundo Templo (Beit Hamiqdash Hasheni) cogen al judaísmo sin bocas que viertan hacia el pueblo las palabras inspiradas por Hashem. Después aparecieron propuestas más tardías, como el medieval libro de Zorobabel o similares, que son de tono e intención más apocalípticas que proféticas.
Abraham fue el primero de los profetas y quien nos sugiere uno de los rasgos distintivos de esta estirpe específica de voces del pueblo: los profetas no se consideran como tales a sí mismos, sino que son investidos por Hashem con la naturaleza de portar y comunicar sus palabras. Es Hashem, en Bereshit 20:7, quien confiere a Abraham el apelativo de navi ante el rey filisteo Abimelec. Navi proviene de lavo’, que es el verbo para venir, pero principalmente con el sentido de llegarse siendo traído o convocado.
El profeta es un ser convocado
El profeta es quien se llega al ser convocado. Por ello, una de las palabras más asociadas en hebreo a la misión profética es hinneni, “heme aquí“. Revela la especial relación establecida entre la criatura y el creador, entre quien convoca y quien adopta la actitud inmediata de ponerse al servicio. Incluso antes de conocer ningún propósito. Sin estar movido por ningún razonamiento ni impulso que no sea otro que la convocatoria del creador de los mundos.
Ningún otro pasaje de la Torah marca este atributo de entrega incondicional, inherente a los profetas, como Bereshit 22. Allí, Hashem pide a Abraham que tome a su hijo Isaac, aquel a quien ha venido amando (asher ahavta), y le entregue en sacrificio en el monte Moriya. El patriarca de Israel no se cuestiona tan impropio, doloroso, incluso pudiera pensarse sádico, decreto. Se limita a ponerse a disposición completa, a entregarse por sí y por su hijo, doblándose mediante el hinneni.
Y tal vez el profeta por excelencia, quien es receptor de la Palabra y de la Ley, quien es llamado para hablar y conducir al pueblo como si fueran ciegos entre las adversidades, guiados únicamente por la certidumbre de la fe, sea Moisés.
La misión profética es un don de escucha y servicio
Ante el desconcierto del misterio, ante esa situación, que luego y hasta nuestros días se ha reflejado en millones de vidas tocadas de una u otra forma por la convulsa irrupción del infinito en ellas, de encontrarse ante un Hashem que le invocaba personalmente desde una zarza ardiendo, Moisés no se hizo preguntas, no cuestionó la naturaleza imposible de cuanto estaba acaeciendo antes sus ojos, no retrocedió ni flaqueó, sino que respondió <<hinneni>> (Shemot 3:4). En otros momentos de la historia del pueblo con Hashem, la misma palabra verbalizarían Jacob, Samuel o Isaías.
Vaeshma’ et-qol Adonai <<y oiré la voz del Señor>>, consigna Isaías (6:8), para inmediatamente venirse, dejarse llevar: hinneni shelajeni <<heme aquí, envíame a mí>>. Escuchar la vibración de Hashem, sentir internamente su voz, percibir una alocución que no es humana pero que tiene todas las propiedades del lenguaje, tal vez a la par que la confianza categórica en el mandato de El-ohim, es la segunda cualidad intrínseca a aquél que será mediador de Sus palabras.
Respecto del resto de congéneres, al profeta le distingue que escucha a Hashem, pero precisamente porque El-ohim le habla. Este matiz es sutil pero extremadamente relevante: se produce primero el habla de Hashem y después la escucha y la disposición completa, definitiva, de quien no es sino otro más entre las gentes del pueblo. No se siente, el profeta, ataviado de ninguna cualidad especial que lo eleve o lo distinga del resto de sus hermanos y hermanas, no le brota una fiebre interior que en forma de éxtasis le convierta en alguien tocado por Hashem, no busca, por su propia iniciativa, servir a su Dios.
El profeta es elegido para ser voz
El profeta es convocado y, tras la llamada, sin ninguna decisión previa por su parte, responde. No sólo responde, sino que hace de esa llamada su centro vital, su dinamizador existencial. No hay nada más que distraiga su atención que no sea la zarza ardiendo, o subir al monte, en silencio, para consumar un sacrificio que no entiende, que le desborda en infinito y en misterio. La profecía llega al profeta para revolucionar su vida y cambiarle el norte, para reorientarle sus coordenadas.
Entonces, el profeta ya deja de estar nivelado por igual con el resto de sus compatriotas, ya no es un ser indistinto, sino que está atravesado por un sentido de misión, de cumplimiento. Con independencia de cuáles fueran su vida y sus intereses hasta el momento, llegado el mandato el profeta tiene que venirse y hablar, transmitir a otros unas palabras que, probablemente, no entiende en su magnitud, pero en la confianza increada, que no es otra que la fe otorgada, de que son sonidos de una relevancia capital para el auditorio al que se dirige, un auditorio que generalmente no le espera, que está distraído, que está ensimismado, y que no se prestará de primeras a escucharle. Al profeta se le encomendará, generalmente, hablar a los sordos.
La profecía es un mensaje que convulsiona
No es del todo posible entender la naturaleza del don profético, como no es del todo asequible comprender la fe. En ambos casos, la gracia de Hashem está involucrada, y el humano que la recibe siente la movilización que produce, la convulsión que ocasiona, pero de ningún modo es capaz de transcender hasta vislumbrarla claramente.
La profecía no es ningún tipo de conocimiento, ni mucho menos de inteligencia o de razón, sino una percepción interior, una intuición de estar penetrado, poseído, por la voluntad de Hashem. El profeta no interpreta o valora las palabras recibidas, no las repiensa, sino que las transmite en toda su fidelidad, como instrumento a través del cual El-ohim se hace presente ante el mundo. Turbado y desconcertado, es al mismo tiempo firme, determinado e inasequible al desaliento. El profeta es una paradoja, tal vez un imposible, pues es depositario de la poesía de la transcendencia, pero con todas las limitaciones de la inmanencia en tiempo del hombre.
Más allá del espíritu de su tiempo
Debe hablar y debe hacer la palabra de Hashem ante oídos obtusos. En general, además, el profeta lo hace a la contra del espíritu de su tiempo. Precisamente ése es el recurso de lo profético, el valor que Hashem encuentra en enviar a un humano a insertarse como una cuña en el devenir de su época, como si El-ohim presintiera llegado el momento de trastocar el mecanismo de relojería de una generación.
Los profetas se llegan ante los demás con mensajes de advertencia y de cambio, de conmoción sobre el pueblo. A menudo, además, afeando la conducta a quienes se han encaramado a la dirección del pueblo, quienes detentan los poderes mundanos (Jeremías 1:18), que se han desviado de la armonía, se han alejado de las esencias.
La profecía tiene algo de incomodidad para quien la escucha acomodado en el espíritu de su tiempo, pues desde la serenidad que destila la confianza intuitiva que se ha vertido sobre el profeta, su voz sacude la historia a contracorriente, la cortocircuita. Es como un desfibrilador que detuviera, en un arrebato, el corazón del mundo, para devolverlo a los latidos de una vida sobre la que había perdido el ritmo de latido.
¿Dónde están los profetas?
¿Dónde están ahora los profetas? No será que no son necesarios. No será que nuestra época no está desviada de la armonía y de las esencias. Tal vez sean intrínsecos al Beit Hamiqdash, los profetas, y a nuestros contemporáneos no les quede otra que pegar el oído al Kotel para escuchar las profecías en forma de lamentos.
Quizás la voz que nos envía Hashem ahora es más continuada pero mucho más silenciosa, sin que apenas nos llegue un hilo de dicción divina que ni siquiera nos turba o confunde, porque hemos desacostumbrado la atención hacia lo pequeño, igual que si hubiéramos perdido el olfato para los aromas de la transcendencia. Y puesto que no terminamos de escuchar, no acabamos de pronunciar nunca el hinneni.
Puede entonces que sea que ya hemos dejado de ser sensibles al espíritu, y que siglos acumulados de artificialidad nos hayan provisto de comodidades, pero hayan casi apagado nuestra capacidad de sintonizar con una determinada frecuencia singular y exclusiva, aquélla que atañe al timbre de la voz de Hashem.
Y ¿dónde estamos nosotros?
Y de poco vale un profeta clamando en el desierto si su caja de resonancia son espaldas giradas hacia capas de egocentrismo. Quién sabe si, en la cotidianeidad de nuestro alrededor, un hombre o una mujer, desconcertados por una voz que les atraviesa y les altera el rumbo de existencias hasta el momento empapadas en la mundanidad, no nos están dirigiendo palabras de conversión y convulsión, sin pretender hacerlo, sin darse importancia, sino movilizados por una zozobra confiada, por una inquietud iluminada, sin saber muy bien sentido o propósito, sino simplemente arponeados por un mandato interior en el que sienten a Hashem.
Si existen, en nuestro tiempo, ese hombre o mujer elegidos por Hashem como vehículos, más bien la pregunta no sea ¿dónde están los profetas? sino ¿dónde estamos nosotros?
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