Enlace Judío México e Israel- 1916, Mauricio Assael. Esparcidas entre los archivos de cualquier país, yacen historias de vida que superan la ficción. Me apasiona descubrirlas; ir armando rompecabezas incompletos con piezas que quizá aún no embonan. Cada dato rescatado en el océano de la información, es una joya. Pero siempre faltará algo y me urge seguir hurgando en todo tipo de evidencias para desatar nudos de contradicciones, exhibir motivos y claro, desenmascarar mentiras. El problema radica en poner el punto final, a sabiendas de que una nueva pista bastaría para derrumbar toda la historia.
RAQUEL STOLARSKI- ASSAEL
Durante años he investigado la vida de un revolucionario ruso judío que vino a Mexico en 1919. Venía establecer relaciones diplomáticas entre la Unión Soviética y el gobierno del presidente Carranza, y a crear un partido comunista. En busca de sus huellas acudí al Archivo Histórico de la SRE.
Agotadas las referencias sobre este hombre, por mera curiosidad, peiné el fichero en busca de parientes míos y de mi esposo, que inmigraron a México. Fue entonces que apareció una tarjeta con el nombre de Mauricio Assael Morpurgo, hermano de Ico, el abuelo de Eduardo.
Eduardo Assael, mi esposo, suele contar suculentas historias de familia que encienden mi imaginación. Juntos escudriñamos documentos centenarios y las fotos antiguas atesoradas en un álbum de terciopelo rojo con herrajes de plata, que nos legaron. No obstante, lo que encontré en ese archivo parecía ser asunto olvidado. Esos hechos ocurridos en tiempos convulsos y mis conjeturas, son lo que me dispongo a relatar. Advierto que esta no es una historia acabada.
En el archivo me entregaron un expediente cocido con hilo. Leyendo los oficios amarillentos de la Secretaría de Relaciones Exteriores y sobretodo, dos cartas escritas en la bella caligrafía el tío abuelo, descubrí un episodio de la inusitada vida de un inmigrante judío sefardí, ocurrido durante las primeras décadas del siglo veinte.
La cuarta página, fechada el 9 de mayo de 1916, me dejó atónita
En la esquina superior izquierda luce el escudo nacional de aquel entonces, con su águila real de alas extendidas, coronado con un gorro frigio resplandeciente, símbolo de la libertad. El papel membretado proviene del escritorio del Primer Jefe del Ejército Constitucionalista. Reproduzco el texto:
Acuerdo del C. Primer Jefe Encargado del Ejecutivo a la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Nómbrese al señor Mauricio Assael, Cónsul honorario de México en Smyrna, Asia Menor.
Comuníquese a quien corresponda.
Venustiano Carranza
No creo estar equivocada al concluir que Mauricio Assael Morpurgo fue el primer judío en ocupar un puesto en el servicio diplomático mexicano.
¿Cómo fue posible que en un México en plena revolución, un súbdito otomano fuera acreditado con una representación oficial?
¿Por qué en el clímax de la Primera Guerra Mundial, Mauricio estaba tan ansioso por prestar sus servicios como Cónsul en un imperio otomano en decadencia? Si lo tuviera frente a mí, le preguntaría ¿cómo consiguió el puesto?, y también, ¿qué lo impulsó a exponer la vida, siendo un exitoso comerciante en joyas y padre de tres niños?
El expediente Assael responde. Las leyendas de familia aderezan
Mauricio, Moshé, era apuesto, sensual. Ojos verdes y una tupida cabellera castaña enmarcaban su rostro de armoniosas facciones.
Vestía a la moda de ParÍs, la perla en el corbatín y anillo en el meñique. De porte elegante, era un hombre de mundo que lejos de intimidarse, tejía relaciones de negocios que pronto forjaban amistades.
El fotógrafo de la sociedad capitalina, H.F. Schlattman, pudo captar en una expresión de serenidad, el carácter firme y extrovertido de este hombre audaz. Quizá dominaba más de seis idiomas y se educó en la Alliance Israelite Universelle de Esmirna, puerto del imperio otomano, donde naciera el 10 de marzo de 1884. Dotado de tales habilidades, bien podía aspirar a un puesto diplomático para establecer relaciones comerciales entre México y Turquía
Cuatro hermanos Assael fueron llegando a México desde fines del siglo XIX
Dedicados a importar alhajas y relojes establecieron dos tiendas, una en Puebla y otra en el D.F. frente al zócalo, en la esquina de Madero y Monte de Piedad. Las llamaron “La Duquesa”, en honor a Sara Morpurgo, su madre, nacida en Trieste. Cuentan, con cierta picardía, que se le llenaba la boca presumiendo el noble linaje de su familia.
En aquellos tiempos, cuando pocos faroles pendían sobre las avenidas del centro, al anochecer la joyería lucía resplandeciente, con su letrero de luz neón y los aparadores iluminados exhibiendo bellas piezas traídas de Europa y Nueva York. Desde que abrió sus puertas, atrajo a una clientela selecta.
Mauricio, informado y buen conversador, inspiraba confianza en los caballeros y sabía cómo agradar a las damas
Ahí iniciaría su amistad con el abogado y general brigadier, Roque Estrada Reynoso. Dada su afinidad política, sin duda compartieron largas charlas en el restaurante Prendes. Mauricio, un aventurero de corazón, conoció los vericuetos íntimos de la revolución mexicana, de boca de un hombre que la vivió al lado de Madero y con Carranza; la padeció en la prisión de San Juan de Ulúa, en Veracruz, y la disfrutó luchando en la exitosa toma de Guadalajara.
Sería durante sus pláticas sobre la maltrecha economía del país, tras seis años de guerra, y también por el interés que Mauricio supo despertar en el general, sobre los beneficios del comercio entre México y Turquía, que surgiría la idea de establecer el consulado. En consecuencia, su buen amigo, el Secretario de Justicia, debió acompañarlo a plantearle el asunto al general Cándido Aguilar, Secretario de Relaciones Exteriores.
Mauricio era un hombre persuasivo. Basta leer la urgente misiva del general Estrada a su compañero de gabinete. Reitera que le presentó y recomendó a Mauricio Assael “como persona digna para desempeñar el cargo de Cónsul Honorario de México en Smyrna… es uno de los comerciantes extranjeros más honrados de esta ciudad y completamente identificado con nuestra causa y nuestro Gobierno. Me consta desde hace mucho tiempo”.
Le agradece agilizar los trámites, dado que el barco iba a zarpar de Veracruz en tres días. El Secretario de Relaciones Exteriores no perdió un instante. Esa misma tarde del 9 de mayo de 1916, obtuvo el nombramiento firmado por el presidente Carranza; expidió la carta dirigida a las autoridades turcas, y en especial a las de Smyrna, informado sobre el nombramiento presidencial “con el goce de todos los derechos, privilegios e inmunidades que le corresponden.” Asimismo, ruega le presten auxilio y protección para ejercer libremente sus funciones, ofreciéndoles reciprocidad.
La protesta
Es un hecho que durante la ceremonia de su nombramiento, Mauricio levantó el brazo derecho al escuchar la pregunta:
”¿Protestáis cumplir leal y patrióticamente el encargo que el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, encargado del Poder Ejecutivo, os ha conferido…?”
—Sí, protesto — respondería con toda solemnidad y orgullo.
También se le hizo entrega de un documento informándole que el cargo honorario es “sin sueldo alguno, ni ulterior recompensa”.
Por su cuenta correrían los gastos de instalación y operación del consulado, “pero sí con derecho a apropiarse, como remuneración por sus servicios, de los emolumentos que recaude hasta la cantidad de $2,400.00 pesos por año fiscal.”
La cereza en el pastel fue la carta del Secretario a la Compañía Transatlántica Española, solicitando el descuento de 30% en el precio del pasaje, aplicable a los funcionarios con misión gubernamental.
En casa lo esperaba la familia. De manera apresurada descorcharían una botella de champaña para celebrar el afortunado nombramiento de Mauricio.
Esa misma noche tomaría el tren a Veracruz, acompañado por Isidoro, “el charro”, su hermano que lo vería partir. Con un beso en la mejilla se despidió de su esposa Raquel y, abrazando a sus hijos, supo que pasarían años sin verse.
El trayecto entre Veracruz y Barcelona sería una mezcla de alegría y terror, en un océano surcado por submarinos enemigos. Si bien la neutralidad de España durante la guerra le permitió continuar navegando, no faltarían las noches de encuentro con buques de luces apagadas y apariencias fantasmal, listos para bombardear, en tanto no comprobaran la nacionalidad del barco.
Conversando con los escasos pasajeros, Mauricio se percató de que viajaba en compañía de familias aterradas, hombres consternados que huían, espías de todos los bandos y almas impulsadas por la locura.
Armado con su dossier oficial como representante del gobierno mexicano, el flamante diplomático Assael se presentó en el consulado francés de San Sebastián, para visar su pasaporte. Añoraba regresar a París. ¿Acaso distancia y guerra serían un impedimento, cuando el tiempo no lograba apagar el aroma de aquel perfume que lo invadía, con solo cerrar los ojos para mirar aquella mirada?
Injusto y bárbaro
Así describe en su carta al Ministro de México en Madrid, el Lic. Juan Sánchez Azcona, el trato recibido por parte del Cónsul francés. No solo lo obligaba a perder horas parado en la cola durante cada visita, sino que se tomó más de dos semanas hasta que le vino en gana otorgar la visa.
“Naturalmente faltaba a la cortesía de reciprocidad, al tratarme como a todo el público”, escribe Mauricio. Esta autorización fue una gran hipocresía de muy mala fe, —prosigue enfurecido— que los pueblos de naciones cultas no deben de emplear con funcionarios de un gobierno enteramente neutral.
En la aduana de la frontera con Francia, tres veces revisaron su equipaje. “Me hizo pasar al despacho”, —relata— “y apenas enseñé mi pasaporte, uno de los empleados dijo, “le voilà”. Me preguntaron si tenía oro y les contesté que sí. Saqué todo el oro que llevaba conmigo para mis gastos de viaje y para establecer el consulado. Uno de los empleados lo pasó a otra mesa y lo contó… A cambio le entregaron una ínfima cantidad de francos.”
“Para rematar, a uno de los policías que llevaba en su pecho una condecoración le gustó mi pistola marca Colt, y se la puso en el bolsillo porque así lo juzgaría natural… “Concluye su queja alarmado: “Cuál sería mi sorpresa Señor Ministro, que después de que me saquearon el oro me obligaron a regresar a territorio español, prohibiéndome la entrada a Francia. Vuelvo a México con la mar de daños y perjuicios, por tener confianza en el gobierno francés y su cónsul que parecen ignorar que se extendían pasaportes falsos y pérfidos…” El suyo era genuino y legal.
El manto de inmunidad que le extendió la representación oficial mexicana, no le alcanzó al Cónsul para neutralizar su condición de súbdito otomano. Pero sí le fue suficiente para salvarlo del arresto como prisionero de guerra de un país enemigo, con el agravante de presentarse armado en la aduana.
Mauricio Assael crecía ante la adversidad
Apenas había tocado suelo mexicano, se dedicó a mover todas sus influencias para dar trámite inmediato a su naturalización mexicana. Al fin rompería con el grillete que coartaba su libertad para viajar. Días después de terminada la guerra, ya tenía entre sus manos la Patente actualizada de su nombramiento como Cónsul Honorario de México en Esmirna. Ahora sí, nada se interpondría entre él y París.
Zarpó de Veracruz una soleada mañana de febrero de 1919, cuando la pandemia de influenza, la gripe española, ya sumaba millones de muertes en el mundo. Los pasajeros del barco, aún los de primera clase, fueron obligados a portar cubrebocas de gasa y algodón para protegerse del mal.
Cuando desembarcó en Marsella, nada pudo haberlo preparado para encontrarse con la Francia de las colinas sembradas de cráteres y los campos rajados por redes de trincheras laberínticas sin fin. A bordo del tren rumbo a París, se le nublaba la vista mirando la tierra herida y pueblos en ruinas; un paisaje rasgado por alambres de púas, cementerio de armamento inútilizado. Pasó los días conversando con los soldados, muchos de ellos mutilados de guerra, que volvían a casa.
Además de sus hazañas heroicas, le contaron lo que es sobrevivir entre morteros y el gas mostaza. Día y noche escapando de la muerte, tragándose el miedo y soportando la tensión del peligro. “En esta guerra”, exclamaban, “se nos fueron los años avanzando unos metros, para después perderlos y seguir presos en las malditas trincheras, acosados por las ratas y el tifo que mató a más compañeros, que las mismísimas balas”. Apoltronados en el carro comedor del tren, destartalado por las miles de tropas llevadas y traídas del frente, el diplomático mexicano invitó el cognac a los veteranos.
Llegando a la estación en París, Mauricio sintió que el corazón le daba un vuelco.
La ciudad vestía de gala, sin importar el racionamiento de los alimentos, las pérdidas y tantos huérfanos. Habiendo padecido cuatro años de muerte, clamaba por la vida y el amor.
La amnistía trajo consigo festejos, paradas militares en el Arco del Triunfo, y la promesa de que esa catástrofe sería la “guerra que terminaría con todas las guerras.” Él se dejó llevar por la alegría de la liberación. París sería París por siempre, pensaría, y respiró su luz. Había encontrado la felicidad.
Cuando llegó la noche, la espera se esfumó. Quizá sus cuerpos se reconocieron; quizá su piel se abrazaba a las caricias de ella.
Había vuelto a pesar de todo y, quizá algún día… Alice.
28 Rue D´Hauteville, fue su hogar hasta que le resultó imposible seguir posponiendo la partida. Era preciso que ya tomara posesión de su cargo como Cónsul.
Esmirna
Entrando a la bahía de aguas color turquesa, desde el barco, Mauricio Assael fue reconociendo el puerto en donde su familia había florecido durante siglos, tras ser expulsados de España. Recordaría el malecón con su gente gritando en todos los idiomas; los camellos cargados de higos; y a sus amigos de la pandilla que corrían por callejuelas atiborradas de puestecillos con mercaderías de países desconocidos. A lo lejos pudo distinguir la armoniosa mezcla de arquitectura otomana y formas neoclásicas, que hacían de Esmirna una ciudad cosmopolita.
Sin duda Baruj, su hermano, lo recibió en el muelle con un largo abrazo que borró la distancia de tantos años. En casa le presentaría a su mujer y a los niños, todos ávidos de conocer al tío, persona muy importante llegada de un país exótico. Con la algarabía de siempre conversaban en ladino, sentados alrededor de una mesa colmada de exquisitos platillos sefardíes.
Imagino el deleite de Mauricio con el crujir del hojaldre de una bulema rellena de espinaca, que no sólo le llenó la boca, sino también le acarició el alma.
Como era costumbre, los hermanos Assael seguramente se reunieron con los amigos. Durante el trayecto Mauricio observaría que la próspera y elegante Esmirna no existía más. Perdió la cuenta de los comercios cerrados y las calles malolientes hoy habitadas por limosneros, enfermos y niños muertos de hambre. Baruj le explicaría que a diario llegaban cientos de refugiados. Costaba trabajó abrirse paso entre tanta gente.
En un saloncito del restaurante Boloulou Mehmed, los esperaban un grupo de primos y amigos, todos fumando su narguile. Pasaron horas desgranando la situación del imperio derrotado. Su futuro era cada día más sombrío. Por la prensa se habían ido enterando de los tratados suscritos por los Aliados vencedores, ávidos de repartirse el vasto territorio otomano, como si fuera una pavo de Navidad. Las piezas más jugosas para ellos y los retazos para los demás países, los que se sumaron para derrotar a las Potencias Centrales.
Ante tanta incertidumbre, lo único claro era que el sultán Mehmet VI seguía sentado en su trono en Constantinopla. Dado su liderazgo espiritual sobre millones de musulmanes en todo mundo, apostaron a que los Aliados no se atreverían a echarlo. Ello sería tanto como patear el avispero.
Siguiendo el protocolo diplomático y, en cumplimiento de las instrucciones de la cancillería, el Cónsul Honorario solicitó audiencia con el gobernador otomano de Esmirna. La invitación no se hizo esperar. Se presentó en el konak, el palacio, ataviado con el reglamentario frac, guantes gris perla, sombrero de copa y el bastón con empuñadura de marfil.
Si bien era un conocedor del lujo otomano, gracias a las buenas relaciones que su familia de joyeros mantenía con personajes de la comunidad musulmana, la recepción oficial le pareció fastuosa. El gobernador Rahmi Bey lo recibió en el salón de ceremonias; era casi un museo.
En una carta, Mauricio relata:
Llegando a Esmirna, me presenté ante el gobernador con mi carácter de Cónsul Honorario de México, acreditándome mi Patente. Mandé hacer una copia traducida al francés que le supliqué al gobernador la enviara a la Sublime Puerta, para que se me extendiera el Execuatur correspondiente. El gobernador desde luego reconoció mi carácter de Cónsul. La copia de la Patente la remitió a la Sublime Puerta en Constantinopla.
Con la venia de la máxima autoridad de Esmirna, el flamante Cónsul ya podía dar inicio a sus labores.
México merecía un sitio digno para su consulado. Poco le costaría a Mauricio alquilar una mansión amueblada en aquellos tiempos, cuando una moneda de oro era equivalente a una pequeña fortuna. Imagino su gran satisfacción al ver ondeando, frente a su fachada, la gran bandera mexicana que había traído consigo, en uno de sus baúles de viaje.
Esmirna empezó a revivir cuando cesó el bloqueo de los Aliados en la bahía. Era el momento propicio para que la oficina consular diera a conocer las oportunidades de intercambio de productos entre México y Turquía. El Cónsul Assael organizó eventos con empresarios y se fue relacionando con otros diplomáticos, al tiempo que se familiarizaba con los vericuetos de la burocracia.
Tenía confianza en que pronto vería frutos de su labor. No obstante, estaba preocupado. Pasaban las semanas y él seguía sin recibir de Constantinopla, el beneplácito que debía extenderle el imperio. Paciencia, le recomendaba el gobernador de Esmirna, acostumbrado a los trámites engorrosos. Si bien la ruta entre las dos ciudades tomaba sólo dieciocho horas, el Cónsul ignoraba que un abismo de intriga internacional las mantenía aisladas.
La ocupación griega de Esmirna
Como una granizada del infierno cayó el aviso oficial de que el puerto había sido entregado a Grecia. Esa noche de primavera, las colinas de Esmirna fueron iluminadas. Miles de musulmanes habían encendido fogatas, cuyas llamas parecían incendiar un cielo sin estrellas. Durante horas retumbaría el eco de sus tambores, impidiendo conciliar el sueño. Fue una protesta aterradora.
Por la mañana se congregó en el muelle una multitud de jubilosos habitantes, portando banderas blanquiazules. Eran otomanos de las comunidades cristiano ortodoxas, encabezados por su obispo Chrysóstomos, quien bendijo a las tropas durante el desembarco.
A las ocho en punto del 15 de mayo de 1919, dio inicio la ocupación griega de Esmirna.
El primer balazo desató el odio ancestral entre turcos y griegos. Las tropas regulares, acompañadas por una turba de armenios y griegos, tomarían el control de los sitios clave de la ciudad. Conforme avanzaban, la disciplina se esfumó. Reducidos a una horda salvaje, atacaron no sólo a los funcionarios y al ejército que los recibió con una bandera blanca. Con mayor saña arremetieron en contra de la población civil musulmana. Saqueo, incendios, violaciones y asesinatos, a eso se entregaron con pasión.
Temprano, en la mañana, el Cónsul de México repasó la prensa
Horrorizado por las fotos de niños llorando frente a sus hogares destrozados y las imágenes de los cadáveres en las aceras, se enteró de la brutalidad de los hechos. Se estimaba en más de cuatrocientos, a los civiles muertos aquel día. Unos fueron cercenados en pedazos a golpe de cimitarra, a otros los quemaron. Mauricio no estaba solo mientras escudriñaba los periódicos.
De manera discreta, al igual que un puñado de consulados, había abierto sus puertas para dar refugio a conocidos y extraños que huían de los barrios musulmanes asolados. Por la tarde, revolver en mano y, en compañía de sus ayudantes, saldría en busca de alimentos. En la distancia se escuchaba el repiqueteo de las ráfagas de ametralladora. Esquivando los escombros llegaron al mercado; estaba desierto.
Ironía de ironías, de este pogromo se salvaron los judíos. Sus barrios permanecieron intactos.
El konak fue vandalizado a tal grado que, hasta los sillones marroquíes donde Mauricio solía sentarse durante las visitas a palacio, fueron despojados de sus asientos de cuero. Las fotografías daban cuenta de los salones arrasados.
Para su tranquilidad, el gobernador otomano Rahmi Bey huyó a tiempo. Para su desgracia, tal, ausencia significó la pérdida de su interlocutor. El Cónsul Honorario Assael aún no había obtenido el Execuatur, por parte del sultán. Su situación diplomática era totalmente irregular. Decidió esperar. El caos en Esmirna duró hasta fines de junio, cuando el recién nombrado gobernador griego, Sterghiades, impuso el orden.
La toma violenta de Esmirna y de extensos territorios hacia el interior, sería la mecha que encendió el movimiento de resistencia turco comandado por Mustafá Kemal, conocido como Ataturk. Comenzó una nueva guerra entre los Turcos y los Griegos; son dos naciones que desde hace siglos se odian. En esos términos informó el Cónsul a la Secretaría de Relaciones Exteriores, sobre los acontecimientos.
El expediente de Mauricio Assael contiene dos cartas con fecha del 28 de julio de 1919. Ambas revelan la angustia de un funcionario responsable, atrapado en una situación desesperada. Una de ellas, escrita a mano y dirigida a su amigo Don Daniel Garza Pérez, es un diplomático grito de auxilio:
¿Cómo han estado por México? Yo deseo tanto regresar, como usted no tiene una idea, a mi patria que es el Paraíso del mundo, se lo aseguro. Llegué a Esmirna y me encontré con guerra y revolución y materialmente se hizo la vida imposible…La carestía llegó a unos precios fabulosos, los negocios malísimos y no hay seguridades individuales.
Hoy escribí al Departamento Consular pidiendo un permiso ilimitado para que me pueda marchar a Paris o a México mientras se arreglan las cuestiones en Esmirna.Si usted es tan amable de influir en el Jefe del Departamento para que me otorgue este permiso, se lo agradecería infinitamente…
Licencia concedida
Tres meses demoró la respuesta. La guerra se fue extendiendo como un incendio que consume todo a su paso: vidas, alimento y hasta la esperanza. Durante ese tiempo Mauricio finiquitó todo asunto pendiente. Esperaba mirando los buques zarpar, así como de niño fue viendo a sus hermanos mayores embarcarse y él se quedaba ahí, en el muelle. A fines de septiembre recibió un cable con dos palabras liberadoras: licencia concedida.
Baruj, el único hermano que nunca partió, lo fue a despedir. Quizá durante su largo abrazo, ambos presintieron que éste sería el último. Antes de abordar, Mauricio le entregó un saquito de piel lleno de monedas de oro. El dío que los guarde, le susurró en ladino.
Recargado sobre el barandal de la cubierta del barco, el Cónsul Honorario miraría desaparecer la joya del imperio otomano, Fijó la vista, hasta que en el horizonte sólo divisaba mar y cielo. Sentía las lágrimas rodando por sus mejillas. ¿Serían de alivio, desconsuelo, o por la satisfacción de haber cumplido un deseo muy íntimo? Sacó su pañuelo y dio la espalda al pasado.
En Marsella debía esperar al transatlántico que lo conduciría a México. Después de haber viajado por una Francia en ruinas y tras presenciar la salvaje ocupación de Esmirna, la sola idea de pasearse por la avenida Madero lo colmaba de júbilo. Estando ya tan cerca, se le avivó la añoranza. Extrañaba la calidez del paraíso mexicano, su patria, la única.
Aquella noche había dormido mal y se levantó confundido. Sin pensarlo, por la mañana se presentó en la oficina de pasajes marítimos. La devolución le costó una penalidad considerable, que poco le importó. Temiendo llegar tarde, angustiado cruzaba el andén a zancadas, preguntándose una otra vez, qué demonios estaba haciendo. Abordó el tren de las cinco rumbo a París.
¿Por qué? Por amor.
(Continuará)
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