Enlace Judío – Para nosotros el sentido es claro: Israel cruzó el Mar Rojo, y así fue liberado de la persecución de sus enemigos, que se ahogaron ahí mismo. Pero sucede algo: el relato no se escribió en nuestros tiempos, sino hace más de 3 mil años. Y es obvio que la gente de hace 3 mil años no le ponía atención a las mismas cosas que nosotros.
Las antiguas culturas del Medio Oriente creían que la Tierra era un disco que se encontraba en el centro del universo. Estaba rodeado por el cielo, y este era entendido, básicamente, como agua. Se trata de una deducción bastante lógica: si veían azul el mar y azul el cielo, lo más razonable para esa gente antigua era suponer que todo estaba hecho con la misma materia.
Sin embargo, había tres tipos de agua: la superior —es decir, la de los cielos—, la intermedia —el océano que conocemos—, y la inferior —la del Inframundo—.
También eso era lógico: en general, la gente de la antigüedad ya estaba bien enterada que la masa continental terminaba en el occidente en lo que hoy es Portugal en Europa, y Marruecos en África. Y que después de esos límites, se extendía un territorio de agua cuyo fin no se podía ver, y que les resultaba un enigma absoluto. Si acaso alguien se arriesgó a navegar un poco más hacia el norte o hacia el sur, pudo constatar que el océano también se extendía hacia el occidente de toda la tierra conocida.
De allí se dedujo la idea de que toda la masa continental estaba rodeada de agua (algo que, curiosamente, resultó ser correcto). Entonces, la idea era que la Tierra era un disco lleno de agua, con una masa continental en el centro. En el norte y hacia el occidente, Europa; hacia el oriente, Asia; y hacia el sur, África. Por supuesto, faltaba mucho para que esta gente antigua tuviese idea de cómo eran realmente estos continentes, pero esa idea básica, por lo menos, ya estaba clara.
Eso implicaba un problema relacionado con el sol. Como bien sabemos, la humanidad tardó mucho para entender que es la Tierra la que gira alrededor del sol. La sensación de que estamos fijos provocaba la ilusión óptica de que es el sol el que se mueve en el cielo, y por ello la idea más arraigada durante muchos siglos —de hecho, hasta Nicolás Copérnico a inicios del siglo XVI— era que el centro del universo era la Tierra, y el sol era apenas una esfera que giraba a nuestro alrededor.
Pero entonces eso significa que cada tarde el sol se sumergía, literalmente, en el Mar Occidental (el que hoy llamamos Atlántico); y si cada mañana volvía a aparecer por el oriente, significaba que durante la noche el sol recorría lo que había debajo de la Tierra —el inframundo—, y entonces podía aparecer por el otro lado. Obviamente —siguiendo la lógica de aquellos tiempos—, emergiendo de lo que debía ser el Mar Oriental. Cosa curiosa: si hubieran visitado Japón, habrían visto exactamente eso: el sol emergiendo del mar que nosotros llamamos Pacífico.
Ese hundimiento del sol cada tarde explicaba por qué, siendo una bola de fuego, se apagaba y entonces caía la noche. Y esa salida del sol desde el agua del mar oriental explicaba por qué, cada mañana, el sol era débil durante varios minutos, al punto de que se le podía ver de frente.
Era lógico: durante toda la noche, el sol apagado —muerto— había recorrido el Inframundo, un territorio que también estaba rodeado de agua.
Los egipcios fueron la cultura que más devoción tuvo por los dioses solares. Y aquí empieza un detalle que a nosotros puede parecernos extraño: ¿por qué había varios dioses que representaban al sol? ¿No era lo más lógico que sólo fuera uno?
Pues para los egipcios no. Al contrario: el sol débil del amanecer era uno, el sol potente del mediodía era otro, y el sol viejo del atardecer otro más. Pero también estaba el sol oculto, el que se había apagado al sumergirse en el mar, y que era el que recorría el inframundo.
Así fue como cada faceta del sol fue representada por una deidad distinta.
La más compleja representación fue la de Amón-Ra, que en muchos sentidos fue el reciclaje del viejo dios Ra. En el mito egipcio, Ra es el sol fundacional del universo nacido por sí mismo de las aguas (una bella imagen de lo que podríamos llamar “el amanecer —un sol asomándose desde el mar— del universo entero). Ra tomó forma material y reinó en Egipto durante miles de años, pero al final envejeció y tuvo que retirarse. Sin embargo, se recicló en su propio nieto Horus, y de ese modo empezaron a aparecer los dioses que representaban atributos precisos del sol.
Hasta que llegó Amón, una deidad poco definida y que no había tenido una particular importancia hasta el siglo XVI AEC, pero que con el establecimiento del Imperio Nuevo se volvió la más importante representación del sol. Por ello se le asoció con Ra, porque fue visto como el sol absoluto, un concepto muy cercano a lo que hoy llamamos “realidad”.
Su contraparte vino a ser Atón-Ra, una deidad que en otras épocas había sido más importante en cuanto a preferencias en el culto religioso, pero que desde el inicio del Imperio Nuevo había quedado relegada. Amenofis III lo volvió a poner en relieve, y su hijo Amenofis IV trató de imponerlo como único dios que debía ser adorado en Egipto. Por ello, eliminó el nombre de Amón de su propio nombre (Amen-ofis), y se convirtió en Akenatón (Aken-Atón).
Atón era la representación del sol en el firmamento. Es decir, el sol maduro que atraviesa los cielos, lleno de fuerza y poder.
¿Cuál era la contraparte en el sentido de los puntos cardinales? Es decir, Atón era la representación del sol cruzando el cielo. ¿Cuál era la representación del sol cruzando el inframundo?
Sobek, el cocodrilo sagrado y solar.
¿Por qué un cocodrilo? Evidentemente, porque los egipcios ubicaban a ese animal como el más poderoso navegante de las aguas del Nilo. Tómese en cuenta que los cocodrilos de ese río llegan a medir hasta 10 metros de largo, una verdadera monstruosidad. Entonces, el sol que se sumergía cada noche en el mar para recorrer el inframundo, sin duda era semejante a un cocodrilo divino que, llegada la mañana, renacería otra vez como sol para convertirse en Atón conforme avanzara el día y surcara los cielos.
A eso me refería cuando señalé que el concepto de Amón era muy similar al nuestro concepto de realidad: es decir, el dios sol como algo que está presente, de manera sutil, en todo y todos. No nada más en el día, sino también en la noche.
¿Ahora vas entendiendo la importancia del relato del cruce del Mar Rojo?
En realidad, y entendido bajo la lógica de los israelitas de hace tres mil años, este episodio significaba la derrota absoluta de Sobek en su propio territorio: el agua.
Con ello, la derrota del sol era completa.
¿Por qué tuvo Israel que cruzar el Mar Rojo? Porque el faraón por fin los había dejado abandonar Egipto, aunque luego se arrepintió y lanzó su persecución. Pero ¿por qué el faraón por fin había accedido a dejarlos salir? Por la muerte de los primogénitos.
Esta última plaga también tiene un fuerte simbolismo solar. O, más bien, anti-solar: así como el sol joven de la mañana se convierte en el sol todopoderoso del día —representado por Atón—, este a su vez se convierte en el sol viejo del atardecer que luego se convierte en Sobek para recorrer el inframundo.
La idea del sol viejo que, eventualmente, renace como sol joven fue fundamental para la religión egipcia. De hecho, era la base para entender que todas las representaciones del sol —Amón, Atón o Sobek— eran, en esencia, el dios Ra. Dicha creencia se derivaba del mito ya citado de Ra, cuya versión completa nos cuenta que ya siendo muy viejo, tomó la decisión de retirarse del mundo material. Su nieta Isis, hija de los dioses Nut y Geb, y esposa de Osiris, anhelaba conocer el Nombre Sagrado de Ra, que daba el máximo poder posible, y para ello urdió un plan poco amable, pero efectivo: empezó a seguir a su padre por todos lados, que siendo anciano como era, caminaba lento y a veces cojeaba, pero también dejaba escurrir su saliva. Una gota de esta cayó en el suelo, y con ella Isis pudo moldear una serpiente, a la cual luego escondió en un matorral. Al no ser una creación directa de Ra, la serpiente lo atacó cuando este pasó junto al arbusto. Ra el dios del sol, así que no podía morir. Pero el dolor era insoportable. Isis se acercó a él y le pidió que le dijera su Nombre Sagrado, para poder curarlo con su poder. Ra aceptó, pero también se dio cuenta de la ambición de Isis, por lo que le impuso una condición: el único que debía heredar ese nombre sería su futuro hijo Horus. De ese modo, la esencia misma de Ra estaría presente en su bisnieto. O, dicho en otras palabras, sería el mismísimo Ra.
Esta versión del mito nos muestra que los egipcios de las épocas del Imperio Medio y Nuevo ya habían desarrollado todo un concepto teológico alrededor del “renacimiento” del sol, idea que surgía de la ya mencionada situación del sol viejo de la tarde que renace en las mañanas como un sol nuevo, y que se complementaba con la idea del sol viejo del invierno que renace como el sol nuevo de la primavera.
Con este mito fue como los antiguos egipcios explicaron cómo funcionaba ese reciclaje del propio sol: el padre se engendraba a sí mismo en el hijo. Es decir, el sol viejo se convertía otra vez en el sol joven.
Por eso la importancia de la última plaga: la muerte de los primogénitos es mucho más que un duro castigo contra el faraón y los egipcios. Es el juicio del Único D-os Verdadero contra la idolatría egipcia, que consideraba que el faraón era una encarnación del dios sol. Por lo tanto, su primogénito era quien luego habría de convertirse en esta misma encarnación del dios sol y, por lo tanto, el faraón mismo se reciclaba en su hijo heredero.
La muerte del primogénito representa, en el simbolismo entendido por la gente antigua en Egipto —pero también en Israel— que el reciclaje del dios sol había sido quebrado. Por decirlo de algún modo, el dios sol estaba muerto.
Así comienza la derrota del sol egipcio, y culmina con el cruce del Mar Rojo.
¿Por qué? Porque asumir que el sol —el primogénito del faraón— había muerto, significaba que este entonces habría de recorrer el inframundo en su representación del cocodrilo sagrado.
Por eso es que Israel parte en dos las aguas del mar. Destruye los dominios de Sobek. Lo derrota en su propio territorio. Vence al sol tanto en la tierra como en las aguas, y eso es lo que representa la verdadera libertad del pueblo israelita: no hay un sol a quien debamos adorar. Somos libres no sólo como nación, sino también como espíritu.
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