Yom Hashoá y el mundo en el que vivirá mi hija

Enlace Judío – Tengo una hija de 19 años y está estudiando Ciencias Políticas. Se parece mucho a mí. Nos gustan las mismas cosas, tenemos el mismo tipo de reacciones, y movemos las manos igual a la hora de hablar. Ni qué decir del sentido del humor. Nos reímos de lo mismo, y hacemos el mismo tipo de chistes. Y, sin embargo, está destinada a ver el mundo de una forma completamente diferente a la que yo tengo.

A los dos nos gusta el fútbol. Sin embargo, ella no entiende del todo por qué en México los equipos “grandes” son el América, el Guadalajara y el Cruz Azul. Desde que ella nació en 2003, se han disputado 36 torneos cortos, y los tres “grandes” sólo han ganado 7 de ellos (4 el América, 2 el Guadalajara, 1 el Cruz Azul). Así que no creo que ella le encuentre mucha lógica a que se les llame “grandes”. Yo sí. Yo crecí cuando esos equipos ganaban títulos a cada rato.

Mi hija no recuerda haber visto a Brasil como una potencia. Su último título en un mundial fue cuando ella creo que todavía estaba en su reencarnación anterior. El recuerdo más nítido que debe tener sobre la participación de Brasil en un mundial, debe ser ver como Hulk, David Luiz, Neymar y Dante jugaban espantoso, y cómo Alemania los humilló 7-1 en la semifinal. Así que nunca tendrá esos vívidos recuerdos de Ronaldo, Ronaldinho, Kaká y Rivaldo haciendo su famoso Jogo Bonito, y sembrando miedo en las selecciones de todo el mundo.

También nos gustan las hamburguesas. Dichosa ella, que creció pudiendo ir a buscar un carrito o puesto callejero —en México, hay algunos en donde se pueden conseguir hamburguesas verdaderamente deliciosas en estos puestos informales—, o sentarse en un Chazz, un Burger King, un McDonald’s, un Carl’s Jr., un Ruben’s, o un Wendy’s, si lo que quiere es una hamburguesa “de marca”. Cuando yo era adolescente, sólo tenías tres opciones: Burger Boy (que no eran maravillosas), Tom Boy (que eran peores), o convencer a tu mamá de comprar los ingredientes para prepararlas en casa.

Nos gusta el cine, pero ella le tiene menos paciencia que yo a las películas de súper héroes. O, más bien, no es que no les tenga paciencia, sino que no les tiene la devoción que les tengo yo. Pero es lógico: ella creció con una tablet en las manos. Los efectos especiales de los Episodios I, II y III de Star Wars eran cosa vieja cuando ella disfrutó su primera película de cine. Ni para qué mencionar los efectos especiales de la trilogía original, estrenada en cines entre 1977 y 1983 cuando ni su mamá había nacido. Por eso, ella ve la magia del cine contemporáneo como algo natural. Yo, que me volví loco con Furia de Titanes (la de 1981, obvio) y que la primera película de Star Wars me pareció absolutamente revolucionaria, también fui un ávido lector de cómics, resignado a que nunca se harían buenas películas con ese tema. No había modo de lograr los efectos para que el resultado fuese tan espectacular como el que de los cómics. Digo, porque serían unos cuentitos impresos, pero la creatividad de muchos de sus autores —sobre todo, Stan Lee— los hacían deliciosos. ¿Cómo le explico a mi hija —más allá del nivel teórico— todo lo que sentí cuando vi las modernas películas de Spider Man, Avengers, Thor, X-Men, etc.? Nótese: soy un gran fan de Marvel. Mi experiencia en el cine me confirma que esas películas las estamos disfrutando más los que andamos poquito más o poquito menos de 50 años, que nuestros hijos de 15 para abajo. O de 20 para abajo.

Nuestra relación con la televisión también es distinta. Para ella, lo más normal es que la oferta televisiva sea monstruosa. Canales por aquí, canales por allá; de noticias, de deportes, de películas, de documentales, de caricaturas. Te puedes pasar horas apachurrando los botones del control remoto, y no acabas de escoger qué quieres ver. Yo nunca tuve una experiencia semejante. En primera, en mis tiempos tenías que pararte para cambiarle el canal al televisor, porque el control remoto era lo más infrecuente. Y sólo tenía dos canales para ver caricaturas: uno de Televisa, y el otro de la competencia (Imevisión, en aquellos tiempos; una televisora estatal pésima, o lo que le sigue). Pero no había tanto problema: las caricaturas se repetían y se repetían, pero eran muy buenas. Crecí repitiendo las frases de la Warner Brothers que marcaron a mi generación, como “y esta vez sí trajimos el caldillo”, o “¡No, por favor! ¡La fuente no! ¡En nombre de la humanidad no!”

O las de Hanna Barbera: “Pancho, Pancho López… ¿qué hace Pancho López en un billete de cincuenta dólares?”, o “ajuma juma numa apa wapa”. Para mi hija, la oferta de caricaturas fue tan variada, que no recuerda ninguna que se haya convertido en un referente tan importante como las que yo sí tuve.

Esos son los temas simpáticos. Hay otros asuntos más graves que también los hemos vivido de un modo muy distinto. Por ejemplo, ella sabe que en México hubo un partido político hegemónico que no quería soltar el poder, pero nació cuando la “oposición” ya lo había desplazado de la presidencia. La Guerra Fría tampoco es un referente existencial para ella, sino un dato de libro de Historia, tan próximo a su experiencia como la caída de Constantinopla. Ella no sabe lo que es una crisis inflacionaria como la que vivimos en México durante los años 80’s, cuando cada lunes los precios de los productos en Aurrerá aparecían reetiquetados, porque no paraban de subir. Bueno, carambas, ella nunca conoció un Aurrerá. Puro Walmart. Y tampoco sabe qué es un producto etiquetado o reetiquetado. A ella todo se lo han cobrado con código de barras y escáner.

También tenemos nuestras diferencias con Israel. Ella ha tenido la fortuna de crecer en una época en la que el Estado Judío ha estado sobradamente consolidado. Ella no creció sintiendo miedo por Israel ni por sus judíos. Creció viendo un país sólido, fuerte, victorioso. La Segunda Intifada concluyó cuando ella apenas tenía 2 años, mientras que la Primera Intifada comenzó cuando yo ya estaba en la preparatoria.

Pero bueno. Así es la vida. Esto mismo que me pasa ahora que tengo 51 mientras ella tiene 19, algún día le pasará con alguien más. Con el relevo generacional. Con alguien que a ella le dirá “mamá” y a mí me dirá “zeide”. Alguien que le sacará canas verdes y la hará desesperar con sus chismes, su visión del mundo, sus venturas y desventuras en la escuela, o sus gripas y sus azotones en la bicicleta. Todo eso, mientras yo me río desde el sofá.

Hay algo que, en este momento, me impresiona por encima de todo lo que les he contado: ese día, cuando un yo septuagenario esté observando cómo a mi hija le toca sufrir lo suyo como mamá, todo el mundo judío se reunirá para conmemorar un Yom Hashoá en el que ya no estará presente ningún sobreviviente del Holocausto. Todos habrán muerto.

Ella todavía tuvo el privilegio de atestiguar conmemoraciones —como la de este año— en un momento en el que todavía viven alrededor de 200 mil sobrevivientes de nuestra peor tragedia. Pero sus hijos no conocerán a ninguna, más que por foto, video, o algún otro tipo de archivo multimedia donde estará preservada su memoria.

Eso significa que ella tendrá que hacer un esfuerzo especial para comunicar, para transmitir todo lo que esto significa para el pueblo judío.

Yo voy a estar allí con ella, complementando el esfuerzo. Seré yo quien le cuente a mis nietos la historia de la tía Teresa, de cómo ella y su mamá pudieron escapar se Auschwitz gracias a que el médico que tenía que decidir si vivían o morían, las reconoció. Había sido compañero del papá de Teresa en la universidad. Las mandó a sacar de la barraca, las escondió en tambos de ropa sucia, y las sacó del campo de concentración en una camioneta. Las abandonó en medio del bosque, explicándoles hacia dónde tenían que caminar para que en cosa de 4 o 5 días, llegaran a territorio controlado por los rusos. Les dio una mochila donde había pan y agua, y les dijo que no caminaran de día; sólo de noche. Así se salvaron de la muerte, y así empezaron un periplo que duró años, que las llevó a Siberia, luego a lo que hoy es Pakistán, y finalmente a México, donde pudieron establecerse en la provincia de Guadalajara, y empezar allí otra vez su vida, esta vez criando vacas lecheras.

También me tocará contarles la historia de Richard y Max Gattel, los dueños de la mejor fábrica de sombreros de Berlín, y cómo toda esa familia —salvo las dos hijas de Richard— fueron borrados por la barbarie nazi. Supongo que los pondré a leer el librito de Annie Wolff-Gattel, una de ellas, donde contó su historia desde su infancia en Berlín, hasta su llegada a Israel como parte de una organización sionista.

La historia de mis propios abuelos, y todas las peripecias que tuvieron que sortear en el marco de la Guerra Cristera, un conflicto en el que núcleos extremistas del catolicismo se levantaron en armas contra el gobierno, pero que también tomaron medidas que en afectaron a muchas familias judías. Mis abuelos fueron parte de una comunidad que construyó lo que debió ser la primera sinagoga en México; sin embargo, la Iglesia Católica —en el marco de ese conflicto— se las despojó.

Los judíos estamos hechos de historias. Somos una Hagadá (relato) viviente. Mis padres, mis abuelos y mis tíos se tomaron el tiempo para contarme las que ellos cargaban. Mi hija y yo ya tendremos que hacer lo mismo con las siguientes generaciones.

Porque no hay mayor pecado que el olvido.

Esos seis millones de judíos asesinados en la Shoá, y esos miles y miles de judíos que sobrevivieron y a quienes yo todavía tuve el privilegio de conocer —algunos, en persona—, seguirán vivos, y sus memorias intactas, mientras los que seguimos presentes en este mundo honremos su memoria.

Ellos viven en nosotros, y algo de nosotros murió con las víctimas de la barbarie nazi.

Pero el puro hecho de estar aquí presente, escribiendo estas líneas y preservando esta memoria, es lo que me hace saber que nosotros, el pueblo judío, vencimos a nuestros enemigos.

Y los volveremos a vencer todas las veces que sea necesario.

¡Nunca jamás! ¡Masada no volverá a caer! ¡Am Israel Jai!

Serán los himnos triunfales con los que yo me volveré anciano, mi hija se volverá adulta, y mis nietos crecerán en este mundo.

Un mundo que, para entonces, espero que sea mucho mejor de lo que hoy veo en las noticias.

 


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Irving Gatell: Nace en 1970 en la Ciudad de México y realiza estudios profesionales en Música y Teología. Como músico se ha desempeñado principalmente como profesor, conferencista y arreglista. Su labor docente la ha desarrollado para el Instituto Nacional de Bellas Artes (profesor de Contrapunto e Historia de la Música), y como conferencista se ha presentado en el Palacio de Bellas Artes (salas Manuel M. Ponce y Adamo Boari), Sala Silvestre Revueltas (Conjunto Cultural Ollin Yolliztli), Sala Nezahualcóyotl (UNAM), Centro Nacional de las Artes (Sala Blas Galindo), así como para diversas instituciones privadas en espacios como el Salón Constelaciones del Hotel Nikko, o la Hacienda de los Morales. Sus arreglos sinfónicos y sinfónico-corales se han interpretado en el Palacio de Bellas Artes (Sala Principal), Sala Nezahualcóyotl, Sala Ollin Yolliztli, Sala Blas Galindo (Centro Nacional de las Artes), Aula Magna (idem). Actualmente imparte charlas didácticas para la Orquesta Sinfónica Nacional antes de los conciertos dominicales en el Palacio de Bellas Artes, y es pianista titular de la Comunidad Bet El de México, sinagoga perteneciente al Movimiento Masortí (Conservador). Ha dictado charlas, talleres y seminarios sobre Historia de la Religión en el Instituto Cultural México Israel y la Sinagoga Histórica Justo Sierra. Desde 2012 colabora con la Agencia de Noticias Enlace Judío México, y se ha posicionado como uno de los articulistas de mayor alcance, especialmente por su tratamiento de temas de alto interés relacionados con la Biblia y la Historia del pueblo judío. Actualmente está preparando su incursión en el mundo de la literatura, que será con una colección de cuentos.