Enlace Judío – En un encuentro intercomunitario, los judíos mexicanos celebraron los 74 años de existencia del moderno Estado de Israel. Esta vez emplearon para ello todos sus sentidos.
Acallar el celular, cerrar los ojos, sentir con aquellos sentidos que normalmente deben ceder el paso a los estímulos visuales, incesantes en este mundo obsesionado con la imagen. De eso se trataba “Israel en tus sentidos”, la pieza central de la celebración del 74 Yom Haatzmaut que tendría lugar anoche, en el Centro Deportivo Israelita, en la capital de México.
Ya se olía cierta anticipación cuando, poco antes de la cita, marcada a las 8:00 de la noche, una creciente multitud se iba acumulando en filas irregulares afuera del Salón Mural. En el interior se afinaban los últimos detalles.
Un par de niños correteaban en el jardín para matar el tiempo. Uno de ellos miró unos instantes la estatua de Enrique Shor, la de ese otro niño con los brazos alzados en señal de rendición, invisible el verdugo, alzado al cielo, a sus espaldas, el fuego fúnebre en el que comulgan las almas de los aniquilados por la barbarie nazi.
En pocos minutos, esos niños y sus padres se unirían a los seiscientos asistentes que celebrarían el nacimiento del Estado de Israel, un reducto de esperanza para un pueblo que no se ha cansado de sobrevivirlo todo, y que hoy representa la esperanza de que aquel horror jamás se repetirá.
No duró mucho la espera. La tercera llamada invocó al silencio y la figura de la moderadora ocupó una esquina del escenario. Una bienvenida, un saludo al embajador de Israel en México, el señor Zvi Tal y una secuencia de videos en la que líderes comunitarios y el propio embajador dedicaron breves mensajes de felicitación y optimismo. Era un día para festejar.
Pero, antes, una transición. En el estrado, jóvenes de diversas Tnuot, cuatro soldados de las Fuerzas de Defensa de Israel (tres mujeres y un hombre), la moderadora y el jazán Moshe Mendelsson, quien entonaría El Male Rajamim.
Porque para dar paso a la celebración del Yom Haatzmaut, había primero que despedir a los caídos en combate y a las víctimas del terrorismo antisemita. Todos de pie. El Himno Nacional de México, entonado con ternura por esos descendientes de acogidos que, una y otra vez, reclaman su identidad mexicana mientras recuerdan remotos orígenes.
Siguió el Hatikva y, dato importante, sonó más fuerte. La multitud saludaba a Israel en su día. Las soldados cerraban los ojos con emoción mientras alzaban las frentes hacia un cielo invisible. En una pantalla ondeaba la bandera azul y blanco, la estrella en el centro como símbolo inamovible de la identidad hebrea.
La fiesta de los sentidos
Una vez transitados los momentos más emotivos, todo fue alegría. La de las sonrisas perennes en los rostros de los bailarines de Anajnu Veatem, la del embajador asintiendo con aprobación al terminar el acto, la del público que recibía con emoción cada nueva aparición.
De pronto, una irrupción. Un hombre viejo se levanta entusiasmado y, bastón en mano, toma la palabra. Puede que se trate de un actor pero, ¡a quién le importa! El público se sabe inmerso en un juego que lo transportará a lugares asombrosos.
El hombre da instrucciones precisas antes de pedir a los asistentes que tomen el antifaz dispuesto sobre sus asientos, se lo coloquen en los ojos y, con él, cancelen la luz para que otros estímulos puedan llevarlos a realizar un recorrido por el territorio homenajeado, sí, pero también hacia sus corazones.
Cuando ya todos se han colocado el antifaz, cerrado los ojos y recogido las piernas, obedientes de las palabras del supuesto anciano, una cascada de estímulos sensoriales comienza a recorrer el recinto.
La voz del hombre recobra, como por arte de magia, la juventud de un chico en sus veinte, quien jovial y encendido va guiando a los presentes a través de una ceguera que es todo menos eso.
Los sonidos de las ciudades van dando paso a los del campo, a los idílicos paisajes boscosos, a la música de los ríos. En cada transición suenan unas campanas ligeras, casi celestiales, que anuncian el arribo de algún olor. Lavanda, albahaca, perfumes naturales, voces que solo se escuchan cuando se inhala profundamente, aunque para ello haya que hacer a un lado el cubrebocas.
Los asistentes juegan el juego propuesto. Fingen que no saben que una tropa de más de cincuenta personas pasa cada tanto entre las filas de asientos y activa los atomizadores, coloca objetos en sus manos abiertas y hace pasar telas sobre ellos para que las texturas, los olores y los sonidos los lleven a la Tierra Prometida, aunque sea por unos instantes eternos.
Cuando el juego termine y los asistentes se despojen de los antifaces, una explosión de color en movimiento arrancará sonrisas y aplausos. Las Rikudim están ahora en manos de los jóvenes del CDI, esa “casa de todos” que hoy, anoche, más que nunca, ha logrado que cada uno se sienta como una parte de un todo que late, que ondea, que vive y que festeja 74 años de esperanza.
También ha llegado el momento de brillar para las tres jóvenes soldados, cuyas voces entonarán canciones que muchos, entre la multitud, reconocerán. Cantos a Israel. Cantos de amor a una patria que esta noche, para ellas, está lejos, pero cuya luz las habrá de alcanzar hasta este otro país, el que le abrió las puertas a un pueblo eternamente exiliado para que encontrara la paz.
Los jóvenes descendientes de aquellos acogidos saltarán con emoción al escenario cuando, invitados a participar, bailarines, soldados y miembros de las Tnuot se unan en un mismo baile. Ellos saben que defender a Israel supone, a veces, ofrendar la propia vida, pero también que a esa patria se la vive con el cuerpo entero, con todos los sentidos y con la certeza de haber llegado, al fin, a casa.
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