Enlace Judío México e Israel- De entre las maneras que tiene el ser humano de intentar aproximarse, rudimentariamente, a la idea de HaShem, el simbolismo es uno de los caminos más transitados. Y aparentemente inagotable. Hasta como si existiera una matemática de HaShem.
ABNER ANDRÉS MONTERO
La capacidad simbólica del ser humano, que, tal vez por influencia del betsalmenu kidmutenu, es la que más nítidamente nos distingue del resto de las especies animales, nos ha posibilitado intentar concretizar conceptos de HaShem que sean representables en nuestra mente. Por mucho que el ser humano esté llamado a la transcendencia, la vida corpórea y las servidumbres de la razón y de las emociones le conducen, una y otra vez, a buscar la tangibilidad, la comprensión de aquello que pueda, aunque sea modelizarse a escala, en un plano tridimensional del espacio en el tiempo.
El propio término HaShem ya es una construcción simbólica en sí misma. El nombre de entre todos los nombres, ese nombre que no se pronuncia porque no debe escucharse con los sentidos, porque no tiene sonido. Es una de las decenas de maneras en las que intentamos sensorializar lo divino otorgándole, metafóricamente, atributos que nuestras limitaciones puedan aprehender. La tradición especulativa del judaísmo que aglutina el conjunto de lo que se conoce como Qabbalah ha propuesto varias de esas combinaciones terminológicas de palabras para referirse a HaShem. Hay otras muchas, casi todas basadas bien en la Torah bien en conceptos que recogen cualidades que conferimos a la divinidad. Entre muchos ejemplos: Adonai, mi Señor; El-Olam, eterno; o El-Shadai, todopoderoso.
Otra de los abordajes más habituales es establecer una correspondencia entre HaShem y el infinito, Eyn Sof. No sólo es una noción también presente en el tratado cabalístico del Zohar, sino que es una conceptualización popularizada: HaShem, pensamos, es infinito.
HaShem no tiene coordenadas espaciotemporales
Sin embargo, por muy intuitiva y cómoda que nos parezca la identificación de HaShem con el infinito, epistemológicamente es incorrecta; tan válida, paradójicamente, como relacionar a HaShem con lo contrario, con lo finito.
HaShem no es infinito porque la finitud es una propiedad del espaciotiempo. No es que HaShem sea ajeno al espaciotiempo, sino que, por decirlo también simbólicamente, podría ser un contenedor de cualquiera de los espaciotiempos posibles que, matemáticamente son, a su vez, infinitos. Un contenedor, pero no uno de los continentes, pues HaShem trasciende cualquier coordenada espaciotemporal. Y el infinito o los infinitos, aunque inaprensibles, se pueden contar. No acabaremos nunca de contarlos, porque son incesantes, y siempre están ubicados en planos espaciotemporales. No encontraremos a HaShem en ningún espaciotiempo, salvo a través de sus misteriosas presencias, de su Shejinah.
Es verdad que podemos pensar el infinito respecto de HaShem como el número inacabable de formas que tiene de manifestarse. O la ausencia de límites en su alcance y potestades, o respecto de su inabarcabilidad. Así sería si el constructo del infinito lo aplicáramos a las cualidades de HaShem y no a su naturaleza. Ésta, por el contrario, no tiene espacio ni tiempo, no puede ser infinita.
La trascendencia nos desborda
HaShem no es equiparable al infinito, ni en realidad a nada que se rija por parámetros espaciotemporales. No obstante, es sugerente utilizar el concepto de la infinitud para componer alegorías sobre la divinidad. En este caso, la simbología nos sirve como ejercicio de extrapolar a escala de la mente humana aquello que, de otra manera, no cesa de desbordarnos.
Además de la comparación, siempre metafórica, de HaShem y el infinito como aquello que se nos sugiere inabarcable, el infinito como concepto matemático tiene algunas propiedades, y se manifiesta con algunas formulaciones, que nos producen esa misma impotencia que nos recuerda que algo se nos escapa siempre de la mente por mucho que avancemos en nuestro conocimiento del mundo. Que, incluso en el universo material y en los modelos abstractos (matemáticos) que hagamos de ese mundo, es como si HaShem lo hubiera barnizado con ciertas condiciones que son intratables, que no levantan el velo del misterio.
El infinito está preñado de infinitos
No es sólo que sea interminable y no tenga confines, sino que una propiedad del infinito es que, por muy pequeño que sea en su aparente rango de alcance, un infinito que nos parezca menor es tan infinito como uno que se nos antoje mayor. Por ejemplo, el conjunto de los números naturales, los que sirven para contar, es infinito, nunca se acaba. Nos inclinamos a pensar que eso es muy grande. Sin embargo, el conjunto de los números decimales en un intervalo entre dos cifras que se nos antojen muy pequeño, por ejemplo, entre 1.1 y 1.2, seguirá siendo infinito. Por su propia naturaleza infinita y el estado actual de las matemáticas, no tenemos claro todavía si uno de los dos infinitos de los ejemplos es mayor que el otro. También, una cualidad apabullante es que, aunque dividamos, multipliquemos, restemos o sumemos infinitos, el resultado siempre será infinito.
Ni siguiera sabemos en qué infinito está el infinito
Lo más destacado, con todo, de la idea del infinito como una metáfora que asociamos, casi intuitivamente, a HaShem es que, en realidad, el infinito ni siquiera es un concepto que se pueda fijar matemáticamente, sino un valor que realmente no puede calcularse, y al que sólo nos podemos aproximar tentativamente, pero nunca llegar. Nunca llegamos al infinito.
El mecanismo de cálculo que se utiliza para aproximarse al infinito es el “límite”, entendido como aquel punto en donde se acumulan los resultados de unas operaciones que tienden al infinito. Si consideramos que esa acumulación de resultados en torno a punto, por ejemplo, en los alrededores de un número natural, representa el comportamiento de un fenómeno que no obstante sabemos que podría ser infinito (la magnitud del universo, pongamos por caso), concluimos y aceptamos que ese punto de acumulación, ese límite al que tienden a quedarse “pegados” los resultados, es la concreción más tangible y aproximada, más cercana, de ese fenómeno infinito.
Con el límite, que ya se puede manejar, se realizan cálculos que el infinito, por su desbordamiento, no permite. A cambio, asumimos que en la concretización nos estamos dejando algo fuera, pero la aproximación del límite es lo suficientemente buena como para que, a nuestra escala material, los cálculos se sostengan.
Incapaces de calcular en el infinito
Dicho de otra manera: sabemos que el infinito existe, pero no somos capaces de calcularlo de modo específico. No tenemos un método para dimensionarlo que no sea aproximarnos a su cercanía. Ni siquiera atisbamos cuán lejos nos queda. Esas aproximaciones, como el cómputo del límite, de la posición, hacia la que tienden a reunirse los números cuando el comportamiento de un fenómeno parece querer escaparse hacia el infinito, son como intentar poner un vallado en el límite más lejano del universo conocido haciéndolo pasar por la frontera exterior de ese universo, pero asumiendo que hay mucho universo, infinito, más allá, que desconocemos. Es verdad que es una metáfora seductora para hablar un rato sobre HaShem.
Hacemos conjeturas para traer acá lo que está más allá
Sin embargo, incluso en matemáticas, esa conjetura sobre los límites tiene algo de impostura, de trampa. En el caso del infinito, hacemos como que no nos queda tan allá porque miramos intencionadamente más acá. Pongamos como ejemplo la formulación que se representa en la imagen de cabecera de este texto, que significa “cero elevado al número i”.
“i” es un número imaginario que incorpora algo que a muchas generaciones de estudiantes preuniversitarios les han dicho que era imposible: el resultado de la raíz cuadrada de un número negativo, en este caso “menos uno”. “i” es el resultado de la raíz cuadra de “menos uno”. ¿Y cuál es ese resultado? Pues, como parecía imposible resolverlo, el matemático italiano Bombelli (siglo XVI, era común) tuvo la genialidad de inventarse (o descubrir) un nuevo cuerpo de números, los números complejos, para decirnos que ese resultado imposible con los “números normales” era posible si sencillamente decidíamos que lo era, llamábamos “i” a esa imposibilidad, y la dotábamos de toda una serie de procedimientos de cálculo. En realidad, el bautizo de “i” sería posteriormente de Euler con trabajos previos de Descartes, pero esa es otra historia. Hasta ahí, la cosa parecía fácil.
Nos vamos a entrar el detalles, pero el caso es que “i” es muy útil en cálculo, pero a veces nos lleva a simplificaciones y atolladeros de los que no sabemos salir. Cuando elevamos efes (cero) a “i” (o, lo que es igual, lo elevamos a “menos uno” a su vez elevado a un medio) nos encontramos con que el resultado es indefinido. Es decir, no hay todavía matemáticas suficientes para obtener un resultado preciso, exacto.
Hasta los números pueden ser imaginarios
Efes elevado a “i” es igual al coseno del logaritmo natural de efes más el producto entre el número imaginario “i” y el seno del logaritmo natural de efes. Euler nos los dice. Más allá de que estemos familiarizados con cualquiera de estos conceptos. Lo relevante del asunto, a nuestros efectos, es que el logaritmo natural de efes no puede obtenerse. Las matemáticas del cálculo se rompen antes de llegar a un resultado. Cualquier número que tienda a aproximarse al cero, efes, no tiene valor real cuando se utiliza la herramienta de cálculo llamada logaritmo natural.
Sin embargo, aunque el valor de cualquier número en las cercanías (en el límite) del cero no pueda obtenerse siquiera con las matemáticas del siglo XXI, se ha llegado al acuerdo de que ese resultado imposible podría ser equivalente a “menos infinito”, es decir, un infinito pero con signo negativo. De nuevo el infinito. Así que, se supone, el efes elevado a “i” que teníamos es igual al coseno del logaritmo de “menos infinito” sumado al producto del número imaginario “i” por el seno de “menos infinito”.
Aunque ese “menos infinito” sea todavía más imaginario que el número “i”, nos sirve que para continuar haciendo operaciones del cálculo. Pero no por mucho tiempo. En seguida, nos percatamos de que, incluso habiendo conjeturado alegremente que el logaritmo de cualquier número cuando tiende a efes es “menos infinito”, ni el coseno ni el seno de “menos infinito” producen un resultado fijo, estable, sino oscilante. No hay un valor exacto que encontrar. No se puede resolver. Por tanto, la imagen que ilustra la cabecera de este texto representa una formulación matemática, relativamente sencilla de enunciar, que no tiene ninguna conclusión, más que su propia indefinición para nuestras herramientas matemáticas, para nuestra mente.
La metáfora como consuelo
¿Qué tiene todo esto que ver con HaShem? Pues que la metáfora matemática sobre números imaginarios, los infinitos irresolubles y el efes, recuerdan demasiado a los vericuetos intelectuales por los que se adentra el ser humano para rondar las proximidades de HaShem. Nos inventamos atajos, nos topamos con el infinito y, después de muchas vueltas, no tenemos otro remedio que concluir que no hemos encontrado la solución. Tal vez porque HaShem no sea un destino que resolver ni una incógnita que despejar. Es un misterio que te sale al encuentro sin entregar la respuesta hasta llegar al infinito.
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