Enlace Judío – Los cripto-judíos dejaron su huella en muchos lugares y el estado de Oaxaca fue uno de ellos. También Puebla y Morelos, así que no es extraño encontrar rastros aparentes de lo que pudieron ser comunidades judías de la era colonial escondidas en esa zona.
Teposcolula es una población de la mixteca alta, que puede visitarse si uno va de pasea desde la Ciudad de México hacia Oaxaca. Es un pueblo pequeño. Cuando uno va llegando por la carretera, se aprecia apenas un par de filas de casas del lado izquierdo. Del lado derecho está la entrada al viejo convento colonial, y por el otro lado se sale al pequeño zócalo de la localidad. Sus habitantes son apenas unos pocos miles.
Sin embargo, tiene un atractivo turístico formidable: justo el convento, que cuenta con un pequeño museo.
Conocía el lugar en 1997, cuando acompañé una práctica académica de campo con un grupo de alumnos y profesores de una escuela del Instituto Nacional de Bellas Artes, para la que di clases durante 14 años. El objetivo era conocer el convento, visitar el museo, hacer algunas exposiciones al aire libre en el enorme atrio, y conocer las ruinas de la capilla abierta.
Las capillas abiertas fueron todo un fenómeno arquitectónico en la Nueva España. Los indígenas recién conquistados no estaban acostumbrados a realizar ceremonias religiosas en el interior de sus templos, así que entrar a las quietas pero oscuras iglesias católicas de tipo barroco les causaba incomodidad. Además, eran poblaciones enteras, miles de personas. Construir templos para tanta gente habría sido imposible, y celebrar una misa tras otra para hacerlos pasar a todos, también.
Los arquitectos religiosos de la Colonia lo resolvieron con las capillas abiertas: a cada templo le dotaron de un amplísimo atrio, en cuyo extremo adyacente a la construcción del templo o del convento construyeron una suerte de presbiterio (la parte ligeramente elevada hasta el frente de la iglesia desde donde el presbítero ministra), cubierto por una bóveda, pero sin paredes. Es decir, abierto, para que desde allí se pudiese oficiar la misa para los indígenas, que presenciaban el ritual estando de pie en el enorme atrio.
Son obras arquitectónicas impresionantes, especialmente en materia de acústica. El logro es tan perfecto, que una misa recitada a un volumen normal se puede escuchar claramente y sin problemas a 100 o 150 metros de distancia (yo lo corroboré personalmente en otras poblaciones en las que mis alumnos se presentaron como coro; sin hacer ningún esfuerzo especial con el volumen, lo que cantaban era apreciado sin problemas por el resto de los alumnos, que se colocaban en el otro extremo del atrio).
La bóveda de la capilla abierta de Tepzcolula estuvo derrumbada durante siglos. Lo clásico con ese tipo de construcciones tan bien diseñadas: una vez que la erosión, el desgaste o el vandalismo logran tirar una parte, todo se empieza a caer, porque toda la obra se sostiene a sí misma (técnicas muy avanzadas heredadas de la arquitectura gótica).
Así que nuestro plan era llevar a los alumnos a caminar entre ruinas, pero nos topamos con una sorpresa: tan sólo entrar al atrio, pudimos ver una gran cantidad de andamios invadiendo todo el espacio de la capilla abierta.
Resulta que un importante banco nacional había aceptado financiar la reconstrucción de la bóveda, básicamente porque se les presentó un proyecto soberbio. Los arquitectos a cargo no sólo eran especialistas en arquitectura colonial, sino que además harían todo el proceso exactamente igual que cuando se construyó esa iglesia: cortarían los bloques de piedra en la misma cantera (nada lejana), los llevarían hasta el atrio, allí serían debidamente tallados y preparados, y luego todo se ensamblaría a mano con las mismas técnicas que se usaron hace 300 o 400 años.
Y justo allí nos encontramos a uno de los arquitectos —cuyo nombre, lamentablemente, no recuerdo después de 25 años—, que puso una cara radiante cuando nos vio aparecer (era evidente, por los uniformes, que éramos un grupo escolar). Se notó de inmediato que el grupo nunca tenía visitas, así que les hicimos la tarde. No sólo nos contaron la historia del lugar con lujo de detalle, sino que nos guiaron para pasear entre los andamios, trepando de un lugar a otro para ver cómo se hacía todo el trabajo.
Eso fue un plus para profesores y maestros. De esas experiencias sorpresivas que te regala la vida, y que te hacen sentir doblemente afortunado.
De madera en madera, escalón tras escalón, por fin llegamos a un cuarto improvisado en la parte superior de la capilla abierta, justo frente a donde la bóveda empezaba a reconstruirse. Era el cuartel de guerra de los arquitectos. Allí, los alumnos fueron pasando en pequeños grupos para conocer los planos de construcción, copia íntegra de los originales.
Junto con el último grupo de alumnos pasamos el profesor que estaba a cargo de toda la práctica —judío, por cierto— y yo. Y cuando el arquitecto extendió en su mesa de trabajo el plano de la construcción, los dos hicimos la misma cara de asombro: lo primero que se podía apreciar en el diseño de la bóveda era una inmensa y desenfadada Maguén David.
Toda la bóveda estaba diseñada conforme a uno de los símbolos más apreciados del judaísmo.
Todavía recuerdo que de inmediato se me salió de la boca un “cripto-judíos…”, y mi colega sólo hizo una mueca para asentir en silencio (sólo porque no queríamos interrumpir al arquitecto que estaba feliz repitiendo por enésima vez la explicación).
El resto del día fue dedicarnos a ver cada detalle del atrio, de la iglesia y del convento. En ese lapso, el otro profesor y yo comentamos largo y tendido qué tan práctico era ese lugar para ocultar familias judías en una época como la colonial.
No nos pareció una idea descabellada: zona con cierta actividad comercial, población pequeña, lejos de las sedes episcopales y, por lo tanto, de los tribunales inquisitoriales de la época, Teposcolula bien pudo ser un lugar propio para que cripto-judíos buscaran refugio. Con un detalle en particular: muchos de ellos debieron ser clérigos o monjes. Sin descartar que hubiera familias judeo-conversas “normales”, el detalle es que las cosas funcionaban generalmente de este modo: los cripto-judíos se identificaban por medio de guiños. Tenían que ser detalles discretos que no llamaran mucho la atención, pero fácilmente discernibles para otros judíos.
Uno muy frecuente eran los nombres. Si te topabas con alguien cuyo nombre no estuviera tomado del santoral católico-romano, sino de la Biblia —por ejemplo, alguien llamado Ezequiel o Daniel—, de inmediato podías sospechar que tal vez fuera un judío. Entonces te dedicabas a observarlo más, para ver si te daba otros indicios. El apellido podía funcionar, pero eran más eficaces ciertas prácticas inocuas en apariencia, pero que sólo acostumbraban judíos. Como barrer la casa en una sola dirección, o que los varones de la familia usaran el cabello largo.
La Maguen David de la capilla abierta en Teposcolula debió ser —en su caso— un guiño para clérigos judíos (que los había a montones). En primera, porque eran los únicos que seguramente se colocarían debajo de esa bóveda, ya que ese era el lugar desde donde se ministraban las misas para los indígenas. Y, en segundo lugar, porque una vez concluido el trabajo, la Maguen David no sería tan fácilmente visible. Sólo alguien bien instruido en temas de arquitectura religiosa podría verla de inmediato.
La reconstrucción de la bóveda de la capilla abierta de Teposcolula quedó concluida a inicios del siglo XXI, y es una obra maestra. Tanto el concepto original como el trabajo de restauración. Desde entonces, y al igual que hace cuatro siglos, allí sigue solitaria, solemne, discreta, mostrando una enorme y formidable Maguen David para todo aquel que sepa verla.
Tal vez hace —no sé— tres siglos y medio, otro par de judíos, forzados a fingirse católicos y a militar en alguna orden monacal, llegaron a Teposcolula igual que mi colega y yo, se hospedaron en el convento, salieron en la noche a tomar el aire fresco, voltearon hacia arriba, y descubrieron que la bóveda les estaba dando la bienvenida. Tal vez reaccionaron exactamente igual que otro par de judíos, 350 años después, uno diciendo en voz muy baja “judíos”, y el otro asintiendo con una discreta mueca. Tal vez entonces supieron que podían rezar allí, y que sólo era cuestión de hacer los guiños de costumbre para encontrar entre las familias españolas de la zona, a aquellos que también habían sido forzados a ocultar su fe.
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