Enlace Judío México e Israel – Una de las preguntas con la que más trillamos a los niños desde pequeños es el parcialmente erróneo “¿qué quieres ser de grande?”. Y digo erróneo no porque no sea relevante, justamente Mark Twain decía que son dos los momentos más importantes en la vida de todas las personas: el día que nacemos y cuando descubrimos para qué nacimos.
Pero es que esa pregunta tan profunda e incisiva es también tan absurda como desesperante, especialmente por la carga de expectativas tan desproporcionadas, y por la suposición implícita, en que ingenuamente juzgamos que cualquier elección, la que sea, sería sentencia, inapelable, indiscutible y permanente.
Pero además, porque en la sintaxis misma de la cuestión confundimos la profesión con la aspiración, cuando en realidad una es sólo el medio (qué) y la otra es realmente el fin (para qué). Ambas importantes, pero mientras la primera es completamente sustituible y renovable, la segunda es verdaderamente esencial e inamovible. Pero decirle a un niño “¿para qué existes?”, sería un tanto nihilista, y “¿cómo éste mundo será distinto gracias a ti?”, abrumante y obtusamente abstracto, así que debiéramos quizás enfocarnos en abordar esta cuestión preguntando: “¿qué quieres hacer de grande?”.
Lo que sí es que en la respuesta se entrevén los inevitables estereotipos que acompañan la idealización de ser el presidente de la nación, una bailarina, doctora, futbolista, policía, maestra, bombero o actor; porque embebido en las vocaciones deseadas va el cómo este niño o niña pretende trascender cambiando al mundo. Algunos optamos por ostentar que queríamos ser científicos sin saber que implicaba mucho más que realizar experimentos y descubrimientos en laboratorios llenos de sustancias peligrosas; eso solamente era la simplificación de una caricatura grabada en el imaginario colectivo del “ser científico”.
Pero lo que realmente significaba mi elección, de forma implícita, sin decirlo ni saberlo, es que a través de la ciencia quería aportar algo a la humanidad: ese era verdaderamente mi “para qué”. Ser científica era mi medio.
Recuerdo que a mis diez años, cuando ingenuamente lo decidí, quería inventar la forma de evitar la muerte, diseñar una pastilla capaz de acortar las horas necesarias de sueño y así aprovechar más los días que nunca me alcanzaban, entender cuáles son los metales raros esenciales para el adecuado funcionamiento del cuerpo, encontrar la urgente y milagrosa cura del cáncer, y poder llegar a trabajar en los laboratorios tan exclusivos del CDC erradicando virus potencialmente mortales para la humanidad. Esa era mi idea particular de ciencia. Mi misión. Hoy reconozco que en esas aspiraciones infantiles estaba escondido el genuino deseo de alterar lo que me parecía inaceptable del mundo que me había recibido. Y ahí estaba patente mi inamovible vocación.
No es entonces “¿qué quieres ser de grande?”, sino “¿qué editarías de lo que existe en la realidad actual para que ésta sea superior?”, “¿cuál es tu fin, el quehacer?” (Y no está de más aclarar que como la respuesta es a discreción, y cada quien tiene su definición de “bien” es fundamental acompañar cualquier medio de una dosis de ética, de alguna guía moral). El fin es justificado pero el camino debe ser el adecuado.
Y no es que yo sea tan altruista; no. En mi terca aspiración por ser científica coexistía también un gran egoísmo: quería satisfacer mi profundo amor al aprendizaje continuo, mi indomable y perpetua curiosidad, mi pasión por cuestionar hasta el cansancio y mi adicción a enfrentar retos aún no explorados. El gran matemático francés Henri Poincaré lo dijo de otra forma en 1908, “el científico no estudia la naturaleza porque es útil, la estudia porque le da placer hacerlo, y le da placer porque es bella”.
Y sí, la ciencia es bella: es una hermosa interpretación humana de lo que nos rodea.
Lo que sí es que hoy me queda claro que en el fondo, es muy diferente ser científico que hacer científico. ¿Acaso un artista debe graduarse de la Escuela de Artes Plásticas para saber ejercer su creatividad? Hay muchos que sin ser científicos egresados de la facultad, son científicos. Practican el arte de pensar como científicos.
Claro que las reglas de la sociedad de hoy no aceptarían a un “científico” sin una educación formal avalada como nunca permitirían que, en condiciones normales, alguien sin ser médico opere un riñón o que una persona sin entrenamiento corra un maratón. Obviamente por algo existen los estudios, la profesionalización, las credenciales y la especialización.
Pero como lo dice Adam Grant en su más reciente libro “Piénsalo otra vez”: no tienes que ser científico para pensar como científico, así como no tienes que ser músico para tener buen ritmo pero sí para tocar en la orquesta, ni tienes que ser psicólogo para aconsejar a tu mejor amiga pero sí para dar consulta o ser abogado para litigar en un juicio pero no para ganar una discusión. Igualmente, las habilidades y competencias necesarias en el hacer de la ciencia son universales y debieran ser herramientas obligadas para todos.
Sí necesitas ser científico para conducir una investigación y publicarla en una revista de prestigio, pero no para pensar día a día como científico. Cultivamos continuamente cualidades como a ser compasivo y empático como lo es un médico, a ser disciplinado como un deportista y sensible como un músico; así también, hay que también aprender a pensar: a pensar como se entrena a un científico.
Por fortuna el pensar como científico es una habilidad con la que se nace, pero paradójicamente a lo largo de la vida se tiene que entrenar, sistematizar y perfeccionar. Indudablemente hay que hacerla consciente para que perdure. Muchos argumentan que durante el crecimiento perdemos la capacidad innata de pensamiento científico por distintos factores; en vez de fortalecerla la extinguimos.
Y queda claro que no tienes que saber resolver ecuaciones diferenciales o conocer la clasificación taxonómica de los protistas para pensar como científico, así como tampoco tienes que tocar acordes de Re en una viola para reconocer una melodía armoniosa, ni participar en las olimpiadas de verano para ejercitar tus músculos y mantener sano el corazón. Y evidentemente no es lo mismo la información que la formación. Regresamos al medio (información) y al fin (formación). Los colegios, educadores, los padres, la sociedad debieran concentrarse menos en enseñar los contenidos, y más en descubrir la misión de vida de cada individuo, crear sus vocaciones y potenciar sus capacidades de pensamiento científico.
Los datos memorizables los encontramos fácilmente en cualquier buscador, mientras que la inteligencia humana es sólo nuestra, y debe construirse, reforzarse, fomentarse. Lo que no se usa, se pierde.
Ser científico implica mucho más que un título. Y claro que me encantaría que hubieran cada vez más científicos y científicas en el mundo, pero lo que realmente es muy urgente es que tengamos más personas que piensen como científicos (aunque no sean científicos); eso haría mejores arquitectos, empresarios, maestros, publicistas, chefs, financieros, políticos, granjeros, abogados, escritores, comunicadores y comerciantes, pero también, eso haría mejores hermanos, padres, hijos, parejas y ciudadanos del mundo: mejores seres humanos.
Porque el ser científico, el pensar como científico, requiere de ser lógico, crítico, constructivo: es saber hacer las preguntas adecuadas; no mirar, sino observar, ni oír, sino escuchar; reconocer las condiciones y el contexto de los eventos, asumir que existen limitaciones y lentes que no permiten ver toda la realidad; hay sesgos y puntos ciegos, en la ciencia hay que entender la diferencia entre lo necesario y lo suficiente, lograr hacer extrapolaciones y asociaciones, descubrir los supuestos en la evidencia presentada, valorar la incertidumbre y evaluar el riesgo, comprender la diferencia entre correlación, casualidad y causalidad, entrenar la creatividad, ser rigurosamente metódico y saber sistematizar la curiosidad.
Lo enigmático de la ciencia radica en que es dinámica y constantemente busca exhibir sus errores porque en esas grietas radica la oportunidad de saber más. La ciencia admite situaciones inconclusas y muchas veces simultáneas. Obliga a repensar, reaprender, reconsiderar, recalcular. Estrecha lazos competitivos entre colegas, colaboraciones multidisciplinarias, consultas a otros. Y evidentemente en la ciencia no hay ni dogmas ni certezas absolutas, sino el valor de la reproducibilidad y, la obsesión y humildad de la auto corrección.
La virtud de la ciencia es que admite que la realidad es relativa, simplifica la complejidad, y explica los sistemas de muchas variables que interaccionan en posibilidades casi infinitas, no predecibles pero sí analizables. La ciencia como ejercicio mental, en concepto, da el marco para potenciar las capacidades individuales y colectivas: en lo personal y en una sociedad.
Te invito a rescatar tu pensamiento científico y aplicarlo en la cotidianidad. Naciste con él, búscalo de entre tus recuerdos. Todos lo tuvimos alguna vez. Quizás esté ahí quieto, adormilado, anestesiado, sometido, callado. Posiblemente aniquilado por el sistema, castrado por practicidad, por impaciencia, por simplicidad. Reconócelo en el pequeño de dos años que no deja de sorprenderse y de preguntar, en el bebé que tira una y otra vez cualquier objeto para ver si siempre cae igual. Foméntalo en tus hijos, edúcalo en tus alumnos, promuévelo con tus pares, ejercítalo en ti, entrénalo, úsalo todos los días.
No lo confundas ni con quien sólo es crítico, ni con quien cree que lo sabe todo.
El verdadero científico es socrático y sabe que no sabe nada, y eso es precisamente lo que hace que diariamente viva la mejor aventura intelectual que cualquiera pueda imaginar.
La ciencia es parte de la cultura; es de todos y para todos. Y sin importar si ese niño o niña quiere ser piloto, guardabosques, ingeniero o pastor, regálale la posibilidad de pensar como científico, de encontrar el “para qué” de su vida y en la ejecución de ese quehacer hallará su tranquilidad y felicidad.
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