Enlace Judío – El joven Estado de Israel es un laboratorio viviente en el que hemos podido observar, en un lapso de tiempo relativamente corto (74 años es poco para un país) cómo funcionan ciertas cosas. O cómo no funcionan. Y me refiero a políticas económicas, en concreto. Ahora que Israel vuelve a un proceso electoral, vale la pena repasar algunos datos.
En sus inicios operativos —me refiero a la etapa de las migraciones de los pioneros— el sionismo tuvo una fuerte influencia marxista. Y no es que el sionismo a nivel mundial lo fuera necesariamente, pero el mayor porcentaje de jóvenes que emigraron hacia el entonces Imperio otomano con el ideal de hacer renacer el hogar nacional judío provenían del Imperio ruso.
Era la época del zarismo, brutalmente antisemita, y por ello no tiene nada de raro que muchos jóvenes se sintieran atraídos por una ideología que prometía un mundo más justo y que, además, estaba en abierta enemistad contra un régimen anti-judío.
La huella de los ideales marxistas quedó plasmada en los Kibutzim, acaso el único proyecto comunista de la historia que tuvo cierto grado de éxito y que se mantuvo durante varias décadas.
Al frente de esto estaban jóvenes como David Ben Gurión o Golda Meir, tan rusos o ucranianos como marxistas. Sin embargo, hubo algo que hizo que Ben Gurión —el principal de ellos— se moviese hacia una ruta diferente. Este destacado líder sionista, heredero natural de Herzl y eventualmente el primer primer ministro de Israel, tuvo una brillante idea que empezó a aplicar desde los años 20: crear una vida institucional entre los judíos de ese lugar ya convertido en el Mandato Británico de Palestina.
Y no es que fuera vidente. Simplemente, era sumamente pragmático. Providencialmente, ese entramado institucional que fue construyendo a lo largo de unos 25 años fue la base para que el Estado de Israel, una vez fundado en 1948, comenzara a funcionar sin problemas. Lo verdaderamente difícil —construir la estructura interna de un país— estaba resuelto desde mucho antes.
Ese roce político hizo que, evidentemente, Ben Gurión reconsiderara sus posicionamientos doctrinales en materia de política. Por ello, cuando se fundó el moderno Israel, el gobierno nunca se decantó hacia el marxismo. Podría decirse que esa tentación estaba más que superada y el modelo por el que se optó fue el socialdemócrata, muy al estilo inglés (no en balde, Ben Gurión acabó siendo el líder indiscutido de una coalición de partidos que se fusionó para tomar el nombre de Avodá, o Laborista, como en Inglaterra).
Muchos viven con la ficción de que el modelo socialdemócrata —cuyo sueño dorado es eso a lo que llaman Estado de Bienestar— tuvo alguna utilidad en el proceso de convertir a Israel en un estado inicialmente pobre, en uno exitoso y rico.
Falso. La socialdemocracia israelí inicial no funcionaba. En realidad, las cosas marchaban porque siempre se contó con el apoyo económico de la diáspora (fue una de las mejores épocas para las pushkes del Keren Kayemet o del Keren Hayesod).
Y es que el Estado de Bienestar es un privilegio para países ricos. Le funciona a Dinamarca o a Holanda, nunca a un país pobre. Y en ese tiempo Israel no sólo era pobre, sino que además estaba en plena absorción de inmigrantes llegados de los países árabes, expulsados como represalia por la independencia bien ganada en la guerra de 1948-1949. No fue fácil ese proceso, porque eran personas que llegaban en condiciones muy desventajosas para el mercado laboral. Provenían de un mundo oriental y notoriamente más primitivo que el europeo o americano, de donde habían llegado la mayoría de los judíos ya transformados en israelíes.
Así que los 50 y los 60 fueron difíciles por eso. Pero repito: el crucial apoyo de la diáspora tuvo su efecto, e Israel fue sorteando los problemas y saliendo adelante. Las continuas agresiones árabes resultaron una curiosa ventaja, porque el marco general era la Guerra Fría, así que esto empujó o incluso obligó a Estados Unidos a mantener un apoyo económico constante.
Para los años 70 el país ya había entrado en una nueva etapa. Fue la década en que se hizo adulta la primera generación nacida en un Israel independiente. Y por ello es lógico que tuvieran una visión distinta de las cosas. La narrativa socialista o socialdemócrata que mantenían líderes como Ben Gurión no les decía nada. Al contrario: la evidente enemistad contra la URSS y sus aliados o satélites era un argumento de peso para alinearse en el otro extremo de la geografía política.
Por eso fue que en 1977 la derecha logró su primer triunfo electoral, cuando Menajem Begin se convirtió en el primer primer ministro no emanado del laborismo.
Ahí empezó una fase de transición que se extendió hasta 2001, en la que derecha e izquierda se alternaron en el poder en Israel. Fue también una época de frecuentes crisis económicas y descontento generalizado de la población, que poco a poco se fue decantando hacia la derecha. Por supuesto, lo más atractivo era el discurso duro en relación al conflicto con los palestinos. Pero los resultados económicos no tardaron en influir también.
El Partido Laborista ganó su última elección en 1999, cuando Ehud Barak derrotó a Netanyahu en una de las tantísima elecciones anticipadas. Sin embargo, la decepción cundió en Israel cuando todos los esfuerzos de Barak por lograr un acuerdo de paz con Arafat quedaron sepultados bajo la violencia de la Segunda Intifada (2000-2005). Barak también tuvo que convocar a otra de las tantísimas elecciones anticipadas, y fue derrotado por Airel Sharón.
Desde ese momento (2001), la derecha o el centro-derecha, ya fuese con Likud o Kadima, se mantuvieron al frente del país. Ese largo período que podría definirse como el reinado de Netanyahu culminó cuando Naftali Bennett, del partido Yamina, logró integrar una coalición para desalojar a Likud del control de la Knéset. Pero eso no marcó demasiadas diferencias, ya que Bennett y Yamina son de derecha, incluso menos moderados que Netanyahu y Likud.
En ese mismo lapso, y muy particularmente desde 2010, el laborismo empezó a colapsar. Ahorita está convertido en una sombra de lo que fue en otras épocas, y actualmente tiene apenas 7 escaños en la Knéset. Las encuestas calculan que en la próxima elección obtendrán 6.
Meretz, el otro partido representativo de la izquierda israelí, no está mejor. Sus mejores tiempos pasaron y ahora mismo tiene 6 escaños. Las encuestas no son nada optimistas. La del diario Maariv calcula que apenas lograrán el mínimo de votación requerida y tendrán 4 escaños, y la de Canal 13 calcula que no alcanzarán el margen necesario, por lo que quedarían fuera de la Knéset.
Mientras tanto, en los procesos electorales anteriores la única rivalidad seria que se formó fue la de Likud contra Kajol Laván. Es decir, entre Netanyahu y Gantz. Ambos de derecha o centro-derecha. Así que la competencia política en Israel se ha convertido en una pugna entre dos diferentes tipos de derecha, que a ratos parecen diferenciarse únicamente respecto a si quieren o no quieren que Netanyahu siga en el poder, o activo en la política.
Israel se ha vuelto completamente capitalista. Conserva rasgos heredados de aquellas épocas socialdemócratas (como la Histradut), pero en términos generales su población ya no apuesta por los partidos de izquierda, que han quedado reducidos a 13 escaños, y que incluso se van a reducir más en el próximo proceso electoral.
Esa derechización del electorado israelí ha ido de la mano con la transformación de Israel en una potencia tecnológica, misma que ha ocurrido con una mejora sustancial de la economía del país (sí, ya sé que no es perfecta y que tiene muchos problemas, pero también es un hecho que las cosas están mejor que a finales del siglo XX o inicios del XXI).
Israel tiene 74 años de existencia y en ese lapso hemos podido corroborar los límites de la socialdemocracia y las bondades del libre mercado.
En un entorno político y social siempre complicado por las tensiones permanentes con los palestinos y con Irán —que obligan a dedicar mucho dinero a cuestiones militares—, Israel se ha convertido en un país que debe definirse como exitoso. Falta mucho por lograr, sin duda. Pero siempre es más fácil hacerlo cuando el país genera su propia riqueza. Por ello, se vale ser optimista.
En octubre o noviembre volveremos a tener elecciones y otra vez van a girar alrededor de Netanyahu. Las opciones son una coalición de derecha con el Likud al frente, o una coalición anti-Netanyahu similar a la que gobierna en este momento. Esta segunda opción no tiene futuro, ya que son partidos que se unieron no porque tengan un proyecto de nación en conjunto, sino sólo porque querían quitar a Netanyahu de la jugada.
Así que, de una o de otra forma, Israel seguirá siendo un país de derecha. Incluso si gana la ensalada de partidos anti-Bibi —que revuelve a derechistas extremos como Lieberman y su Yisrael Beitenu con la Lista Conjunta, Meretz y Avodá—, lo cierto es que no ganará porque la gente vote por la izquierda. Más bien, el cálculo es que van a perder más escaños.
Así llega Israel al año 5783: capitalista y con miras a reforzar su capitalismo.
A muchos judíos no les termina de gustar esta realidad. Sienten que se han perdido muchos de los sueños sionistas de otras épocas. Y tal vez sea cierto, pero es que en este proceso los israelíes se han dado cuenta de algo importante que puede ser chocante, pero es cierto: es más importante ser eficiente que ser soñador.
Los sueños sionistas de otras épocas fueron maravillosos, pero fueron de otras épocas. El mundo actual es muy distinto al de los años 40, 50 o 60, y nuestra responsabilidad es actuar de manera responsable para responder correctamente a los retos que hay ahorita.
Y, con todo y los enredos de su política interna, Israel está listo para hacerlo.
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