Irving Gatell/ 17 de Tamuz y la resiliencia del pueblo judío

Enlace Judío – Con el 17 de Tamuz comienzan las tres semanas luctuosas que culminan con el ayuno del 9 de Av, fecha en la que se conmemoran las dos destrucciones del Templo de Jerusalén, así como otras desgracias capitales del pueblo judío. Pero detrás de la memoria de esas tragedias, hay algo más: la impresionante resiliencia del pueblo judío.

La historia la conocemos bien: en el año 587 AEC, los babilonios llevaron a cabo una invasión masiva contra el Reino de Judá, que se había rebelado contra el régimen de vasallaje al que se la había sometido unos 18 años atrás. Al igual que cualquier otro imperio de la antigüedad, los babilonios no tuvieron misericordia. Arrasaron con Jerusalén, destruyeron su Templo, y tomaron a una gran cantidad de judíos para llevarlos al exilio.

Esta práctica fue muy común entre asirios y babilonios: mezclar poblaciones. Cada pueblo conquistado sufría la misma suerte: una parte de su población era llevada a otros lugares, y en sustitución de ellos traían a pobladores secuestrados de otros reinos conquistados. Así fue como asirios y babilonios provocaron cambios demográficos trascendentales en el Medio Oriente entre los siglos VIII y VI AEC.

Los judíos tuvimos “suerte” en este sentido, debido a que la caída de Jerusalén se dio cuando los babilonios llegaban a los límites de su expansión. No fueron un imperio muy grande (los asirios conquistaron casi el doble de territorios). Por lo tanto, la población que fue llevada al exilio en Babilonia no fue reubicada en otros territorios.

Se quedó allí, y durante un período de 50 años echó raíces, emprendió negocios, y desarrolló un nivel de vida que incluso podría considerarse como bueno y bien acomodado. Cuando los persas conquistaron Babilonia en el año 539 AEC y decretaron que los judíos podían regresar a su tierra original, la enorme y próspera comunidad judía de Babilonia prefirió, en su mayoría, permanecer allí.

Esto significó un reto descomunal para los líderes judíos, porque justo así fue como muchas naciones antiguas desaparecieron: los exiliados simplemente se asimilaban a sus entornos inmediatos. Al paso de tres o cuatro generaciones, lo único que quedaba era un vago recuerdo del pueblo al que habrían pertenecido los bisabuelos.

Allí fue donde afloró de manera muy eficaz la resiliencia del pueblo judío. Todo el período que abarcan las últimas décadas del siglo VI AEC, y la primera mitad del siglo V AEC, fueron de una grandísima actividad intelectual que sentó las bases de la identidad del judaísmo post-exílico.

Acaso lo más genial de todo ello fue que, por primera vez en la historia, dicha identidad estuvo definidamente diseñada para ser internacional.

En la antigüedad, la identidad estaba absolutamente vinculada con el territorio nacional. Esa idea que hoy parece “tan judía”, y que a muchos les resulta chocante, según la cual el pueblo judío tiene un vínculo indestructible con Eretz Israel, su tierra ancestral, en aquellos tiempos era lo más normal del mundo.

Y es que la identidad asiria —por ejemplo— no tenía lógica fuera del territorio asirio. Los reinos conquistados por los asirios no eran culturizados, sino simplemente sometidos y explotados. Los primeros en tantear las posibilidades de una cultura universal fueron los persas, pero quienes realmente fundaron esa práctica —imponer no sólo el control económico y político, sino también el cultural e identitario— fueron los macedonios bajo el mando de Alejandro Magno; luego de ellos, los romanos llevaron esta práctica a su plena consumación (y eso fue lo que sentó las bases para el ulterior desarrollo de la cultura occidental).

Pero regresemos al siglo V AEC: en ese momento, los judíos llevados a Babilonia estaban literalmente condenados a desaparecer, asimilarse a su entorno, y perderse.

Sin embargo, una genialidad dirigida por un Cohen que había entendido perfectamente cómo estaba la situación, hizo que todo fuera distinto. Y cuando digo “todo”, no me refiero nada más a la situación de ese momento, sino a la historia entera.

Ezra Hasofer, Esdras el Escriba, Ezra Hacohen, fue el gran dirigente ideológico de esta revolución.

La tradición judía recuerda perfectamente que él fue quien restauró la Torá. Y es que era lógico: los babilonios debieron destruir, un poco más de un siglo antes, todos los registros escritos del Reino de Judá que, como en todos los reinos de la época, se elaboraban sobre tabletas de arcilla.

Ezra y sus escribas debieron encontrar una situación desastrosa, pero con dedicación y paciencia, se dedicaron a recuperar todo lo que se pudo recuperar, y a rearmarlo para darle coherencia y sentido.

Las posteriores tradiciones apocalípticas registrarían este episodio en una singular leyenda: Ezra, devastado porque la Torá se ha perdido —es decir, los babilonios lo han destruido todo, incluyendo todas las copias posibles de la Torá—, recibe la visita de un ángel que le dice que se prepare, porque D-os lo va a usar para restaurar las escrituras.

Al día siguiente, el ángel viene por Ezra y lo lleva a un claro en el bosque, donde ya están 120 escribas listos con papel y tinta, y en el centro hay un cáliz con un líquido color fuego. Ezra lo bebe, entra en trance, y empieza a hablar. Cada escriba anota lo que escucha, y cada uno escucha algo diferente. Así, Ezra restaura las escrituras.

Por supuesto, la leyenda exagera en ese detalle. En realidad, Ezra no tuvo que inventarse nada, sino recuperar los contenidos de la Torá, mismos que seguramente encontró en los fragmentos dispersos de lo que un siglo atrás debieron ser las tablillas oficiales del Reino de Judá.

Lo que sí fue su mérito fue decidir el nuevo formato en el que el libro más sagrado del pueblo judío quedaría fijo: un rollo de pergamino escrito con tinta. Desde ese momento se desechó la idea de volver a anotarlo todo en tablillas de piedra (que ya no eran la norma, pero seguían en uso).

El rollo de pergamino tenía dos ventajas. Una, que requería de que se estuviese copiando constantemente (porque el material es degradable), lo que garantizaría que, habiendo varias copias, era más fácil conservar la escritura, que si todo estuviera concentrado en un solo archivo en tablillas de arcilla. Y dos, que algunas de esas copias podían ser llevadas a Babilonia para que la comunidad judía de allá pudiese regirse por la misma escritura que se usaba en Jerusalén. Esto que hoy nos parece lo más normal del mundo, en ese momento histórico era toda una novedad. Pero si hoy nos parece lo más normal, es justo por la genialidad de Ezra.

De ese modo, se sentaron las bases para que el judaísmo se convirtiese en la primera religión que se practicó fuera de su territorio nacional. En otras épocas, acaso las delegaciones diplomáticas o las misiones comerciales lo hacían; pero nunca se había dado el caso que toda una comunidad se comportara de ese modo tan lejos de su lugar de origen.

Se había inventado la diáspora.

Con el paso de los siguientes cinco siglos, ese modelo se fue replicando en muchos lugares (Alejandría, el más importante de todos), y la gente empezó a acostumbrarse a que los judíos eran un extraño pueblo que levantaba comunidades autónomas en cualquier lugar del mundo.

Cuando vino la destrucción del Segundo Templo y comenzó un larguísimo exilio —más difícil y doloroso que el babilonio—, el pueblo judío estaba listo para sobrevivir, porque cada comunidad tenía sus propias copias de la Torá, y celebraban una religiosidad bastante unificada pese a la distancia que podía haber entre las congregaciones en Iberia, y las ubicadas en el occidente de la India.

Así fue como la resiliencia judía aprovechó la máxima tragedia posible, para sentar las bases de un modo de vida que, a lo largo de 2500 años, ha demostrado ser indestructible.

Detrás del ayuno del 17 de Tamuz y del dolor que representa, está escondida la tremenda fortaleza del pueblo judío. Esa que nos ha acompañado en cada momento y en cada lugar, y nos ha permitido seguir presentes estudiando incansablemente justo esos mismos rollos que, en un momento de genialidad, un cohen de Babilonia llamado Ezra, escriba de oficio, diseñó como solución al problema que tenía frente a sus narices.

Y mira lo que son las cosas: no sólo resolvió ese reto, sino toda la historia del pueblo judío.


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Irving Gatell: Nace en 1970 en la Ciudad de México y realiza estudios profesionales en Música y Teología. Como músico se ha desempeñado principalmente como profesor, conferencista y arreglista. Su labor docente la ha desarrollado para el Instituto Nacional de Bellas Artes (profesor de Contrapunto e Historia de la Música), y como conferencista se ha presentado en el Palacio de Bellas Artes (salas Manuel M. Ponce y Adamo Boari), Sala Silvestre Revueltas (Conjunto Cultural Ollin Yolliztli), Sala Nezahualcóyotl (UNAM), Centro Nacional de las Artes (Sala Blas Galindo), así como para diversas instituciones privadas en espacios como el Salón Constelaciones del Hotel Nikko, o la Hacienda de los Morales. Sus arreglos sinfónicos y sinfónico-corales se han interpretado en el Palacio de Bellas Artes (Sala Principal), Sala Nezahualcóyotl, Sala Ollin Yolliztli, Sala Blas Galindo (Centro Nacional de las Artes), Aula Magna (idem). Actualmente imparte charlas didácticas para la Orquesta Sinfónica Nacional antes de los conciertos dominicales en el Palacio de Bellas Artes, y es pianista titular de la Comunidad Bet El de México, sinagoga perteneciente al Movimiento Masortí (Conservador). Ha dictado charlas, talleres y seminarios sobre Historia de la Religión en el Instituto Cultural México Israel y la Sinagoga Histórica Justo Sierra. Desde 2012 colabora con la Agencia de Noticias Enlace Judío México, y se ha posicionado como uno de los articulistas de mayor alcance, especialmente por su tratamiento de temas de alto interés relacionados con la Biblia y la Historia del pueblo judío. Actualmente está preparando su incursión en el mundo de la literatura, que será con una colección de cuentos.