Enlace Judío México e Israel – Durante la ocupación de París por los nazis, Marcel Petiot se hizo pasar como un alto jefe de la Resistencia que ayudaba a los perseguidos a huir de Francia, pero era un sádico ladrón y asesino serial que mataba con un método muy cruel. Cuando lo descubrieron, dijo que sus víctimas no eran judíos sino agentes de la Gestapo, pero lo condenaron a morir. La insólita frase que dijo en el cadalso, informó infobae.
“Señores, les ruego que no miren. Esto no va a ser agradable”, dijo impertérrito el doctor Marcel Petiot y esas fueron sus últimas palabras antes de que su cabeza rodara cortada por la guillotina.
Las primeras luces de la mañana del 25 de mayo de 1946 iluminaban el patio de la Cárcel de La Santé, en París, cuando las pronunció ante la multitud reunida para asistir a la ejecución de uno de los criminales más siniestros que habían pergeñado la guerra y la ocupación alemana. Porque Marcel Petiot, también conocido como “el doctor Eugene”, no había sido juzgado y condenado a muerte por colaboracionista ni por delator, tampoco por haber cometido crímenes de guerra al servicio de los nazis.
Lo suyo, de ser posible, era todavía peor: había engañado y matado prometiendo la salvación a sus propios compatriotas.
El método que había usado era tan simple como letal. Haciéndose pasar por miembro de la Resistencia, buscaba a personas desesperadas por escapar de las garras de los nazis – en su gran mayoría judíos – a las que les cobraba veinticinco mil francos para llevarlas hasta Argentina, pero una vez que entraban en su casa con sus pertenencias ya no salían.
Nadie los buscaba tampoco. Los familiares y amigos de las víctimas imaginaban que estaban en viaje transatlántico o ya habían llegado a Buenos Aires y se alegraban de su suerte.
Pero esa suerte era completamente diferente: Marcel Petiot las había envenenado y, una vez muertas, las había cremado en su propia casa. Porque hasta un crematorio hogareño había ideado para su plan criminal.
Cuando lo guillotinaron, el público reunido en el patio de la Cárcel de La Santé aplaudió.
Un chico prometedor
Marcel André Henri Félix Petiot nació el 17 de enero de 1897 en Auxerre, al sur de París, y en la escuela demostró ser un chico muy inteligente, aunque con conductas que ponían los pelos de punta a sus maestros y profesores. Sus hobbies eran torturar y matar animalitos, robarle la pistola a su padre para llevarla al colegio y amenazar a sus compañeros con una navaja de la cual jamás se desprendía.
Esos entretenimientos le costaron varias expulsiones del colegio y derivó en una conducta eminentemente delictiva agravada en 1912 con la muerte de su madre y con el posterior traslado de residencia a la casa de su tía.
A los 17 años empezó a robar y no tardaron en detenerlo. El juez lo liberó después de un informe psicológico que decía que se trataba de “un joven anormal” con “problemas personales y hereditarios” que limitaban en mayor medida “la responsabilidad de sus actos”.
Durante la Primera Guerra Mundial fue reclutado por las tropas de infantería y enviado al frente en noviembre de 1916. A los seis meses, gaseado y herido, Marcel estuvo en varios hogares de reposo donde mostró signos de “desequilibrio mental, neurastenia, depresión mental, melancolía, obsesiones y fobias”. Así lo concluyeron los médicos que le trataron en el pabellón psiquiátrico de Fleury-les-Aubrais.
En septiembre de 1920 y después de protagonizar varios brotes psicóticos con tendencias suicidas, el ejército le retiró el uniforme y le concedió una invalidez por discapacidad. Para entonces, estudiaba medicina gracias a un programa para veteranos de guerra. Se recibió de médico un año más tarde y empezó a ejercer en Villeneuve-sur-Yonne.
El alcalde corrupto
En Villeneuve-sur-Yonne no conocían su pasado, al punto que llegó a ser elegido alcalde, aunque debieron suspenderlo meses después por múltiples acusaciones de fraude y malversación de fondos.
Como médico su imagen se deterioró también muy rápido: daba opioides a sus pacientes y se corría el rumor de que practicaba abortos. Lo llegaron a acusar de habar matado a una de sus pacientes, que había desaparecido, pero nunca le pudieron probar nada.
Pese a su mala fama, en 1927 se casó con Georgette Lablais, hija de un rico terrateniente y hombre notable de la comunidad. Pero sus prácticas médicas poco ortodoxas hicieron que su prestigio terminara por el piso y la pareja debió mudarse a París para que Petiot empezara de nuevo.
Se portó bien durante un tiempo, más precisamente hasta la invasión de Francia por los nazis, en 1940. Ahí aprovechó la volada para vender certificados médicos falsos a quienes no querían alistarse en el ejército y también a tratar con narcóticos a los soldados que venían del frente. Lo descubrieron, pero como única pena le impusieron una multa.
Para entonces, los nazis estaban a las puertas de París.
El engaño criminal
Con la ocupación de París, el doctor Petiot no demoró en encontrar una nueva forma de ganar dinero. Con la colaboración de tres cómplices, hizo correr por la ciudad – en los lugares indicados – el rumor de que un jefe de la Resistencia había armado un plan para ayudar a los judíos a escapar de los nazis y enviarlos a través de Portugal a la Argentina, u otros lugares de Sudamérica, donde estarían a salvo. La operación tenía, claro, un precio: 25.000 francos por persona.
Se hizo llamar el doctor Eugene y compró una casa más grande para poner en práctica su plan. Raoul Fourrier, Edmond Pintard y René-Gustave Nézondet – los tres cómplices – convencían a las víctimas con la promesa de sacarlos del país y las llevaban a la casa del “doctor Eugene”. Cuando llegaban, Petiot les decía que el gobierno argentino exigía para entrar el país que se les aplicara una vacuna contra varias enfermedades.
La “vacuna” no era otra cosa que cianuro. Después de inyectarles el veneno, los encerraba en una sala, esperaba a que murieran, descuartizaba los cadáveres y los arrojaba al Sena. Además de los 25.000 francos que les había cobrado, se quedaba con el resto del dinero que llevaban y todas sus pertenencias.
Lo de los cadáveres que aparecían en el río empezó a despertar sospechas, incluso en la París ocupada por los nazis, por lo que Petiot ideó otro método para deshacerse de los cadáveres. Hizo construir una cámara de gas con mirilla en la casa de Rue le Sueur 21, donde funcionaba su consultorio, y también un pozo donde intentó reducir los cadáveres con cal viva. Además, hizo construir un horno crematorio, pero en ese momento no lo utilizó.
Detenido por la Gestapo
Pero el rumor del médico, jefe de la Resistencia, que ayudaba a huir a los judíos a la Argentina no sólo llegó a los oídos indicados sino también a los de la Gestapo. Los primeros en caer fueron los tres cómplices, Fourrier, Pintard y Nézondet, que bajo tortura confesaron que el famoso “doctor Eugene” era Marcel Petiot.
Nézondet fue liberado, pero los otros pasaron ocho meses en prisión, sospechosos de ayudar a escapar a los judíos. Incluso bajo tortura, no identificaron a ningún otro miembro de la Resistencia, ya era imposible que lo hicieran porque no conocían a ninguno. La Gestapo los liberó en enero de 1944.
Petiot fue detenido en abril de 1943, acusado de ser miembro de la Resistencia y ayudar a escapar a los judíos. Durante los siguientes ocho meses, fue torturado e interrogado en la cárcel de Fresnes sin que este delatase a nadie de su supuesto grupo. A él tampoco lograron sacarle un solo nombre porque todo era mentira. Como no pudieron encontrarle ningún vínculo con la Resistencia, lo liberaron.
La liberación de París era cuestión de días cuando volvió a la calle.
El humo delator
Cuando los nazis abandonaron París, Petiot estuvo lejos de respirar tranquilo. Sospechaba que, terminada la guerra, comenzaría a descubrirse que aquellos perseguidos que habían acudido a él en busca de ayuda jamás llegaron a Buenos Aires. Debía borrar toda huella de sus víctimas.
El 11 de marzo de 1944 encendió el horno crematorio e introdujo algunos cadáveres que mantenía todavía escondidos en el pozo de la casa. Eso fue su perdición, porque el humo maloliente de la chimenea invadió a todo el barrio y los vecinos lo denunciaron a la policía.
Cuando los agentes llegaron a la casa, Petiot no estaba, pero entraron igual. Descubrieron una sala con trozos de cuerpos diseccionados, unos dentro de un crematorio, otros en una caldera con carbón y algunos más en un pozo de cal viva. Además, el cuarto contaba con material quirúrgico, una mesa de operaciones con un cuerpo humano y una especie de jaula con grilletes.
Petiot fue detenido horas después pero, así como había engañado a sus víctimas, también logró hacerlo con la policía: convenció a los agentes de ser jefe de la Resistencia francesa, de que esos restos humanos correspondían a miembros de la Gestapo y de que tenían que dejarlo irse para destruir documentación comprometida antes de que “el enemigo los encuentre”.
Inexplicablemente lo dejaron en libertad, aunque no por mucho tiempo.
En una revisión posterior de la casa los policías contabilizaron 27 muertos, 72 valijas y otros 655 objetos, que no pertenecían a agentes de la Gestapo sino a ciudadanos franceses, casi todos de origen judío.
El 2 de noviembre de 1944, Marcel Petiot, que había desaparecido de los lugares que solía frecuentar desde el mismo día de su liberación, volvió a ser detenido.
Juicio, condena y ejecución
El juicio comenzó comenzó en el Tribunal del Sena el 15 de marzo de 1945 y en un primer momento Petiot – acusado de 27 asesinatos – intentó hacerse pasar por un desequilibrado para zafar de la condena.
Entre audiencia y audiencia, les decía a los guardias: “No dejen de ir al juicio, va a ser maravilloso y se va a reír todo el mundo”.
Cuando la coartada del desequilibrio mental se le cayó a pedazos, cambió de táctica. Pidió declarar y aseguró que había matado a 63 personas, pero que todas ellas eran miembros de la Gestapo y que su accionar había sido el de un patriota que resistió al invasor.
Pero las pruebas eran abrumadoras. Luego de tres semanas de juicio, el jurado lo declaró culpable de 24 de las 27 acusaciones, y lo condenó a morir en la guillotina.
Marcel Petiot ni se inmutó al escuchar el fallo.
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