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domingo 22 de diciembre de 2024

Irving Gatell/ Un esfuerzo por visualizar la importancia histórica de la Reina Isabel II

Enlace Judío – Supongo que muchos analistas de nuestro entorno judío se sentarán a reflexionar y escribir sobre la relación entre la Reina Isabel e Israel y el mundo judío, así que me daré el lujo de dejar ese tema por hoy y ahondar en la importancia histórica de una las mujeres más grandes (si no es que la más) de los últimos 70 años.

La realidad es compleja. Es decir, el mundo es complejo, y lo que puede parecernos muy claro —por ejemplo, que las monarquías son algo anacrónico, más bien medieval— no siempre funciona o aplica de manera monolítica e incuestionable.

Partamos de dos hechos objetivos que, fríamente, no deberían cuestionarse: uno ya lo mencioné, y es que el puro concepto de monarquía es anacrónico. Surgió en el neolítico y se mantuvo vigente y sin competencia hasta la Edad Media, pero en los últimos 500 años el desarrollo de Europa la puso en crisis y, finalmente, la llevó al colapso.

Fue en el marco de la Primera Guerra Mundial que reyes y emperadores vieron el punto final de su verdadero poder. Luego vino el ambiguo período entre-guerras y, finalmente, la Segunda Guerra Mundial. De sus cenizas, Europa se reorganizó como un continente eminentemente republicano y las monarquías quedaron relegadas a papeles simbólicos o diplomáticos.

Pero sobrevivieron. Y ese es el segundo hecho objetivo: a Europa le encanta lo vintage, lo añejo, lo tradicional. Digamos que se perciben a sí mismos como un museo, y es un hecho que adoran los sistemas de gobierno paternalistas. Por eso es que diez países han conservado sus monarquías y que todo el norte europeo se decanta por el modelo de la socialdemocracia.

Si las cosas fueran así de simples, bastaría con decir que las monarquías son un resquicio de un mundo que ya no existe y que, por simple sentido común, deberían desaparecer.

Pero repito: la realidad es compleja, y si algo fue particularmente enredado, fue la segunda mitad del siglo XX. El fin de la Segunda Guerra Mundial, la reconstrucción de Europa, la Guerra Fría, el desgaste y colapso del colonialismo inglés y francés en todo el mundo, el nacimiento de los nuevos estados en Medio Oriente, las guerras árabes-israelíes, los grandes procesos inflacionarios entre los años 60 y 80, el fin del Patrón Oro de Bretton Woods, el nacimiento del terrorismo moderno, los regímenes dictatoriales en América Latina, la expansión del fascismo socialista soviético, la China de Mao, los movimientos estudiantiles del 68, el ascenso de la filosofía posmoderna foucaultiana para tumbar de su puesto al marxismo tradicional, el desgaste y colapso de la Unión Soviética, la caída del Muro de Berlín, el auge de los fundamentalismos islámicos, el desarrollo del internet como medio de comunicación masivo.

Son apenas algunos de los asuntos más relevantes que se vivieron desde 1945, y que hicieron del siglo XX un territorio pantanoso y difícil de controlar.

Todo eso genera incertidumbre en cualquier población. Tantos cambios sociales, todos ellos tan rápidos, provocan que haya momentos en que sociedades enteras no sepan qué hacer, qué creer, a qué aferrarse.

En esos momentos complejos, para bien o para mal los seres humanos necesitamos símbolos, imágenes concretas que nos remitan a ideas amplias y poderosas, que nos permitan girar a su alrededor. Íconos que se conviertan en esos centros gravitacionales que impiden que todo lo demás se disperse o incluso se pierda.

Este papel no lo puede representar una ideología. Eso es algo demasiado abstracto. Por eso se ha dicho que el calentamiento global es tan peligroso como la Segunda Guerra Mundial, pero que el mundo no se preocupa por eso porque no tiene un bigote como el de Hitler. Y es cierto: las sociedades humanas necesitan objetos concretos en qué fijarse para tener claro qué tienen que hacer o hacia dónde se tienen que dirigir.

Eso es lo que durante 70 años representó la Reina Isabel de Inglaterra.

Hija del rey que tuvo que confrontar el monumental reto de la Segunda Guerra Mundial, parte y representante de la generación que tenía que reconstruir Europa, desde que asumió el trono en 1952 esta mujer de no muy elevada estatura pero de un temple de proporciones históricas, pronto se convirtió en el rostro que le dio razón de ser a la Commonwealth.

En una época en la que estaba de moda mandar al diablo a Inglaterra y su rancio colonialismo, la posibilidad de establecer nuevos vínculos, modernos y enfocados hacia el progreso, encontró en la sonrisa de la Reina Isabel esa imagen amable que podías disociar de los siglos de las brutales invasiones británicas, para sentir que tu nueva relación (me refiero a países como Canadá o Australia) con el Reino Unido podía funcionar de una forma eficiente, positiva para todos.

Y, en términos generales, fue correcto. Todos los países que se integraron a esta especie de arreglo postcolonial han desarrollado altos niveles de vida. Son economías exitosas que, además, han mantenido un sentimiento de apego unos con otros.

Y todo gracias a la Reina Isabel. No porque ella construyera las estrategias políticas y económicas (dudo que supiera o entendiera mucho de los tecnicismos propios de la economía, entre otras cosas), sino porque se convirtió en el símbolo.

Tal vez el mejor retrato de ello sea la segunda estrofa de la canción Penny Lane (claro, de un grupo inglés como The Beatles): “En Penny Lane hay un bombero con un reloj de arena y en su bolsillo lleva un retrato de la Reina; le gusta mantener su camión de bomberos limpios, es una máquina muy limpia”.

Esa era una experiencia cotidiana para muchos ingleses. Obvio no me refiero a limpiar camiones de bomberos, sino a llevar un retrato de la Reina en el bolsillo.

¿Cursi, anacrónico, absurdo? Tal vez, pero en una época tan compleja como lo fueron los años 60 y 70, fue lo que mantuvo cohesionada la identidad de toda una nación (y no cualquiera: una de las más importantes en el concierto mundial).

Los retos del siglo XX continuaron su marcha, pero hacia los años 80 los ingleses ya estaban en otra etapa como nación. Los graves eventos en torno a la independencia de sus colonias (por ejemplo, el movimiento liderado por Gandhi en la India) ya habían quedado muy atrás, y si en ese momento se hubiese dado un relevo en el trono, este habría sido casi intrascendente.

Pero no: ahí estaba la Reina Isabel que, para entonces, ya se había convertido en el símbolo nacional. O, más bien, El Símbolo. Era la época de otra mujer de proporciones épicas —Margaret Thatcher—, que habría de construir su propio lugar en la historia, pero que no estaba en condiciones de desplazar y menos aún sustituir a la Reina Isabel.

Ecuánime y apacible, nunca dio escándalos de qué hablar. Ni siquiera en los momentos más tirantes del complejo capítulo que fue Diana Spencer. Pese a las fricciones y molestias que pudo haber de un lado y del otro, la Reina Isabel siempre se comportó a la altura, y el que tuvo que cargar —bien merecidamente, sin duda— con el oprobio de ser el malo de la historia, fue el príncipe Carlos.

Con el fallecimiento de la Reina mueren varias épocas.

Una, de Inglaterra; otra, de la Commonwealth; otra, del concepto de monarquía. El rey Carlos III no está pero ni remotamente cualificado para ocupar la imagen que Isabel representó como símbolo.

¿Se viene la hora de poner sobre la mesa de debate el tema de la desaparición de las monarquías?

No estoy seguro. Esa figura política todavía tiene un poco de pila, pero sólo porque en los países escandinavos hay algunos príncipes o princesas que algún día heredarán los subjetivos tronos de sus países. Hay algunas figuras interesantes allí que pueden darle un último empujón a esa cosa tan extraña de “ser rey”. Por ejemplo, Catalina Amalia de Orange, futura reina de Holanda. Una sorprendente y brillante joven que se está preparando con todo para ser una personaje eficiente de la política.

Pero eso es una cosa; lo de la Reina Isabel, otra muy distinta.

Alguna vez, hablando de política israelí, señalé que el papel de Bibi Netanyahu ha sido muy complejo en cuanto a lo que representa (más allá de su accionar político).

Israel es un país que nació hace 74 años, y pasó por esa etapa —obligada para todas las nuevas naciones— en la que los héroes fundacionales son las figuras que mantienen la cohesión psicológica de todo un país. Nuestros héroes son bien conocidos: BenGurión, Golda Meir, Moshé Dayán, etc.

Los últimos dos en morir fueron Ariel Sharón y Shimón Peres. Con su partida, podría decirse que Israel se volvió adulto, y comenzó su transición a una etapa distinta. Ahí es donde Netanyahu jugó un rol fundamental, sin importar si se era su partidario o su detractor.

Nacido en un Israel ya independiente —es decir, hijo de una nueva generación—, su liderazgo se extendió durante más de diez años debido a que la israelí todavía era una sociedad acostumbrada a las figuras paternales y autoritarias. Eso, por supuesto, ya cambió. El Israel de hoy ya no necesita patriarcas ni héroes, sino políticos eficientes.

Con el mundo entero pasa lo mismo. Y es que el mundo moderno tiene más o menos la misma edad que Israel. Apenas tres años más, si ponemos como fecha de nacimiento el final de la Segunda Guerra Mundial.

En ese mundo en el que todavía quedaban resquicios del pasado, pero que tenía enfrente el reto de construir algo nuevo, se necesitaba una figura estable, ecuánime, amable, firme, que generara esa sensación de que en medio de la vorágine que fue la segunda mitad del siglo XX, había algo que nunca iba a cambiar.

Que esa figura fuese, además, maternal, era optativo.

La Reina Isabel fue ese ser humano que tuvo el tamaño, las agallas, el temple y la vocación para convertirse en eso. Por ello, su peso siempre fue más allá de su título de reina.

Parecía, todavía hasta ayer, eso que hay en el mundo que siempre va a estar allí, que nunca va a cambiar, que siempre nos va a sonreír, ya sea desde un evento de la Casa Real inglesa, o desde el retrato que uno pueda llevar en el bolsillo del saco.

Por todo ello, su muerte es el final de una época. El mundo de la posguerra ha perdido a su madre, madrastra, tutora o mentora, y ahora se enfrenta al reto psicológico de ser adulto.

¿Tendremos éxito? Se puede lograr, claro. Pero —entre otras cosas— uno de los retos pendientes para la sociedad occidental está en admitir que las monarquías son estructuras sociales innecesarias y anacrónicas.

Y eso es algo que se va a hacer todavía más evidente ahora que ya no está entre nosotros la Reina Isabel (una mujer que de todos modos habría brillado, aun si no hubiese sido la reina).

D-os salve a la Reina.

G-d save the Queen.

 


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