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domingo 22 de diciembre de 2024
Rey Enrique VIII de Inglaterra

Irving Gatell/ La extraña época en la que los reyes ingleses se creían descendientes del rey David

Enlace Judío – El reciente fallecimiento de la reina Isabel II ha puesto sobre la mesa muchos temas acerca de su propia relación con el pueblo judío y con el Estado de Israel, o bien las relaciones de Inglaterra con todo el mundo judío. Lo que casi nunca se menciona es que, entre los siglos XVIII y XIX, floreció una extraña doctrina según la cual ella, la reina Isabel II, o su hijo, el actual Carlos III, serían los descendientes directos del rey David. Prepárate, porque esto está muy divertido.

Los conflictos imperialistas entre España e Inglaterra, vigentes entre los siglos XVI y XIX, no fueron sólo de índole política. Profundamente religiosos, sus monarcas y sus teólogos también se enfrascaron en una discusión sobre cuál era el cristianismo más puro, si el catolicismo radical de los españoles o el protestantismo episcopal de los ingleses. Y entre los tantos dimes y diretes que surgieron de uno y otro bando, uno de los más singulares por su “creatividad” fue, sin duda, el llamado anglo-israelismo (british israelism, en el inglés original). Según esta creencia, los ingleses son nada más y nada menos que una tribu perdida del antiguo Israel.

En estricto, las primeras referencias a esas ideas no surgieron en Inglaterra, pero sí en el medio protestante. El primer autor en plantearlas de manera concreta parece haber sido el escritor francés y protestante hugonote M. LeLoyer, en su libro “Las Diez Tribus Perdidas” (1590).

Allí propuso que los anglosajones, los celtas, los escandinavos y los germanos eran, en realidad, “israelitas perdidos”. El ilustre marinero y pirata Francis Drake era adherente a estas ideas, y el rey escocés James VI estaba convencido de ser descendiente de israelitas y, por lo tanto, “rey de Israel”. Destacados intelectuales ingleses de esa época de transición entre los siglos XVI y XVII, como Henry Spelman o John Sadler, también sostuvieron este tipo de creencias.

Pero hasta ese momento, el anglo-israelismo sólo fue una idea simpática sin alto grado de desarrollo. Este vino hasta los siglos XVIII y XIX, y tiene lógica: fue la época en la que los ingleses se impusieron como la principal potencia militar del mundo. España quedó absolutamente obliterada, y esto se reflejó en la teología inglesa que proyectó la profunda convicción de que D-os les estaba entregando el mundo porque, sin duda, eran “el pueblo elegido”.

La plena formulación de esta creencia se logra con los libros “El conocimiento revelado de las profecías y los tiempos” (1794, Richard Brothers), “Nuestro origen israelita” (1844, John Wilson), y “El origen semítico de las naciones de Europa occidental” (1879, John Pym Yeatman).

¿De qué se trataba esta creencia? Básicamente, de que los descendientes de las tribus perdidas de Israel se habrían trasladado hacia el occidente, estableciéndose primero en la cuenca oriental del Mediterráneo, y luego moviéndose hacia Europa. De ese modo, incluso el cristianismo primitivo se habría desarrollado entre “israelitas perdidos”.

Es decir, las iglesias “gentiles” levantadas por el apóstol Pablo en realidad habrían sido de origen israelita —aunque ya separadas del judaísmo—. Finalmente, los descendientes de las rtibus de Efraim y Menashé se habrían establecido en las islas británicas. Los primeros Efraim— habrían dado forma a Inglaterra, y los segundos —Menashé— habrían migrado hacia América para darle forma a los Estados Unidos.

Para estos teólogos tan imaginativos no era cualquier cosa involucrar específicamente a estas dos tribus. ¿Por qué? Porque la tribu de Efraim era una tribu real (de realeza). Había sido la cabeza de las tribus del norte (Reino de Samaria), y había sido elegida por Dios para dirigir también los destinos de Israel.

Al vincular a la nobleza germánica —cuna de todas las casas nobles europeas— con el antiguo Israel, e identificarla como descendientes de la tribu de Efraim, se pretendía establecer una criterio teológico que justificara que “las promesas de Dios” hechas al pueblo israelita respecto a ser los líderes del mundo, se estaban cumpliendo por medio de la monarquía protestante inglesa.

El anglo-israelismo se mantuvo vigente durante los siglos XIX y XX, pero con el paso del tiempo se volvió una doctrina marginal, mal vista por los círculos teológicos serios y profesionales del mundo protestante.

En el siglo XIX destacaron los teólogos Edward Hine, Edward Wheler Bird y Herbert Aldersmith, y en el siglo XX el más famoso de todos fue Herbert W. Armstrong, que se posicionó como líder de un movimiento que llegó a tener bastante éxito, conocido como la Iglesia Mundial de D-os (Worldwide Church of G-d). Cabe señalar que su propia iglesia, en fechas recientes, ha tenido que admitir que Armstrong fue un hereje.

La influencia del anglo-israelismo se dejó sentir en otras sectas cristianas, como el mormonismo y diversos grupos pentecostales, y fue el caldo de cultivo para que desde finales del siglo XIX aparecieran las alianzas hebreo-cristianas, que ya en el siglo XX cambiaron su nombre por alianzas judeo-mesiánicas.

Ahora bien: la Iglesia de Inglaterra —de orientación semi-calvinista— siempre se mantuvo al margen de las estrafalarias creencias anglo-israelitas. Sin embargo, a nivel popular la cosa era un tanto distinta. Y no porque el anglo-israelismo influyera en la autopercepción que los ingleses desarrollaron durante estos siglos, sino más bien al revés: la autopercepción de los ingleses como un pueblo especial para D-os fue lo que propició el terreno fértil para las ideas anglo-israelitas.

Y para explorar ese mundo de ideas que siempre mezclaron desenfadadamente la historia, la tradición, el mito y el misticismo exacerbado, nada mejor que la letra de la que probablemente haya sido el anthem más cantado en Inglaterra durante estos días de luto por la reina Isabel II.

Se trata de Jerusalem, con texto del poeta William Blake y música de Hubert Parry. Como ya señalé, es un anthem, un tipo de composición litúrgica equivalente a lo que luteranos y católicos llaman “motete”, y que consiste en una composición polifónica de alto nivel técnico y artístico, pero de duración más bien breve. Sería algo así como una pequeña cantata.

William Blake publicó el texto en 1804, como poema que prologaba una obra mayor: su epopeya Milton, dedicada a John Milton, el célebre autor de El paraíso perdido. Hubert Parry agregó la música en 1914, y esta versión se volvió tan célebre que muchos consideran a este anthem el himno nacional no oficial de Inglaterra. Por ello, no es extraño que en eventos importantes la clausura consista en cantar primero Jerusalem, y luego G-d Save the Queen (que ahora será G-d Save the King).

El texto de Blake dice lo siguiente:

 

And if those feet in ancient time

Walk upon England’s mountains green

And was the Holy Lamb of G-d

On England’s pleasent pastures seen

And did the Countenance Divine

Shine forth upon our clouded hills?

And was Jerusalem builded here

Among these dark Satanic Mills?

Bring me my Bow of burning gold

Bring me my Arrows of desire

Bring me my Spear, oh clouds unfold!

Bring me my Chariot of Fire!

I will not cease from Mental Fight

Nor shall my Sword sleep in my hand

Till we have built Jerusalem

In England’s green and pleasent Land

La traducción es la siguiente:

¿Y si esos pies en tiempos antiguos

Hubieran caminado en las verdes montañas de Inglaterra

Y el Santo Cordero de D-os

Hubiese sido visto en los dulces pastos ingleses?

¿Y si el Pacto Divino

Hubiese brillado en nuestras colinas con nubes?

¿Y si Jerusalén hubiese sido construida aquí

En medio de estos molinos satánicos?

Denme mi arco de oro resplandeciente

Denme mis flechas de deseo

Denme mi espada, oh nubes extendidas

Denme mi carruaje de fuego

No cesaré en mi lucha mental

Ni mi espada dormirá en mis manos

Hasta que construyamos Jerusalén

En la verde y plácida tierra de Inglaterra

 

Hay varios detalles interesantes que explicar. La idea de “y si esos pies (evidentemente, los de Jesucristo) hubiesen andado por aquí” se remite a una vieja leyenda inglesa, según la cual José de Arimatea fue tío de Jesús de Nazaret y, cuando este último era adolescente, lo llevó como acompañante a un viaje por las islas británicas.

Blake está consciente de que eso es una leyenda, y por eso la frase está condicionada con el “y si…”. Como diciendo “qué maravilloso que así hubiera sido”. Tan maravilloso —continúa Blake— como si el Pacto Divino hubiese sido hecho con los ingleses y no con los judíos, y Jerusalén hubiese sido construida en Inglaterra y no en Judea.

Llama también la atención, respecto a esto último, que se hable de una Jerusalén construida entre “estos molinos satánicos”. Los exégetas de Blake discuten a qué se puede referir, y coinciden en dos opciones: podrían ser los monolitos típicos que encontramos en muchas zonas de Inglaterra (el observatorio de Stonehenge es el más famoso de ellos), o podrían ser las fábricas de la primera etapa de la Revolución Industrial, vigente cuando Blake escribió el poema.

Los ingleses de ese tiempo no tenían idea de cuál había sido la función de monumentos como Stonehenge, y los veían como expresión absoluta del paganismo precristiano. De ahí que no fuera extraño que pudieran ser definidos como “satánicos”. Pero Blake vivió en la época en la que mucha gente tuvo que abandonar sus poblados y el campo para buscar trabajo en las grandes ciudades, que poco a poco se iban llenando de fábricas. Las condiciones miserables en las que vivían los obreros también merecían cualquier cantidad de epítetos peyorativos, por lo que llamar “molinos satánicos” a las nuevas fábricas también hace sentido.

La tercera cuarteta es acaso la más emotiva, y la referencia al “carruaje de fuego” está tomada del pasaje bíblico en el que se cuenta cómo el profeta Eliseo fue llevado al fuego de esa manera. Como dato de trivia, la película Carros de Fuego (Hugh Hudson, 1981) inicia en 1978 durante el funeral de Harold Maurice Abrahams, atleta inglés que ganó la prueba de los 100 metros planos en las Olimpiadas de París de 1924.

En la escena, se escucha como un coro canta el anthem Jerusalem (de Blake y Parry), y justo por la frase “bring me my Chariot of Fire” de esta canción es que se decidió que la película se llamaría Chariots of Fire (Carruajes de Fuego, si vamos a ser fieles al texto bíblico que es de donde se toma la figura; en México fue traducida como Carros de Fuego; en otros países de América Latina, como Carrozas de Fuego).

Finalmente, también llama la atención cómo se habla de “reconstruir Jerusalén” en Inglaterra, pero hay que señalar que la teología anglicana-episcopal tradicional siempre ha entendido esto de manera simbólica.

El anglo-israelismo fue, en realidad, una digresión burda, hoy descartada (salvo por algunos grupos algo desubicados) debido a que toda la evidencia histórica, genética y lingüística corroboran, contundentemente, que los pueblos nativos de Europa no tienen ningún origen israelita.

Ese es uno de los aspectos más entrañables de la religión: el lenguaje simbólico nos permite muchas libertades poéticas, como esta.

Lo que nunca va a dejar de ser interesante es cómo los símbolos y la historia del pueblo judío se les metieron hasta la cocina a la realeza inglesa, tanto a nivel político como a nivel teológico. Es lógico, si tomamos en cuenta la importancia que el cristianismo le ha dado a la Biblia hebrea. Pero también es irónico, porque —a fin de cuentas— los únicos que realmente han deseado reconstruir a Jerusalén —la de verdad—, hemos sido los judíos.

Y por eso Jerusalén sigue donde tiene que estar: en el Monte Sion. No en Inglaterra.


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