Basilio Baltasar/ España ha sido el único país europeo sin judíos

Baruj Spinoza

Enlace Judío.- Extracto del artículo El malestar español de Basilio Baltasar publicado por El País el 22 de julio de 2009 en el que el autor reflexiona sobre las posibles causas del atraso económico y cultural español

Un acontecimiento histórico de destacada importancia que nos distingue de nuestro entorno europeo es que España ha sido el único país sin judíos.

La participación de la comunidad judía en el impulso ilustrado permite evaluar los efectos perversos que su ausencia tuvo entre nosotros.

La desgraciada ocurrencia de la expulsión nos privó, en el crucial instante del renacimiento europeo, de una fuerza que se revelaría decisiva en el proceso de reinvención cultural propio de la modernidad. La elaboración de las ideas que cambiaron el aspecto del mundo, la insurgencia que renovó la naturaleza del pacto social y la construcción del individuo inteligente como sujeto central de la Historia deben mucho a los miembros de una comunidad inclinada por necesidad y vocación a impugnar los dictados de la tiranía.

Para hacernos una idea del legado que los judíos no dejaron en España debemos imaginar la influencia que habría tenido entre nosotros la erudita disputa de los rabinos (con su radical veneración por el libro, la letra y la palabra) y las consecuencias culturales de su pasión polémica. Las vehemencias patriarcales de los judíos en la sinagoga habrían dado a nuestro paisaje intelectual una productiva intensidad. Y no sólo por la caudalosa genealogía de sus saberes. Allí donde pudo subsistir, la pluralidad de creencias ayudó a reconocer la soberanía moral del conocimiento y la familiaridad con otras lenguas, otros ritos, otras concepciones del mundo, sembraba una duda de alto valor pedagógico al que no podía ser ajeno un curioso y tolerante observador.

Pero la comunidad judía contribuía al dinamismo de la Historia con aportaciones paradójicas que resultarían esenciales al espíritu del hombre moderno. La tenacidad de sus infatigables discusiones extendía entre la sociedad de su tiempo una deslumbrante oleada de herejías y disidencias. ¡Ojalá hubiéramos tenido entre nosotros al Spinoza que los rabinos de Ámsterdam expulsaron con furiosos anatemas de la sinagoga! ¡Quién hubiera oído entonces sus ácidas sentencias filológicas contra la Biblia! ¡Y las lecciones escépticas de Francisco Sánchez en Toulouse! Y así hasta llegar, siguiendo las huellas de la fertilizante estirpe sefardita, a las recientes reflexiones multidisciplinares del pensador Edgar Morin.

Sin embargo, a pesar de ser tan notable la contribución de los judíos al desarrollo cultural de las naciones -sobre todo desde la Revolución Francesa, cuando tantos de ellos abandonaron sus creencias seculares para incorporarse al prometedor cosmopolitismo laico de los gentiles-, no ha sido sólo su ausencia la que ha conformado nuestra áspera relación con los valores del mundo moderno.

La obsesión por extirpar de España cualquier atisbo de influencia judía dio a la Inquisición siglos de potestad para modelar a su antojo el alma macilenta de un país atemorizado por la epidemia emocional de las delaciones. Pero la amenaza del deshonor y la hoguera no cercó tan sólo a los conversos, metódicamente humillados para ejemplo de todo cuanto súbdito se atreviera a desobedecer la sumisión dominante.

En algún pliegue de nuestra hélice genética debe estar inscrita la lección aprendida a lo largo de estos siglos de vilipendio. Un escarmiento dolorido que, ciertamente, sólo aparece en forma de resentimiento: esa fuerza rencorosa que impide al individuo consumar su razón de ser. Pues lo singular entre nosotros es que la costumbre de la desconfianza sólo pudo forjarse mediante una convicción tan fervorosa como asustada. El hábito de cercar al prójimo con la sospecha que lo incrimina, el recelo que le reprocha ser lo que es, brota instintivamente contra las cualidades de cooperación y competencia del individuo libre. La sospecha y la desconfianza implantadas por la demoledora maquinaria inquisitorial se transformaron en esa presuntuosa filosofía popular que configura el más acentuado rasgo de nuestro carácter, precisamente el que arruina las potencias liberadas por la Modernidad.

¿Será posible liquidar algún día la estéril herencia nacional? ¿Cuándo podrá la sociedad española dar a sus fuerzas creativas la plenitud productiva que vemos florecer en tantos lugares? El sarcasmo que dedicamos al mérito ajeno enmudecería y nos acostumbraríamos a emular la competencia individual que hace prosperar a las naciones. En lugar de confiar en la suerte, la prebenda o el favor, el español abandonaría la atribulada dote de sus antepasados para asumir la responsabilidad personal de la emancipación moderna.

 

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