Enlace Judío México e Israel – Todavía se recuerda en la comunidad judía de México al doctor Morris Hoffs, “el doctor House de su época”, apunta su hija, la psicoanalista Annabelle Hoffs, quien recrea la historia de su familia, en exclusiva, para Enlace Judío, en una conversación que transita por Lituania, Alemania, Estados Unidos y México, a lo largo de décadas y con vuelcos inesperados.
“Mis abuelos venían de Lituania, pero llegaron a Estados Unidos. Él (su padre) ya nació en Estados Unidos y eran seis hijos. O sea, tenía cuatro hermanas y eran dos hombres.” En el seno de una familia ortodoxa, el joven Morris David Hoffs tenía inquietudes que la Yeshivá no lograba satisfacer.
Así, en un viaje inverso al que realizarían muchos judíos de la época, llega a Alemania a estudiar Medicina, porque las universidades de los EE.UU tenían cuota para los judíos y no lo aceptaron. Era la opción más costeable en el contexto de las entreguerras y el nazismo aún no ascendía al poder, aunque la inercia antisemita ya se hacía sentir en toda Europa.
“Sabiendo ídish, no tuvo problema de aprender alemán. Rápidamente se hizo de amigos en Alemania, hablaba ya muy bien alemán, ya se iba con los amigos a pasear, a divertirse, a tomar cerveza, a aprender a tomar cerveza, que en Alemania es muy común.”
Pronto empezó, sin embargo, a escuchar en la calle los discursos de Hitler. Habrá pensado aquel hombre que toda esa bulla sería pasajera, pero no dejaba de crecer. “Lo que le asustó era cómo las masas parecían estar hipnotizadas.”
Esas masas hipnotizadas por el discurso de odio fueron extendiéndose y, un día, la fiebre alcanzó la propia escuela en que estudiaba el joven Hoffs.
“La primera vez que el maestro, en lugar de decir guten morgen entra y dice “Heil Hitler” y todos los estudiantes se levantan para hacer el saludo nazi, es cuando dice “me tengo que ir inmediatamente”.”
Tras probar suerte en un mucho más costoso Edimburgo, y tras la muerte de su padre, el futuro doctor Hoffs, obsesionado con estudiar medicina, descubre que, al otro lado del mundo, en México, existe una gran universidad pública donde se imparte esa carrera: la UNAM.
“Pues entonces mi papá, ni tardo ni perezoso, vuela a México y lo primero que hace es ir a la UNAM a conocerla y bueno, su primera experiencia es que venía vestido, al estilo europeo, con el pantalón abajito de la rodilla, con calceta alta, con el gorrito, y entra a la UNAM y pues todos los muchachos le empiezan a chiflar porque aquí todo el mundo pues andaba en pantalón largo.”
El joven Hoffs se compró un pantalón largo y comenzó a aprender español. Vio con recelo cómo la gente comía tortas de chilaquiles (“eso es harina con harina”, decía indignado), y se abocó a terminar la carrera que le daría un prestigio que continúa hasta nuestros días.
A nice jewish boy
Como no tenía dinero, ese joven emigrante debía comenzar a trabajar, incluso antes de tener un título como médico, y siendo estadounidense de nacimiento, se le ocurrió dar clases de inglés. “Corrió el chisme de que un nice jewish boy viene a estudiar medicina y da clases de inglés. Y así es como empieza la comunidad a saber de él.”
Las primeras alumnas de aquel “lindo chico judío” fueron un par de adolescentes, una de 11 y otra de 14 años, la segunda de las cuales se convertiría, cinco años más tarde, en su esposa. Se trata de la madre de Annabelle Hoffs, que reconstruye la historia con ese tono dulce de voz que la caracteriza.
“M mamá estaba volada por él como muchos adolescentes que se enamoran de sus maestros (…), pero mi papá era muy serio, muy recto”, y la chica debió esperar mucho tiempo hasta que su maestro decidiera cambiar el estatus de la relación que sostenían.
“Un día le dice que quiere hablar con ella”, reconstruye Annabelle, “pero él lo que quería era hablar algo que quería que leyeran” como parte de las clases de inglés, que solían incluir textos clásicos, como Shakespeare. La madre de Annabelle, ilusionada, acudió a la cita en un parque, solo para descubrir que el futuro doctor Hoffs no tenía mayores intenciones.
“Y mi mamá que se enfurece y que le da un puñetazo (…), se asusta de haberlo hecho y y empieza a llorar y se va. Corre, corre, corre, llora y llora y llora de vergüenza de que cómo, cómo le fue a dar semejante puñetazo.” Sin embargo, “sirvió, porque se le declaró, se casaron y se fueron a Chihuahua a hacer el servicio social de mi papá.”
Aquella temporada en Chihuahua se puede imaginar como una gran aventura. La pareja debía recorrer distancias improbables hacia parajes remotos, montada en caballos o hasta en burros, para llevar la ciencia médica a donde no había estado antes, para que el doctor Hoffs pudiera completar ese servicio social que se tomaba con absoluta seriedad, recto como era.
Tras una aventura breve en Estados Unidos, y por la nostalgia que Eugenia Shimanovich de Hoffs sufría lejos de su México adorado, la pareja decidió volver y afincarse en este país hasta el último de sus días. Sería en México donde el doctor Hoffs se especializaría en pediatría, y donde se enfrentaría a un demonio invisible pero cuyos efectos marcaron a varias generaciones.
La polio y el doctor Hoffs
Con ocho años de diferencia nacieron Lorelle, primera hija del matrimonio, y Annabelle Hoffs. Esta última recuerda que su padre tenía un consultorio pediátrico cerca del Cine Diana, en Reforma, aunque luego se mudó a Prado Sur, más cerca de la comunidad judía que lo adoptaría como el pediatra de elección.
También era frecuentado por “intelectuales, políticos, gente así, pues, que supo de él” y que lo buscaba en una época terrible, cuando la epidemia de polio dejó a cientos de miles de niños paralizados parcial o totalmente.
Lo que el doctor no imaginó fue que la enfermedad a la que combatía con los muy limitados elementos con que contaba acabaría alcanzando lo más preciado: su propia casa.
“A mí, al año ocho meses, en Acapulco, me da polio y es mi papá quien se da cuenta.” Había ido de vacaciones la familia cuando comenzaron los síntomas que ya el doctor Hoffs había visto tantas veces. Entonces, decidió “venirse como a México como un desesperado, aterrado de que no fuera yo a acabar o muy mal o morir.”
Recientemente se había creado una vacuna para proteger a los niños de esa enfermedad, que ya tenía décadas causando estragos en el mundo, pero pero aún no llegaba a México y para Annabelle era demasiado tarde. “Lo único que sé que me dieron fue gamaglobulina, que ayudaba a subir las defensas, pero pues fuera de eso no hay nada que hacer.”
La polio vs Annabelle Hoffs
No había vacuna y no sirvió el agua bendita que su nana vertió sobre las piernas de la niña, con la esperanza de que las sanara. Pero sí funcionó la fisioterapia que una chica alemana (paradójicamente) le impartió, y que le permitió viajar desde la adolescencia sin compañía de sus padres.
“Cuando crezco, llega un momento en donde entré en una situación difícil, porque cuando ya me vuelvo una jovencita, una mujercita, pues ya quiero chavos y me gustan y coqueteo y vamos con las amigas a tomar algo en el Sanborns, que era lo que estaba en esa época, y pues resulta que llegaban los muchachos y platicábamos y todos felices y acabábamos y cuando ya nos vamos a parar y se me ocurría agacharme y sacar las muletas para levantarme a los chavos que se cambiaba la cara totalmente.”
Hablar de discapacidad cuando se tiene en frente a una mujer que ha viajado por todo el mundo, conducido autos, montado camellos y elefantes, nadado con manta rayas y surcado abismos de 3000 metros en tirolesa, parece, por lo menos, impreciso.
Para Annabelle Hoffs, alcanzar la libertad fue una obsesión desde pequeña
Y si las otras personas la percibían como una “paralítica”, ella nunca sintió que su condición le impusiera demasiados límites. El resto de su vida estaría marcada por una lucha entre el prejuicio y su tenacidad, entre el destino y su voluntad, entre la vida y… ¡la vida!
Todavía con un hálito de frustración o de enojo en la voz, Annabelle reconstruye la historia de su primer noviazgo. “Un día voy a una conferencia y había unos escaloncitos. Yo puedo subir y bajar escaleras, podía hacer de todo, pero la vi un poco empinada esta vez y dije “ay, sí estaría bien que alguien se pusiera enfrente, no más por si los apuros.”
Como si le leyera la mente, un joven que estaba ahí se ofreció a ayudarla. “Le digo: ‘¿me puedes dar una manita? Mira, nomás párate enfrente de mí, porque no vaya a ser que pierda el equilibrio. Si lo pierdo, pues me pescas’.” Ambos rieron y, “para mi sorpresa, cuando estoy abajo, que me pide el teléfono.”
Recuerda aquellos primeros días o semanas de noviazgo como algo “maravilloso”, pero luego vuelve a enfurecerse (aunque con la misma dulzura y gentileza con que hasta este momento de la entrevista ha estado hablando), cuando debe narrar la forma en que, un día, aquel príncipe azul se convirtió en sapo.
Y ocurrió que, un día, contrario a la costumbre, ella fue quien pasó por su novio en su coche (arreglado para manejarse con las manos), porque el de él estaba descompuesto. “Entonces le digo: ‘Ah, ahora que yo tengo el coche, te voy a llevar a un lugar que tú no conoces —porque él me llevo a muchos lugares padres—. La pasamos muy bien, muy rico.”
Solo que, a partir de entonces, él dejó de llamarla. Sí, admite, le contestaba el teléfono, pero no tomaba la iniciativa. Y ella no entendía por qué el distanciamiento, hasta que un día, como si con ello anticipara esa intuición que después la acompañaría en el consultorio psicoanalítico, dio en el clavo.
“¡Ah, Dios mío de la vida! ¡Fue el día que yo manejé!”, descubrió. “Yo pasé por él y yo lo llevé a pasear a todos lados y lo regresé a su casa. O sea, ese día él no fue el príncipe que rescata a la joven. Yo que sé, a quien quieras, a Blancanieves a Lady in Distress. Resulta que no necesitaba que me salvaran de nada. Ese día yo lo salvé de que su coche no servía y yo fui la que llevé las riendas y la que hizo todo y a la que vio fuerte.”
Los milagros están en todas partes
Quizás porque su amor por la vida es demasiado grande para que ella se contentara con la propia; quizás porque era consciente del azar que puntillosamente había decidido que existiera y fuera una guerrera que lo vence todo; o quizás porque es el tipo de persona que no acepta un “no” como respuesta fácilmente, la falta de una pareja no fue impedimento para que Annabelle Hoffs se convirtiera en madre.
Antes, la entonces joven estudiante de Física había comenzado a descubrir el psicoanálisis. La ciencia no podía abarcar el alma, la consciencia. Al menos no todavía ni tan emotivamente como ella, hasta hoy en día, encara el encuentro con sus pacientes. Tras cambiarse a Matemáticas para acortar la carrera, Hoffs viajó a Estados Unidos para hacer un posgrado y comenzar un entrenamiento en psicoterapia psicoanalítica.
Estaba, de cierta forma, siguiendo los pasos de su madre, que según ella, fue la primera psicóloga mexicana, en una época en que pocas mujeres lograban concluir o si quiera comenzar estudios universitarios.
También fue la mujer que, un día, le habló de la inseminación artificial, el método que la haría madre finalmente y luego de innumerables intentos.
“Si algún día logro ayudar a alguien como él me ayudó a mí, ya me doy por bien servida”, se decía Annabelle cuando recordaba a su psicoanalista y lo mucho que había hecho por ella en los momentos de más desesperación. Ahora, muchos años después y con una experiencia clínica sobresaliente, reconoce “que he sido exitosa, me va bien, tengo pacientes y tengo sobre todo el privilegio de decir que (…) he logrado ayudar a mucha gente.”
Aunque los exteriores y las aventuras en la naturaleza la siguen emocionando, ama “la magia que se hace (en el consultorio), que la gente pueda volverse un buen jinete, porque yo no les digo qué hacer o no hacer. ¿Quién soy yo para decir eso? Yo lo que quiero es que sea un buen jinete y que lleve las riendas de su vida y que vaya donde quiera.”
“¿Quieres ver milagros? Abre los ojos. Los milagros están en todos lados”, dice, y luego habla de su hijo, nacido casi milagrosamente gracias a la donación de un padre anónimo, aunque inteligente y judío, como ella quería, y que hoy es para ella la encarnación del gran amor, ese que se le negó en otras formas pero que, en la humanidad de su hijo, ha alcanzado la estatura del cielo para ella.
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