Enlace Judío – Pareciera que cada cien años tendemos a cometer los mismos errores. Después de toda la experiencia del fascismo, el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial, el mundo otra vez se encuentra sumido en discursos autoritarios y populistas, y los brotes de racismo (sobre todo antisemitismo) y autoritarismo parecen indicar que no hemos aprendido mucho.
Y no, no se trata de una ilusión. Es un hecho que las sociedades humanas tienen ciclos bien definidos, y uno que parece haber tomado forma en los últimos siglos es la alternancia entre los gobiernos de izquierda y de derecha. O, para ser más precisos, la alternantica entre los fracasos de la izquierda y la derecha.
En lo superficial, el asunto parece ser así: los gobiernos de derecha tienden a ser más o menos exitosos en lo económico, pero desastrosos en los Derechos Humanos; los de izquierda tienden a ser más o menos exitosos en los Derechos Humanos, pero desastrosos en lo económico. Cuando la derecha se asienta en el poder, la estabilidad financiera parece mantenerse y funcionar, pero las condiciones autoritarias hacen que la gente opte por moverse hacia la izquierda; y cuando la izquierda se asienta en el poder, el fracaso económico hacen que una nueva generación opte por un modelo más duro y autoritario, pero eficiente en los aspectos económicos.
Pareciera una variante de la célebre frase de “tiempos buenos generan gente débil; gente débil genera tiempos malos; tiempos malos generan gente fuerte; gente fuerte genera tiempos buenos; y volvemos a empezar”.
Un análisis más detallado nos muestra que, en realidad, las cosas no son tan simples. La geometría política que se obstina en diferenciar entre izquierda y derecha es, ante todo, una ficción. Si bien esa forma de clasificar posiciones políticas funcionó potablemente desde finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XX, en las últimas décadas es una teorización que ha quedado obsoleta. Hoy por hoy, está claro que un mismo gobierno puede ser “derechista” o “izquierdista” al mismo tiempo. Lo podemos ver en casos donde coaliciones aparentemente dispares se integran para formar gobiernos en regímenes parlamentarios. Y es que un gobierno responsable entiende que no debe responder a dictados ideológicos sino, simplemente, a la eficiencia. Si esta a veces parece de izquierda o de derecha, es lo de menos.
La verdadera lucha en la actualidad es entre el autoritarismo y su contraparte, la democracia. Los ciclos que se alternan aproximadamente cada siglo obedecen a esa lógica: épocas en las que las sociedades humanas se rinden a la creencia de que sólo el ejercicio absoluto del poder puede solucionar las cosas, y épocas en las que se decantan por buscar gobiernos que acepten trabajar bajo el esquema de los contrapesos de poder propios de la democracia.
En el fondo de este dilema subyace nuestra percepción de la realidad. Los paradigmas más primitivos —sorprendentemente, vigentes en muchos países o en muchas culturas— son aquellos en los que sigue arraigada la profunda convicción de que el mundo es el territorio de una lucha entre el orden y el caos. Esta es una visión netamente mitológica, y siempre va acompañada de la creencia en que la solución es lo heroico. Ya sea por medio del héroe o del acto heroico (“la revolución”, le llaman desde tiempos de Marx), la más noble y elevada expectativa del ser humano debería ser ese punto de inflexión en que un golpe de autoridad ponga fin a las injusticias, la desigualdad, la pobreza, la explotación y el sufrimiento.
Hasta finales del siglo XVIII, esta fue la visión natural que la humanidad tuvo sobre la política. Desde entonces, la obra de economistas como Adam Smith o David Ricardo empezaron a poner el énfasis en otra posibilidad (que ya he mencionado): la búsqueda de soluciones a los problemas sociales no por medio de lo heroico, sino por medio de la eficiencia, porque el problema del ser humano no es una lucha entre el orden y el caos, sino una entre la eficiencia y la ineficiencia.
Pero estas ideas no fueron revolucionarias, en estricto. Es decir, ni Ricardo ni Smith las plantearon como una propuesta para que generaciones futuras luego llegaran a implementarlas y, con ello, cambiaran el rostro de las sociedades humanas. Fue al revés: los cambios se dieron primero como parte de las dinámicas sociales, y Smith y Ricardo sólo pusieron atención a lo que veían frente a sus propias narices. Luego, simplemente se dedicaron a analizarlo y describirlo.
¿Qué fue lo que había cambiado en la sociedad europea de su tiempo? Sencillo: el empoderamiento de la clase media o burguesía. Este fue resultado de un lento proceso que, literalmente, comenzó en la Edad Media. Primero con la reactivación de rutas comerciales, provocada por el establecimiento del Reino Cruzado de Jerusalén a inicios del siglo XII; y luego, por el impacto social y económico que provocó la epidemia de Peste Negra, a mediados del siglo XIV. Por sorprendente que parezca, estas coyunturas generaron las condiciones para que la burguesía fuese adquiriendo cada vez más poder económico, y hacia la segunda mitad del siglo XVIII estaba lista para disputarle el poder a las monarquías que, desde Sargón de Akkad en el siglo XXIV AEC, creían que tenían el derecho divino a ejercer el poder absoluto. Las dos grandes revoluciones de esa época —la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa— fueron el primer llamado de atención al respecto.
Poco a poco, los burgueses les fueron ganando el pastel a los reyes. ¿Cómo lo lograron? En cierto sentido, podemos decir que de un modo tan lógico como fácil (aunque irremediablemente lento): la burguesía se sustenta en el comercio, y el comercio no puede prescindir de la eficiencia. Por lo tanto, todos los modelos de conducta social naturales de las clases medias tienden, por sí mismos, a buscar la eficiencia. Las monarquías son todo lo contrario: onerosas e improductivas.
Fueron necesarios alrededor de 150 para llegar al colapso del poder monárquico, pero al final de cuentas se logró. Y es que era inevitable: en una guerra entre gente eficiente contra gente ineficiente, es obvio quién va a ganar. Si los reyes europeos y sus vetustas estructuras aristocráticas sobrevivieron siglo y medio tras la aparición de las ideas democráticas y el capitalismo moderno, fue sólo porque llevaban siglos arraigados tanto en el ejercicio del poder como en los paradigmas mitológicos y heroicos de la gente. Pero la ineficiencia es la ineficiencia, y tarde o temprano tenía que comenzar a ceder su espacio a alternativas mejor diseñadas e implementadas.
Por supuesto, si vamos a hablar del éxito de la eficiencia burguesa y capitalista, hay que notar que este todavía es parcial. De hecho, habría que decir que apenas está comenzando, y que su verdadero auge dio sus primeros pasos tan sólo después de la Segunda Guerra Mundial. La eficiencia democrática es una joya que apenas hemos visto en los gobiernos occidentales. Países autoritarios como Rusia y China ya probaron un poco de las mieles del libre mercado, pero se obstinan en tratar de encontrar la fórmula que les permita combinar el éxito económico con el autoritarismo político (spoiler: no la van a encontrar; el autoritarismo político modelo Partido Comunista chino, es carísimo; es decir, ineficiente).
Muchas sociedades, como ya lo dije, se mantienen arraigadas en el pensamiento mágico de los mitos, y siguen esperando soluciones heroicas. ¿Cuántas veces no escuchamos en nuestros propios países —me refiero a una realidad muy latinoamericana— la consabida frase de que “lo que necesitamos es un presidente fuerte y decidido que apenas llegue al poder, meta a la cárcel a toda la gente corrupta y les confisque sus bienes”?
Ese es el sustrato social que hace posible la reaparición, de tanto en tanto, de eso que hoy llamamos populismo, pero que no es sino el paradigma autoritario natural de la política desde tiempos de la Revolución Agrícola. Y ese autoritarismo siempre viene acompañado con lo peor del ser humano. Especialmente, del racismo.
La lógica de la eficiencia democrática es sencilla: si somos cien y trabajamos todos, vamos a generar cierta cantidad de riqueza. Si llegan diez más (inmigrantes, gitanos, judíos, lo que gustes) y trabajan con nosotros, pues vamos a generar más riqueza (en cifras, vamos a llegar al 110%). La lógica de la ineficiencia autoritaria es igual de sencilla: esos diez nos van a quitar nuestra riqueza (en cifras, vamos a llegar al 90%).
Todo eso que, hoy por hoy, nos hace sentir que una Kristallnacht podría repetirse en muchos lugares del mundo, no es sino nuestra vieja mentalidad feudal, nacionalista, miope e ineficiente, resistiéndose a ser relevada por un compromiso con la eficiencia.
Respecto al resultado final de esta extraña contienda, soy optimista. Creo que, eventualmente, los valores democráticos se van a imponer sobre los modelos autoritarios. ¿Por qué? Porque los primeros son eficientes y los segundos no, así que el peso de las dinámicas sociales inevitablemente se va a decantar a favor de quienes procuran hacer las cosas bien o mejor. Simple lógica.
Pero el proceso va a ser muy largo, muy lento. Así es la naturaleza humana, y no parece que podamos cambiarla de la noche a la mañana.
Mientras tanto, nuestra responsabilidad es apelar a nuestro sentido moral para hacerle ver a una humanidad altamente ineficiente que el racismo y el autoritarismo no son la solución de nada. Los alemanes de hace un siglo lo entendieron por la ruta difícil, y el saldo final fue la destrucción total de su país (y no sólo de su país, sino de toda Europa y una buena parte de Asia).
El compromiso del pueblo judío con el “¡Nunca jamás!”, como puede verse, es más complejo y amplio que un simple llamado a la concordia sentimental.
El nazismo pudo empoderarse hace un siglo porque se aprovechó de una sociedad vulnerable. Sociedades vulnerables, en la actualidad, existen muchas. Así que la solución no pasa por el discurso que invita a que seamos mejores seres humanos. Eso sólo es un apoyo. La solución pasa por resolver la vulnerabilidad de los más desfavorecidos, y eso sólo se logra por medio de la eficiencia.
La lucha es difícil, los éxitos se dan a cuentagotas, y el proceso es lento.
Pero no debemos rendirnos. Nosotros, los judíos —un pueblo forjado pacientemente a lo largo de cuatro mil años de historia— podemos dar fe de que sí vale la pena intentarlo.
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