Enlace Judío – Todos conocemos la historia de los Macabeos, origen de la festividad de Janucá. El relato de cómo los pocos derrotaron a los muchos, el del milagro del aceite y el de cómo el Templo de Jerusalén fue rescatado de sus profanadores y dedicado nuevamente al culto del D-os de Israel. Sin embargo, ¿es correcto decir que los judíos ganamos esa guerra? A primera vista, pareciera que no.
Vamos por orden: ¿Por qué hubo un episodio tan terrible y violento como la Guerra Macabea? Suponer que fue sólo por la invasión o interferencia del malvado rey Antiojus (Antíoco IV Epífanes) sería ingenuo. Guerras de esa magnitud ocurren sólo por complejas combinaciones de diversos factores.
Desde el año 332 AEC, el Reino de Judea quedó bajo dominio macedonio; luego, tras la muerte de Alejandro Magno, Seléucidas y Ptolomeos se disputaron esta provincia, y en un primer momento quedó bajo dominio egipcio; luego, pasó a manos de Siria.
El detalle relevante es que, para estas épocas, estamos hablando de los egipcios y los sirios plenamente helenizados. Por ello, los conflictos de los judíos no se recuerdan como una confrontación contra Egipto (como en el caso del Éxodo) o contra Siria (como en el caso del rey Hazael). Se recuerdan como una guerra contra Grecia (Yaván y los yavanim), un dato que en estricto sería incorrecto si nos remitimos a lo geográfico. Pero es correcto en lo cultural: en esos tiempos, la capital egipcia estaba en Alejandría, una ciudad que —al igual que Damasco— era idéntica que Atenas o que Corinto.
Las fricciones comenzaron mucho antes de que el tirano usurpador Antíoco IV Epífanes se hiciera con el trono en Damasco. En realidad, comenzaron desde que la simple inercia de las dinámicas sociales y políticas imperialistas provocaran que algunos sectores de la aristocracia judía se rindieran ante las modas provenientes de Grecia.
Esto fue lo que incrementó las tensiones y las fricciones, y Antíoco IV sólo fue el detonante para que esa polarización de la sociedad judía (helenistas contra tradicionalistas) explotara después de 161 años de dominio macedonia-ptolomeo-seléucida.
El desenlace de la Guerra Macabea lo conocemos bien: los Macabeos derrotaron a las tropas de Antíoco, Judea se independizó momentáneamente, y la profanación del Templo de Jerusalén quedó conjurada. Por lo menos, eso es lo que celebramos en Janucá. Sin embargo, la historia no terminó allí.
Efectivamente, en el año 164 AEC Judas Macabeo liberó a Jerusalén y al Templo. Pero las hostilidades reiniciaron en el año 162 AEC, y el embate de las tropas siras fue tal, que Judas y sus soldados leales tuvieron que huir de Jerusalén. Dos años más tarde, Judas murió en combate. El liderazgo recayó en su hermano Yonatán, y este propinó dos severas derrotas a las tropas sirias-seléucidas, al punto que obligó a su general Baquides a negociar una paz definitiva.
Esta se logró hasta el año 158 AEC, pero con ello concluyó de manera efectiva la Guerra Macabea. Judea se comprometió a que no buscaría la independencia, y Damasco se comprometió a respetar la religión judía. El trato se cumplió, y la calma volvió a las relaciones entre ambos reinos.
Hasta aquí, pareciera que la guerra se ganó. Pero lo que vino después debería obligarnos a cuestionarnos esto. Tras la muerte de Yonatán, su hermano Simón ocupó el trono, y con él comenzó la poderosa dinastía Hasmonea.
Y aquí viene lo paradójico: los Hasmoneos se convirtieron en un gobierno proclive a lo helenístico, y su largo domino —desde el 145 hasta el 63 AEC— fue el preludio que preparó a Judea para convertirse ahora en una provincia romana. Durante todo este lapso, el judaísmo helenista volvió a florecer, e incluso produjo a uno de los filósofos más influyentes de la antigüedad, Filón de Alejandría.
Entonces ¿realmente ganamos? Si de todos modos el helenismo volvió a florecer ¿realmente derrotamos a los yavanim y a quienes habían profanado el Templo de Jerusalén?
La respuesta es que sí. Ganamos. Con todo y el resurgimiento del helenismo al interior del judaísmo, las cosas cambiaron radicalmente a cómo habían sido antes de la Guerra Macabea.
Lo primero es entender de qué se trataba el ataque de Antíoco IV Epífanes, especialmente en el aspecto religioso.
La cultura helenística siempre se vio a sí misma como un vehículo modernizador. Su intención nunca fue suplantar la cultura de ningún lugar, de ningún grupo de gente. Simplemente, se pretendía introducir a todo mundo a las ventajas de la modernidad griega. Eso, por supuesto, implicaba un mestizaje cultural. Pero la esencia de cada cultura no se debía perder. Sólo se debía adecuar a un nuevo modo de ser y de pensar.
Religiosamente, eso se expresaba de un modo muy singular. Podría decirse que, incluso, se logró un gran paso en la evolución de los paradigmas de la religión politeísta.
El politeísmo más primitivo simplemente creía en que el cosmos estaba plagado de dioses. Cada nación tenía los suyos propios y, en última instancia, daba lo mismo pensar en que hubiera diez o que hubiera mil. Esto generaba una situación interesante: hacia totalmente innecesaria la conversión religiosa, porque desde el paradigma politeísta no había modo de plantear la posibilidad de que alguien estuviese adorando a un dios que no existía y, por lo tanto, le fuese necesario cambiar de religión. Por el contrario: en esa condición, la religión se convirtió en un asunto de identidad nacional. Es decir, practicabas tal o cual religión porque era la religión de tu nación. No había ninguna lógica para practicar otra, o para dejar de practicar la propia.
La cultura helenística vino a alterar —y a simplificar— esta situación con la idea de que todas las naciones adoraban a los mismos dioses, aunque dándoles diferentes nombres. Así pues, si el mito griego contaba que el cosmos se lo habían repartido Zeus (el cielo), Poseidón (las aguas) y Hades (el inframundo), al entrar en contacto con la cultura latina se estableció que Zeus y Júpiter eran el mismo dios, lo mismo que Poseidón y Neptuno, y Hades y Plutón. El asunto no paró allí: cuando esta cultura entró en contacto con —por ejemplo— la cultura mesopotámica-cananea, entonces se “entendió” que Baal era el mismo que Zeus–Júpiter, que Yam era el mismo que Poseidón–Neptuno, y que Mot era el mismo que Hades–Plutón.
Esto nos permite entender en su justa dimensión la profanación cometida por Antíoco IV Epífanes en Jerusalén. Si él nos hubiese explicado sus planes, seguramente nos habría dicho que él no tenía ninguna intensión de erradicar el judaísmo. Simplemente, quería que los judíos entendiéramos que el D-os al que adorábamos era el mismo que Zeus-Júpiter-Baal. Lo sabemos porque el registro histórico señala que la profanación del Templo consistió, justamente, en dedicarlo al culto de Zeus.
Antíoco además habría agregado que esto representaba muchas ventajas para los judíos. Por ejemplo, si un judío se encontraba de viaje, podía asistir a presentar ofrendas a cualquier templo dedicado a Zeus, Júpiter o Baal, confiando que esas ofrendas estaban dirigidas a su propio D-os, aunque con otro nombre. De ese modo era como los helenistas empezaban a entender la religión como algo universal.
Por supuesto, en ese paradigma tampoco cabía la posibilidad de cambiar de religión. ¿Para qué, si desde cualquier práctica religiosa se podía adorar a cualquier deidad? Si eras un devoto de Baal pero sólo tenías a la mano un templo dedicado a Júpiter, no había problema. Presentabas tus ofrendas allí, y eso no significaba que hubieses cambiado de religión. Significaba que habías rendido adoración a tu amadísimo Baal, aunque bajo el formato romano (lo cual no tenía nada de malo).
El judaísmo, por supuesto, no aceptó semejante concepto de “modernidad” religiosa. El mundo helenístico, en general, fue incapaz de comprender que el judaísmo veía las cosas desde un paradigma radicalmente diferente, en el que no había cupo para adorar nada que fuese distinto al D-os de Israel.
¿Por qué?
Porque detrás de esa aparente universalidad religiosa, subyace una idea incompatible con el monoteísmo judío: la noción de que el cielo tiene sus leyes (dictadas por Zeus o como le quieras llamar), el mar las suyas propias (dictadas por Poseidón en cualquiera de sus modalidades), y el inframundo las correspondientes (definidas por Hades en sus múltiples variantes).
Y esto es un problema. ¿Por qué? Porque significa que el devenir de la historia es arbitrario, aleatorio, determinado únicamente por el capricho de los dioses.
En contraste, el monoteísmo dice que hay un solo D-os y eso significa que el cielo, el mar y el inframundo (entiéndase: lo que hay más allá de esta vida) se gobiernan desde una misma autoridad y constituyen, por lo tanto, una misma realidad. Por ello, aceptar la idea de que el D-os de Israel era el mismo que Zeus implicaba reducirlo, limitarlo, declararlo ajeno a la realidad que gobierna en las aguas y en el inframundo.
Esa fue la idea contundentemente derrotada en la Guerra Macabea. Sí, el judaísmo helenista volvió a florecer, pero no con este enfoque. Al contrario: con todo y lo cuestionable que resultó para el judaísmo tradicionalistas de su época (especialmente para el de tipo fariseo), el judaísmo de Alejandría nunca se planteó la posibilidad de reducir su concepto de D-os, o de fragmentar la realidad de tal modo que el cosmos se convirtiera otra vez en un territorio del caos.
Al contrario: las explicaciones sobre D-os dadas por Filón de Alejandría sentaron las bases para que la religión helenística se sobrepusiera a su naturaleza politeísta y pudiese abrazar finalmente el monoteísmo.
La trescendencia de esto es mayúscula. Con este paso se sentaron las bases para que la filosofía tardía del mundo greco-latino, y luego la medieval, se encarreraran en la dirección de entender que la realidad es una sola, y funciona de manera unificada. Sin esa idea esencial, la ciencia es imposible.
Por eso es que se ha señalado que el judaísmo es igualmente influyente que el helenismo para entender lo que somos como civilización occidental.
Porque los pocos derrotaron a los muchos, y un milagro con el aceite y las luces ocurrió allá, en Eretz Israel.
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