Enlace Judío – Janucá es una época para reflexionar en milagros. “Los pocos derrotaron a los muchos”, dice nuestra tradición. El aceite que era para un día se mantuvo encendido durante ocho, agrega. Un gran milagro se hizo allá, dicen nuestros dreydels si estamos fuera de Israel; “se hizo aquí”, si estamos en la Tierra Santa. Lo curioso es que probablemente no exista un milagro más ambiguo que ese, el de Janucá. Tan es así, que incluso nos vemos obligados a preguntar si realmente hubo un milagro, o algo más.
Toda esta reflexión se me vino a la cabeza a partir de una pregunta planteada por el rabino Uriel Romano en Twitter, hace unos días: ¿Por qué decimos que el milagro de las luces duró ocho días, si había suficiente aceite para un día? En ese caso, el primer día no tendría nada de milagroso; su luz sería algo normal, porque había aceite. El milagro como tal sólo habrían sido los otros siete días.
Lo primero que se me ocurre contestar es que, entonces, el milagro no estuvo en las luces, sino en la fe del kohen que decidió usar esa única ánfora con aceite para un día. Lo fácil habría sido decir “muchachos, vamos a posponer una semana la reinauguración del Templo, en lo que fabricamos más aceite”. Pero no. Alguien decidió que había que encender la Menorá con todo y la carencia de aceite, y luego vino el milagro.
Es una lógica muy similar a la del midrash que nos dice que cuando Moisés extendió su vara sobre el Mar Rojo, este no se abrió de inmediato, sino sólo hasta que el primer judío se metió al agua para empezar a cruzar hacia el otro lado.
La idea subyacente es que los milagros no ocurren si nosotros no hacemos que ocurran. O, por decirlo de otra manera, que el milagro está en nosotros, no en los objetos.
Pero si ya empezamos a cuestionarnos el asunto, entonces cuestionémoslo bien.
Mi siguiente pregunta sería de qué se trató el milagro. Digo, porque milagro, lo que se dice milagro, habría sido que D-os protegiera a su pueblo de la crueldad de Antiojus, y ningún judío hubiese tenido que morir por su fe, o que el Templo no hubiese sido profanado. ¿Por qué el milagro llega cuando ya hubo una desgracia? ¿Por qué no llega antes? ¿Por qué los milagros son correctivos y no preventivos? ¿Acaso es necesario pagar con sangre el derecho a recibir un milagro?
Si analizamos las cosas fríamente, incluso hay que señalar que la derrota de los yavanim no fue tampoco un milagro. Eso de “los pocos derrotaron a los muchos” puede entenderse perfectamente si analizamos un poco la errática conducta de Antíoco IV Epífanes. Obsesionado con reconstruir el esplendor del Imperio Seléucida, el perverso monarca se metió en demasiados problemas y fue el responsable de su propia desgracia.
Tras la muerte de Alejandro Magno, su imperio se dividió entre sus cuatro principales generales. Seleuco fue el más beneficiado con el reparto, ya que se quedó con toda la zona oriental del imperio. En su momento de mayor esplendor, los dominios de Seleuco abarcaban casi tres cuartas partes de lo que habían sido los dominios de Alejandro Magno. Sólo Siria, Egipto, el Asia Menor y Grecia quedaban fuera de su control.
Sin embargo, hacia el final de su reinado las provincias de la zona más oriental comenzaron a rebelarse, y durante las épocas de sus sucesores Antíoco I, Antíoco II y Seleuco II, muchas regiones lograron independizarse. Una breve fase de resurgimiento del podería seléucida vino con el siguiente rey, Antíoco III el Grande, pero a su muerte el imperio volvió a desmoronarse. Luego vino el reinado de Seleuco IV, asesinado por su ministro Heliodoro, situación que devino en la usurpación del trono por parte de Antíoco IV Epífanes, hermano del rey, y quien no era el heredero legítimo.
Antíoco trató de vengarse de los egipcios y de reconquistar toda Mesopotamia. Para ello emprendió sendas campañas militares, y el saqueo a Jerusalén debe entenderse en ese contexto. Se trataba de una estrategia extrema y violenta para financiar sus proyectos militares.
Su primer ataque a Babilonia no tuvo éxito, pero su campaña en Egipto sí. Sin embargo, chocó con los intereses de Roma, que le obligaron a retirarse de sus conquistas. Humillado, Antíoco IV se propuso saquear nuevamente a Jerusalén —para entonces ya estaba activa la guerrilla dirigida por los Macabeos—, con el objetivo de levantar una nueva campaña en Mesopotamia.
Mientras residía en la ciudad de Tabas (o Gabas), Antíoco IV murió repentinamente en el año 164 AEC. Esta situación trajo un caos absoluto a las tropas seléucidas, que se hallaban repartidas entre Mesopotamia y Judea; en un lugar, tratando de reconquistar una cantidad enorme de territorio; en el otro, tratando de sofocar la revuelta judía.
Esto fue lo que Judas Macabeo y sus tropas aprovecharon para derrotar a los seléucidas, liberar Jerusalén y restablecer la práctica del judaísmo de manera libre y soberana. Así que milagro, lo que se dice milagro, no lo fue. En realidad, Antíoco no fue un estratega brillante y sus pésimas decisiones fueron las que lo hundieron.
¿Entonces a qué nos referimos cuando hablamos de un milagro de Janucá? ¿Al asunto de las luces? Suena lógico, pero ¿qué utilidad real hay en ese supuesto milagro? ¿De qué sirve que un poco de aceite multiplique su rendimiento en un 800%, si hubo vidas que se perdieron antes de eso?
Sirve de mucho. Más bien, de muchísimo.
Sí, es cierto que muchas vidas —lamentablemente— se perdieron en esa etapa de nuestra historia. Muchos judíos tuvieron que enfrentar el martirio debido a su decisión de mantenerse fieles a su fe. Si le ponemos atención a eso, lo primero que debemos entender es que D-os no parece demasiado interesado en alterar el curso natural de la historia, por duro y brutal que este pueda ser.
Pero nosotros sí. Al pueblo judío sí le ha interesado, muchas veces a lo largo de los siglos, rebelarse en contra de lo que históricamente podría parecer lógico o natural. De hecho, lo lógico y natural —en términos estrictamente históricos— es que nosotros teníamos que haber desaparecido tras la conquista babilónica, a inicios del siglo VI AEC. Y, sin embargo, aquí estamos. Incluso, hay que decir que aquí estamos pese a todos los enemigos que hemos tenido que enfrentar desde entonces, que no han sido pocos.
El milagro fue, teniendo todo en contra, el pueblo judío de todos modos quiso luchar. O, dicho en otros términos, el milagro no fue una luz que duró ocho días, sino una luz que se ha mantenido encendida e intacta durante más de dos mil años.
Traducido a términos más concretos, el milagro es el Estado de Israel, un estado inverosímil, improbable, irreal. Ya lo dijo David ben Gurión: si quieres ser realista en Israel, tienes que acostumbrarte a los milagros.
Al final del día, el verdadero milagro de Janucá es el pueblo judío y su vocación de ser una luz que se comparte de corazón en corazón, aunque sea el momento más oscuro de todos (este año, el Solsticio de Invierno —la noche más larga del año— ha coincidido con la cuarta vela de Janucá). Las olas de la historia han ido y venido por más de veinte siglos, y nosotros seguimos aquí, encendiendo velas, preparando delicias fritas en aceite, y cantando, bailando, riendo y dando regalos a los niños, simplemente porque sabemos que detrás de esos momentos hay un milagro de proporciones históricas, de alcances milenarios.
Por eso la ordenanza de Janucá es contemplar las luces de las velas. Se nos dice que no nos está permitido usarlas para otra cosa; esa luz sólo debe observarse para alabar a D-os por los milagros que hemos recibido.
Es una experiencia hermosa. Un momento en el que la simple contemplación de algo tan frágil como la luz de unas velas, nos recuerda que nuestra propia fragilidad como seres humanos no ha sido impedimento para que la Luz de la Torá siga brillando en nuestros corazones. Miles de años no la han podido apagar; Antiojus y nuestros demás enemigos tampoco.
El milagro no está en un candelabro, sino en nosotros mismos. La verdadera Luz de Janucá no es la que pasa del Shamash a las otras velas, sino la que pasa de las velas a nuestro corazón.
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