Irving Gatell/ El judaísmo y la invención de la religión

Enlace Judío – El judaísmo es más que una religión —ya se sabe—. Pero, como fenómeno histórico, lo más evidente es asociar la identidad judía a la práctica de la religión del mismo nombre. Esto es algo tan natural, que muy pocas veces nos detenemos a reflexionar en ciertas cuestiones históricas que indican que, muy probablemente, fuimos los judíos los que inventamos el concepto de religión.

Cualquiera podría objetarme que, desde muchos siglos antes de que apareciera el pueblo israelita, todas las naciones ya practicaban una religión. Así que ¿de dónde se me ocurre que el pueblo judío pudo ser el inventor del concepto?

Velo de esta manera: la religión siempre fue una práctica nacional. Es decir, no era optativa, y menos aun un asunto de devoción personal. Su naturaleza era absolutamente étnica, y sus rituales estaban enfocados en asuntos de importancia étnica, política, social y —podría decirse— nacional. En otras palabras, si tú nacías babilonio, la rutina de tu existencia incluía la práctica de la religión babilónica; si nacías etrusco, lo mismo pero con la religión etrusca. Y así sucesivamente.

El concepto de conversión no existía. ¿Por qué? En primer lugar, porque una conversión religiosa habría implicado un cambio de nacionalidad, algo que en la antigüedad no se conceptualizaba remotamente como en la actualidad. Pero, además, porque el sistema de creencias politeístas no hacían que dicha idea resultara razonable. ¿Para qué cambiar de dioses si tu estructura mental te indicaba que todos los dioses existían?

En la actualidad, cuando una persona cambia de religión lo hace porque asume que sus creencias previas están equivocadas, y anda buscando las creencias correctas. Semejante tipo de debate era imposible en el politeísmo antiguo. Jamás ibas a toparte con alguien que te dijera “oye, los treinta y cinco dioses que tienes son falsos; los treinta y cinco dioses verdaderos son los míos. ¿Por qué no te vienes a vivir a mi país y cambias de nacionalidad?”

La expansión de la cultura helenística hizo todavía más difícil pensar en la conversión como alternativa religiosa, porque uno de los rasgos más llamativas de esta moda cultural que se expandió gracias a macedonios, egipcios-ptolemaicos, seléucidas y romanos, es que los dioses que adoraba una nación eran los mismos que adoraban las demás naciones, sólo que con distintos nombres.

Así, el Zeus griego era lo mismo que el Júpiter romano o que el Baal fenicio-babilónico; el Poseidón griego era el Neptuno romano, pero también el Yam fenicio-babilónico; y el Hades griego era el Plutón romano, lo mismo que el Mot fenicio-babilónico. Así que si tú eras un fenicio y querías rendirle culto a Baal, pero estabas en un lugar en donde no había ningún templo dedicado a esa tu deidad favorita, podías hacerlo en un templo de Júpiter o de Zeus. La única razón por la que conservabas tu religión natal, era porque esta era tu identidad étnica y cultural.

A esto hay que agregar otro detalle: la religión era un asunto de práctica colectiva, no un fenómeno de inquietudes abstractas individuales. Los principales ritos religiosos de los pueblos antiguos estaban siempre relacionado con los momentos específicos del año en los que había que pedirle a los dioses sus mejores favores. Pero por “mejores favores” nos referimos, naturalmente, a beneficios para toda la nación: buenas cosechas, mujeres fértiles, protección contra los enemigos o contra las epidemias, lluvias a tiempo. Para los asuntos de inquietudes o deseos personales, era más frecuente el uso de amuletos.

En los aspectos más generales de esta condición, los israelitas no fueron distintos. Su religión era un asunto nacional, y sus principales festividades (Yom Teruá —Rosh Hashaná—, Yom Kippur, Pésaj, Shavuot y Sukot) eran asuntos propios de una identidad colectiva.

Fue una situación ajena la que vino a cambiar el paradigma cultural de nuestros ancestros: el exilio provocado por asirios y babilonios.

Estos pueblos tenían la práctica de destruir las identidades nacionales por medio del traslado masivo de exiliados. Si te conquistaban, sacaban un amplio porcentaje de la población de tu reino, la sustituían con extranjeros, y a tus connacionales exiliados los colocaban en diferentes lugares. Así se producían mestizajes que afectaban el sentido de identidad de cada pueblo, y el resultado eran poblaciones mixtas que podían asimilarse más fácilmente a la identidad y religión oficial del imperio.

Los asirios aplicaron esta receta con los israelitas del norte (antiguo reino de Samaria); luego, los babilónicos la aplicaron a medias con los del reino de Judá. ¿Por qué a medias? Básicamente, porque ya no tuvieron tiempo de completarla. La gran expansión del imperio babilónico prácticamente concluyó con la conquista de Judea en 587 AEC, por lo que un importante porcentaje de su población fue llevado al exilio, pero no fue sustituido por extranjeros (como sí había ocurrido en Samaria unos 140 años antes). Los judaítas exiliados se establecieron en las cercanías de Babilonia, la capital imperial, y allí se quedaron durante medio siglo hasta que los persas conquistaron todo el imperio y se impusieron como los nuevos amos y señores de todo lo que hoy llamamos Medio Oriente.

Practicantes de una política demográfica antagónica, los persas permitieron que todos los exiliados —no nada más los judíos, sino de cualquier nación— pudieran regresar a sus tierras de origen.

Ahí fue donde ocurrió lo extraño: la comunidad judía de Babilonia ya había echado raíces, ya había engendrado a una nueva generación, y ya empezaba a tener éxito en los negocios agrícolas. Algo inaudito, consecuencia de que como los babilonios no hicieron más conquistas importantes, a estos exiliados judíos nunca se les recolocó.

Lo bizarro del caso fue que la idea monoteísta israelita provocó otra situación rarísima para la época: no hubo una asimilación total.

El modelo politeísta provocaba que cuando una persona, por la razón que fuese, se quedaba a vivir en un lugar ajeno, su descendencia terminaba por asimilarse a su “nueva nación”. Esto no provocaba ningún problema de tipo religioso, porque si en una época se creía que los dioses de una nación eran tan reales como los de las demás, a partir de la era helenística se creía que eran los mismos. Eso, por supuesto, facilitaba la integración de los migrantes.

El monoteísmo israelita rompió esa inercia cultural. Bajo la convicción de que los dioses de las demás naciones eran falsos, muchos israelitas exiliados por asirios y babilonios continuaron practicando su religión. Es decir, vivían en un lugar que les resultaba ajeno, pero practicaban una religión que le resultaba ajena a ese lugar. Algo nunca antes visto.

El caso más acusado fue el de Babilonia. La comunidad judía local no quiso aprovechar el decreto de Ciro el Grande para volver a Judea, y la mayoría se quedó viviendo allí, en la capital de Mesopotamia. Muy probablemente, fue el primer grupo humano que cambió su nacionalidad —en el sentido de residencia geográfica— pero no cambió su religión.

Esto debió ser una novedad de lo más estrafalaria para los pueblos circundantes. La queja de Hamán Hagagui en el libro de Ester lo refleja: “hay un pueblo que no es como los demás pueblos…”. Más interesante aún, esa queja refleja que el fenómeno no sólo ocurría en Babilonia, sino en muchos de los lugares en los que había israelitas asentados.

Con este fenómeno nació la posibilidad de cambiar de religión. Es decir, de decidir que tus creencias estaban equivocadas, y luego adoptar las de otro grupo.

Es cierto que las conversiones no fueron la norma en esos tiempos de dominio persa. Si las llegó a haber, fueron contadísimas. Pero eso cambió con la era helenística. ¿Por qué? Porque pronto empezaron a florecer otros modos de religiosidad que acostumbraron a las naciones helenizadas a que la religión podía ser optativa y, además, individual.

Esta singular aportación a la evolución social de la religión la trajeron los Cultos Mistéricos. En principio, no eran religiones autónomas, sino sociedades iniciáticas surgidas al interior de diferentes religiones. Por ejemplo, el mitraísmo siempre tuvo dos versiones: el hindú (védico) y el persa (avestano).

Pero al pasar al Imperio Romano, se desarrolló el culto al Mitra Tauróctono; es decir, la versión mistérica. Ser practicante del mitraísmo védico o avestano no te obligaba a practicar el tauróctono; del mismo modo, para practicar el Culto Mistérico no tenías que ser mitraísta. Lo mismo sucedía con los Misterios de Isis, Eleusinos, Dionisíacos, de Atis-Cibeles, órficos o samotrácicos.

Sin abandonar tu práctica religiosa nacional, podías integrarte al grupo mistérico que te resultara más convincente (claro, si tenías dinero; los ritos de iniciación eran muy caros). En consecuencia, fueron los cultos mistéricos los primeros que entraron en una suerte de competencia por la feligresía.

Todo esto provocó que para cuando apareció el cristianismo —que puede definirse como la religión helenística derivada del judaísmo—, el concepto de “conversión” ya no le resultara tan extraño a la mayoría de la gente. Máxime, porque desde un siglo antes de Jesús de Nazaret muchos ciudadanos romanos ya se habían decantado por convertirse al judaísmo.

Esto fue lo que consolidó la noción de que la religión podía ser algo optativo, que podías rechazar ciertas creencias para adoptar otras, y que todo tenía que ver con un asunto de convicción individual.

Así fue como, durante el tránsito de la AEC a la EC, la religión se emancipó de la identidad nacional.

Y el judaísmo fue la que dio el primer paso desde que grupos de judíos siguieron viviendo en diversos lugares del Imperio Asirio, luego Babilónico, luego Medo-Persa, luego Macedónico, luego Ptolemaico o Seléucida, luego Romano, Parto o Sasánida, sin dejar de practicar su religión. El cristianismo no hizo más que seguir estos pasos, y varios siglos más tarde el Islam también.

De ahí vienen nuestros modernos paradigmas sobre lo que significa la religión como experiencia humana.

Y todo, por la proverbial “terquedad” del pueblo judío, que pese a todas las desventuras sufridas en el mundo antiguo, se mantuvo fiel al Pacto de la Torá.

 


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Irving Gatell: Nace en 1970 en la Ciudad de México y realiza estudios profesionales en Música y Teología. Como músico se ha desempeñado principalmente como profesor, conferencista y arreglista. Su labor docente la ha desarrollado para el Instituto Nacional de Bellas Artes (profesor de Contrapunto e Historia de la Música), y como conferencista se ha presentado en el Palacio de Bellas Artes (salas Manuel M. Ponce y Adamo Boari), Sala Silvestre Revueltas (Conjunto Cultural Ollin Yolliztli), Sala Nezahualcóyotl (UNAM), Centro Nacional de las Artes (Sala Blas Galindo), así como para diversas instituciones privadas en espacios como el Salón Constelaciones del Hotel Nikko, o la Hacienda de los Morales. Sus arreglos sinfónicos y sinfónico-corales se han interpretado en el Palacio de Bellas Artes (Sala Principal), Sala Nezahualcóyotl, Sala Ollin Yolliztli, Sala Blas Galindo (Centro Nacional de las Artes), Aula Magna (idem). Actualmente imparte charlas didácticas para la Orquesta Sinfónica Nacional antes de los conciertos dominicales en el Palacio de Bellas Artes, y es pianista titular de la Comunidad Bet El de México, sinagoga perteneciente al Movimiento Masortí (Conservador). Ha dictado charlas, talleres y seminarios sobre Historia de la Religión en el Instituto Cultural México Israel y la Sinagoga Histórica Justo Sierra. Desde 2012 colabora con la Agencia de Noticias Enlace Judío México, y se ha posicionado como uno de los articulistas de mayor alcance, especialmente por su tratamiento de temas de alto interés relacionados con la Biblia y la Historia del pueblo judío. Actualmente está preparando su incursión en el mundo de la literatura, que será con una colección de cuentos.