Enlace Judío – Mucho se ha hablado del supuesto daño que la reforma judicial impulsada por el gobierno de Benjamín Netanyahu provocaría a la democracia en Israel. Como parte de las reflexiones al respecto, he tomado un artículo de Matías Sakkal publicado en el blog de Con Israel y por la Paz, y a partir de ello explico porqué esa apreciación me parece equivocada.
¿Realmente está en riesgo la democracia israelí? A mí no me lo parece. La democracia es, en esencia, el poder que se ejerce de manera equilibrada y con contrapesos. Dicho de otro modo, la posibilidad de evitar que alguien ejerza el poder absoluto, o que una persona o un grupo de personas puedan acumular más poder que el resto de los poderes del Estado.
De eso se trata todo el debate en torno a la reforma judicial impulsada por Yariv Levin y apoyada por el gobierno de Netanyahu, y que afecta seriamente la operatividad de la Corte Suprema de Justicia de Israel.
¿Es buena o mala la propuesta? Es decir ¿refuerza el equilibrio de poderes, o lo lesiona?
Para analizar el asunto, tomo el artículo de Matías Sakkal, considerando que es un muy buen resumen de los aspectos básicos de la reforma y, sobre todo, de la perspectiva de quienes se oponen a ella por considerarla lesiva para la democracia israelí.
Sakkal señala que Esther Hayut, presidenta de la Corte Suprema, señaló el proyecto de reforma como “un plan para aplastar el sistema de justicia y cambiar la identidad democrática del estado”. Y entonces procede a analizar brevemente los principales puntos de controversia.
El primer tema que aborda es respecto a la llamada “cláusula de anulación”. La Corte Suprema tiene la capacidad de vetar las decisiones tomadas por la Knéset, si considera que esta va en contra de las Leyes Básicas (que fungen como Constitución, dado que Israel no tiene una Carta Magna como tal).
La reforma pretende preservar esta cláusula, pero condicionando su aplicación a que estén de acuerdo el 80% de los 15 ministros que votarían la decisión. Es decir, apelando a lo que suele llamarse una “mayoría calificada”. Sakkal señala que con estos “requisitos tan altos para el veto, se desvirtúa el poder de veto de la Corte aun cuando estas afectan Leyes Básicas”.
Pienso que esa apreciación es incorrecta. Al contrario: se consolida el criterio de la Corte. Si una ley emanada de la Knéset va en contra de las Leyes Básicas, ni siquiera tendría porqué haber discordancia entre los jueces de la Corte Suprema. Al contrario, si de los quince jueces ocho opinan que hay un problema, y siete opinan que no, entonces está claro que el asunto no está claro, y es muy probable que los jueces estén opinando desde sus sesgos particulares.
Esto, por supuesto, no es un problema. Los sesgos son inevitables en todo aquello que requiera de una interpretación, pero lo que no puede ser tolerable en una Corte Suprema es que, en una situación tan evidentemente ambigua, se pueda proceder a algo tan grave como bloquear el trabajo de la Knéset. En cambio, cuando la decisión la toma una mayoría calificada, la legitimidad de dicha anulación está fuera de toda duda.
Sakkal agrega: “en contrario a lo que opinan quienes sostienen que la corte se extralimita, la Corte san sólo ha vetado 22 leyes desde 1990”.
Esta no es la mejor manera de analizar un asunto jurídico. Equivale a cierta frase famosa dicha por un político mexicano alguna vez, esa de “bueno, sí robé, pero robé poquito”. El problema no es que la Corte “solamente” se haya extralimitado en 22 ocasiones. Ni siquiera importan los temas en los que lo hizo. El problema es que puede hacerlo.
Un sistema judicial no debe dejar margen de error, y mientras más alta es la instancia —porque no es lo mismo un juez local que una Corte Suprema—, el margen de acción debe ser menor. Por eso es que las Cortes Supremas no se dedican a juzgar si una persona acusada de robar es culpable o no. Para eso están los jueces locales con sus respectivos aparatos de impartición de justicia. Una Corte Suprema está para validar si el accionar del gobierno se está haciendo conforme a la Constitución. Y ahí es donde aflora el problema de que Israel no tenga una Constitución. Si bien las Leyes Básicas funcionan de facto como tal, el problema es que entonces no se delimitan las atribuciones de la Corte Suprema.
Por ello, la de Israel es la única Corte Suprema del mundo que puede intervenir en cualquier caso que considere conveniente. Por ejemplo, puede opinar o intervenir en los actos de los funcionarios electos, algo totalmente absurdo. La división de poderes consiste en que la legislación la hacen los legisladores, no el Poder Judicial. Si una decisión del Poder Legislativo es contraria a la Constitución (o su equivalente), debe existir el canal legal para que se pueda interponer la solicitud de revisión, o controversia constitucional, o como gusten llamarle, y será en ese caso que la Corte Suprema hará una primera revisión para ver si el caso procede, o incluso para certificar que quien hizo la solicitud tenga la personalidad jurídica adecuada para el caso. Es decir, debe haber toda una estructura intermedia que establezca el puente entre los Poderes Legislativo y Judicial, de tal modo que ninguno de estos dos pueda interferir arbitrariamente en el quéhacer del otro.
Pero esto es lo que pasa con la Corte Suprema de Israel. Al no existir una Constitución como tal, puede tomar la iniciativa o recibir la queja de cualquier persona, y proceder a bloquear el trabajo de otro poder del Estado.
Esto es gravísimo, por naturaleza. No creo tener necesidad de explicarlo. Por eso no importa si la Corte lo ha hecho dos veces, o 22, o 100. Repito: el problema es que puede hacerlo, y con demasiada facilidad. Por eso, imponer la mayoría calificada como requisito para que sus intervenciones puedan ser vinculantes, es un requisito obligado para darle una legitimidad fuera de toda duda a sus decisiones. Así se hace en las democracias del mundo. El que se comporta de manera extraña, hasta este momento, es Israel.
Sakkal concluye este apartado diciendo que “el control judicial de las leyes es uno de los frenos y contrapesos necesarios en toda sociedad democrática”. Es correcto, pero sólo es la mitad de la historia. También es necesario ponerle un control a ese control, porque de lo contrario sólo trasladas el exceso de poder del sistema legislativo, al sistema judicial. Y eso es profundamente antidemocrático.
El siguiente punto que toca Sakkal es en relación a la elección de los integrantes de la Corte Suprema.
Para ello, hay una comisión que hace la selección, y está integrada por 3 jueces de la Suprema Corte, 2 ministros del gobierno, 2 diputados de la Knéset, y 2 representantes de la Barra de Abogados de Israel. La reforma pretende cambiar aspectos críticos de esta estructura.
Sakkal apela a que “el poder judicial para poder ejercer sus funciones debe ser independiente del poder político. Los jueces deben ser independientes del poder ejecutivo y legislativo para garantizar la imparcialidad…”.
A mi entender, aquí hay un severo error de apreciación. La observación de Sakkal es correcta respecto a la obligada autonomía del poder judicial. Pero eso no tiene nada que ver con el procedimiento de elección de los integrantes de la Corte Suprema.
El problema en Israel es que los 3 integrantes de la Suprema Corte en la comisión electora tienen poder de veto. En consecuencia, si ellos no quieren dejar pasar a un candidato, no lo dejan pasar y listo. Dicho de otro modo, los únicos jueces que van a ser integrados a la Corte Suprema, serán aquellos que tengan el beneplácito de los jueces que ya están en la Corte Suprema. Es decir, estamos hablando de una Corte Suprema que se clona a sí misma. Por eso, se ha llegado al extremo —ampliamente reconocido por la sociedad israelí— de que la Corte Suprema es una familia. A veces, incluso en sentido literal, aunque generalmente en el sentido de que sólo van a llegar jueces de izquierda validados por los jueces de izquierda que ya están allí apoltronados.
Este es un defecto estructural gravísimo. Es sencillo: si el Primer Ministro no es quien debe elegir al siguiente Primer Ministro, ni los diputados de la Knéset son los que deben elegir a los siguientes diputados de la Knéset, los jueces de la Corte Suprema no deben elegir a los siguientes jueces de la Corte Suprema. Y eso no lesiona su independencia. Sólo garantiza la pluralidad y, por encima de ello, la eficiencia.
En las democracias normales —perdón por el calificativo, pero de verdad que no se me ocurre otro— la selección de los nuevos integrantes de la Corte Suprema queda en manos del Poder Legislativo. La votación final que se hace para decidir entre los candidatos se hace en los congresos. Por ejemplo, en los Estados Unidos es el presidente quien elige a los candidatos, y el congreso quien los confirma. En Inglaterra, los jueces “senior” eligen a 3 de los jueces de la Corte Suprema, pero los otros 12 son elegidos por concurso público. En Holanda, la ley establece que los 3 jueces a elegir son designados por el rey, si bien los candidatos son propuestas por la Cámara Baja.
Que el Poder Legislativo tenga una participación decisiva en el nombramiento de los jueces de la Corte Suprema es de lo más normal en las naciones democráticas, porque —de hecho— es lo más democrático que puede haber. Democracia no es que el Poder Judicial pueda ponerle límites al Poder Legislativo y nada más. También es que el Poder Legislativo pueda ponerle límites al Poder Judicial. Y acaso el aspecto más importante en este equilibrio de poderes, es que los jueces de la Corte Suprema no se clonen a sí mismos, sino que sean designados desde afuera.
¿Suena a abuso por parte del Poder Judicial? No veo porqué. A fin de cuentas, son los legisladores electos por voto popular. Son los legítimos encargados del gobierno. Si hay algo profundamente antidemocrático, es suponer que la Corte Suprema debe estar fuera de su alcance.
El tercer tema señalado por Sakkal es el del Principio de Razonabilidad. En resumidas cuentas, consiste en que las leyes y las decisiones judiciales o legislativas deben ser razonables y no arbitrarias. La reforma pretende que la Corte Suprema no pueda aplicar este criterio para revocar decisiones del gobierno. Y la queja es que esto, supuestamente, despojaría a los tribunales de su poder, y lo dejaría sólo en manos del gobierno en turno.
Sí, así es. Y eso es lo correcto. De lo contrario, se abre la puerta —y eso es lo que ha sucedido en Israel, y podría seguir sucediendo— que la Corte Suprema se convierte en la Yiddishe Momme de la Knéset, y la está corrigiendo indiscriminadamente todo el tiempo. O 22 veces, que da igual a efectos jurídicos.
Vamos por partes: el Principio de Razonabilidad es una de las cosas más extrañas y bizarras que se le hayan ocurrido al sistema judicial israelí. Es cierto que las leyes deben razonables, pero eso no puede quedar a criterio de los jueces. Y es que ¿qué es lo razonable? ¿Razonable según quién? No existe un criterio más subjetivo que lo que le pueda parecer razonable a un ser humano, así sea juez de una Corte Suprema.
Por eso es que las Cortes Supremas en el mundo no están para juzgar toda la vida nacional, sino para limitarse a garantizar que las decisiones se tomen apegadas la texto de la Constitución. Ay, pero ya me acordé que Israel no tiene Constitución (espero que ahora te quede claro porqué nos urge una), y por ello la Corte Suprema puede aplicar el Principio de Razonabilidad.
Ahora bien: no es que la Corte no pueda proceder con un criterio de razonabilidad. Más bien, el detalle es que esta atribución es completamente redundante. En realidad, ese debería ser siempre el proceder de la Corte. El problema es que si por una parte tenemos que la Corte Suprema debe vigilar que todo se haga conforme a las Leyes Básicas (a falta de una Constitución), pero también puede ejercer su Principio de Razonabilidad, el puro hecho de disociar ambas atribuciones le abre la puerta a los jueces de la Corte Suprema para que la razonabilidad la definan ellos. Y nada les impide hacerlo desde sus muy particulares sesgos y subjetividades.
No tiene sentido que dos leyes, o dos criterios legales, o dos protocolos, o dos lo que sea del mundo jurídico, se sobrepongan y ocupen el mismo territorio de jurisdicción al mismo tiempo. En realidad, el criterio de razonabilidad debería ser anulado, porque eso debería darse por sentado en el proceder de la Corte siempre (y del gobierno también, por supuesto).
Si hay algo que es totalmente irracional, o poco razonable (Sakkal pone un buen ejemplo al hablar de cómo la Corte Suprema corrigió una decisión del gobierno respecto a la seguridad para las escuelas de Sderot), el sistema judicial israelí (o de cualquier lugar del mundo) debe disponer de los mecanismos y protocolos adecuados para resolver ese problema. De hecho, el primer nivel en el que se deberían de resolver son los tribunales locales.
No tendría porqué intervenir de buenas a primeras la Corte Suprema. En teoría, la intervención de la Corte Suprema sólo debe darse cuando las instancias inferiores se han agotado. Y lo que debe decidir una Corte Suprema no es si fulano es culpable o inocente, sino si los procedimientos se hicieron con apego al orden constitucional. Ay, pero ya me acordé que Israel no tiene una Constitución. Bueno, pues urge que la tenga (pero ese es otro tema).
El problema concreto es que, en la vida real, la Corte Suprema puede meter su cuchara en donde quiera, cuando quiera, y como quiera. Y eso es profundamente antidemocrático, porque implica un poder con pocas o nulas limitaciones.
Sí, la Corte Suprema está para acotar a los otros poderes, pero su poder también debe estar acotado. De lo contrario, caemos en el autoritarismo de las togas, el imperio de los jueces.
Y eso es tan contraproducente como el poder absoluto en las manos de un rey, o de un Primer Ministro.
En resumen, no veo por dónde se vaya a sacrificar la democracia israelí con la propuesta de reforma presentada por Yariv Levin. Al contrario. En principio, me parece perfectamente razonable, porque tiende a que el gobierno lo haga el gobierno, y la Corte se dedique a lo que se tiene que dedicar.
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