Enlace Judío – El hombre es el único ser en el planeta Tierra capaz de reconocer a su semejante. Ningún animal, planta, microbio es capaz de restringir sus impulsos o instintos por el bien de alguien a quien ama. El humano en cambio no sólo se sacrifica por sus seres amados, también construye relaciones estables en el tiempo e incluso es capaz de buscar el bienestar de quienes le son ajenos. Todo esto lo damos por sentado, sin embargo bajo una perspectiva meramente lógica no lo es. Esa capacidad de reconocer a su semejante que cada uno de nosotros tiene dentro es asumida; no llegamos a ella por medio de nuestro razonamiento ni buscamos darle una utilidad; es algo a lo que respondemos y damos valor intrínseco sin cuestionar. En pocas palabras, es una forma de encuentro. Para muchas culturas es lo que le da sentido a nuestra existencia. En muchos sentidos compone lo que en Occidente llamamos “amor al prójimo”.
Es un concepto por demás complejo. En la Torá aparece como un mandato que nos pide “amar a tu prójimo como a ti mismo” y desde entonces hasta la fecha los judíos y rabinos nos hemos dedicado a tratar de entender sinceramente ¿qué es lo que la Torá nos pide cuando enuncia esa orden?, ¿quién es realmente el prójimo? y ¿acaso es posible amarlo como a uno mismo? Es una reflexión central en la cultura judía pues finalmente el Talmud mismo coloca al amor al prójimo como el eje de la existencia del hombre; la razón misma por la que fuimos creados. Más allá de cómo se ha analizado el mandato me gustaría hablar de dos conceptos básicos en la Torá que se relacionan mucho con el amor, con el estar presentes y con el reconocimiento de nuestros semejantes. Pues la forma que nos enunciamos frente al otro impacta profundamente en cómo nos vemos a nosotros mismos y en la relación que establecemos con el mundo que nos rodea.
Tzelem Elokim: El reconocimiento de la semejanza con el prójimo
Una de las realidades más duras del ser humano es que casi siempre se pregunta ¿quién es realmente el prójimo? Casi ninguna cultura enuncia al prójimo como ser humano; pueden hacerlo teóricamente, pero difícilmente lo hacen de forma fáctica. Los vikingos no tenían problemas en conquistar tierras ajenas a la suya, griegos y romanos encontraron estructuras para designar quiénes eran ciudadanos y quiénes no; quiénes podían ser esclavizados y quiénes serían libres. Incluso en el mundo moderno aún tenemos formas de designar quienes merecen la vida y quienes no.
Aún así hay algo dentro de cada individuo que le dice que está mal lastimar a su semejante; el vikingo no mataba a los marineros de su propia tripulación y entre ladrones difícilmente se roban. Aunque como culturas nos tardamos miles de años en verlo, esa relación de semejanza en la realidad existe entre todos los hombres; no sólo entre el grupo al que pertenecemos. Hay algo que nos une a los otros seres humanos y que moralmente nos obliga a no dañar a un hombre, a reconocer su valor simplemente por ser un hombre. Ése es el inicio de toda ética y el nivel más básico de amor al prójimo que conocemos.
Es un reconocimiento que tiende a darse de forma natural, que el individuo asume y encuentra en su alrededor, y que en principio no debería ser cuestionado. Sin embargo, no siempre es así, desgraciadamente no siempre se le otorga la cualidad de hombre a todo ser humano, y en la historia humana han existido culturas o ideologías que en búsqueda de superioridad moral niegan la humanidad del prójimo.
La Torá en Bereshit (Génesis) llama al hombre Tzelem Elokim (imagen de D-os) y a través de esto nos recuerda que hay una cualidad de semejanza mínima que no podemos negar. Estamos obligados a respetar la vida del otro hombre y a no dañarlo. Ese respeto es el inicio de la creencia en D-os también, es el reconocimiento de que hay un valor moral externo a nosotros que supera nuestra individualidad, al cual estamos obligados a respetar.
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