Continúa la controversia sobre la reforma judicial que impulsa el gobierno de Netanyahu y eso nos obliga a repensar a fondo el tema de una Constitución, un asunto en el que Israel se ha tardado demasiado en dar un paso obligado para el desarrollo de una democracia sana.
Israel es una de tantas democracias que divide su gobierno en las tres poderes clásicos: Poder Legislativo, Poder Ejecutivo, y Poder Judicial.
Por supuesto, hay muchas posibilidades para organizar a los tres poderes, e Israel sigue un paradigma típico del parlamentarismo europeo: el Poder Legislativo, la Knéset, queda bajo dominio del partido o partidos políticos que ganen la mayoría en unas elecciones, y estos a la vez designan a un Poder Ejecutivo encabezado por un primer ministro y su gabinete.
Eso incrementa el papel de la Corte Suprema de Justicia, cabeza del Poder Judicial, porque se convierte en el contrapeso obligado que dota a toda la estructura de un perfil verdaderamente democrático.
Sin embargo, sucede algo raro que parece que sólo se le ha ocurrido a los israelíes: no existe una Constitución, sino una serie de Leyes Básicas que, de todos modos, están sujetas a interpretaciones variadas.
Eso ha provocado una situación que, guste o no, es una anomalía: la Corte Suprema tiene demasiado poder. Y eso no es sano para ninguna democracia. En Israel, la Corte Suprema puede hacer lo que quiera, incluso desde un criterio tan ambiguo como “considerar que algo es irracional”.
Es cierto que no son muchas las veces que ha recurrido a ese tipo de decisiones extremas, pero el problema no es que sean una o cien ocasiones. El problema es que lo puede hacer, y eso genera incertidumbre judicial. O peor tantito: provoca que el gobierno no gobierne, sino que ese papel lo tome la Corte Suprema.
Toda esta situación ocurre porque hay una paradoja del paradigma democrático que, evidentemente, nadie ve. O nadie quiere ver, especialmente en la izquierda.
Por extraño que parezca, las reflexiones sobre la justicia no las debe hacer la Corte Suprema, sino el parlamento.
En un estado eficiente y competente, el papel de la Corte Suprema es vigilar que todas las decisiones y acciones del gobierno se apeguen al espíritu de la Constitución. Vuelve a sonar extraño —muy extraño en esta ocasión— pero ahí radica la importancia de que la Corte no se dedique a reflexionar si algo es justo o no. Lo único que tiene que discutir es si algo es legal (en términos constitucionales o no). El asunto del Poder Judicial, más que la justicia, es el derecho.
¿Por qué?
Porque, nos guste o no, la justicia es un concepto subjetivo en sus últimas instancias. Cada persona tiene su propia percepción de lo que es justo o no; cada comunidad, lo mismo; cada tendencia o ideología, ni se diga; cada partido político, por definición.
Si hay algo en lo que nunca han existido, ni existirán consensos, es en definir qué es lo justo.
Al socialdemócrata le parece que repartir dinero es justo, mientras que el liberal extremo rechaza semejante idea (y la considera una barbaridad), porque cree que lo único verdaderamente justo es que el gobierno le garantice a todos que se pueden poner a trabajar, y que pueden ganarse el dinero con sus propias manos.
El comunista considera justo que el Estado expropie los medios de producción y las rentas, mientras que el liberal clásico reitera que lo justo es que se respete —a ultranza— la propiedad privada.
Para el muchacho woke posmoderno es justo que una persona incompetente sea considerada para recibir premios o trabajos a partir de un criterio de inclusión, mientras que para un conservador es absolutamente injusto y aberrante que no se le dé la preferencia a la gente que, simple y sencillamente, es competente.
Una Corte Suprema de Justicia no está para dirimir debates filosóficos. Su razón de ser no es dar cátedra sobre quiénes tienen la razón o no. Su labor es aclarar algo que —volvamos al “guste o no”— puede ser objetivo para todos: el apego a las leyes. Es decir, eso a lo que llamamos Estado de Derecho.
En estos casos, un comunista, o un woke, o un socialdemócrata, o un liberal clásico, pueden estar en desacuerdo con alguna decisión o acción del gobierno, pero si esta se apega a la ley, entonces la crítica será contra la ley, no contra su interpretación. Fíjate qué sutileza tan importante: las mentes débiles se ponen en contra de las acciones de un gobierno porque las consideran injustas; las mentes bien instruidas se ponen en contra de las leyes vigentes porque las consideran injustas (o, por lo menos, inadecuadas).
Por eso, las mentes débiles se enfocan en cambiar, tirar o sabotear a un gobierno; mientras, las mentes bien instruidas se dedican a tratar de corregir, mejorar o perfeccionar las leyes. Si las leyes vigentes son claras y no dejan espacio a las interpretaciones ambiguas, no importa que llegue un gobierno de izquierda o de derecha. Tendrá que someterse al imperio de la legalidad, y para verificar que esto suceda así, la responsabilidad caerá en la Corte Suprema.
¿Ahora me entiendes por qué una Constitución es tan importante? La Corte Suprema debe ser el organismo político que le ponga un límite al Poder Legislativo, pero la Constitución debe ser el texto que le ponga un límite a la Corte Suprema. Sobre todo, para que esta última no se ponga a divagar sobre lo que es justo o no (o, en el caso de Israel, sobre lo que es irracional o no). Lo único que tiene que discutir es si las cosas se apegan a la legalidad o no.
¿Qué pasa cuando tenemos leyes ambiguas, incompletas, imprecisas o de plano erróneas?
En ese caso, el Poder Legislativo las tiene que corregir. Mientras eso no suceda, la mejor solución conocida son los criterios de jurisprudencia. Es el único caso en el que una Corte Suprema se ve obligada a considerar aspectos abstractos, o en el que toma decisiones basadas en criterios personales que se someten a votación.
Pero una vez que se sienta el criterio de jurisprudencia, los demás juicios que se hagan sobre el mismo tema deben plegarse a dichos criterios, como si estos fueran la letra de la Constitución misma. Y es lógico: no puedes juzgar una misma situación dos veces, tomando decisiones distintas en cada ocasión.
La discusión en Israel no va a estar completa hasta que no se ponga sobre la mesa la urgencia de dejar atrás el modelo de las Leyes Básicas y empezar a trabajar en la elaboración de una Constitución.
Ya es tiempo. Ya urge.
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