La semana pasada una grata noticia nos sorprendió. Israel ocupa el cuarto lugar del mundo entre los países más felices. El año pasado ocupaba el también respetable noveno lugar en un universo de más de 140 países.
Resulta algo increíble que los ciudadanos de Israel se consideren felices y en un grado tan elevado. Un país sometido a amenazas de seguridad externas e internas, permanentemente desde antes de su fundación, hasta hoy y también en el futuro inmediato y no tan inmediato. La posibilidad de un Irán nuclear y los atentados de todos los días.
Por si fuera poco, una serie de repetidas elecciones generales que no han terminado de proveer la estabilidad y sosiego necesario a una población que merece algo mejor.
La política interna israelí y el debate que en ella se da, es por demás violento y desagradable. La agresividad de unos y otros no dejan margen para el necesario consenso. En los últimos años, a pesar de la bonanza macroeconómica producto del boom tecnológico, la inflación ha hecho estragos a todo nivel.
Los enfrentamientos sociales son de dimensiones considerables. Las dificultades con los árabes israelíes, por un lado. Y por otro, las pugnacidades entre seculares y ortodoxos, no dan tregua en ningún espacio de la dinámica y agitada vida israelí.
Con todo y lo anterior, Israel es el cuarto país más feliz del mundo. Por encima de algunos paraísos en las mentes de muchos, como son ciertos países de Europa o los Estados Unidos de América. Eso se enmarca en los distintos y numerosos milagros que signan la existencia del Estado de Israel: la percepción real de felicidad, medida también en índices cuantitativos.
Cabe preguntarse qué aspectos, menos objetivos, inducen a la sensación de país feliz. Quizás el más importante sea el agradecimiento y reconocimiento sentido por la misma existencia de una patria judía que significa para todos la recuperación y posesión cierta de la dignidad nacional e individual.
Los judíos somos felices de tener de vuelta, luego de dos mil años, la dignidad inherente a la independencia traducida, entre otras cosas, en la tenencia de territorio, himno, bandera y fuerzas de defensa propia.
También existe el sentir de muchos, cuando no de todos, en cuanto a la posibilidad de perder lo que se tiene. Israel es un país poderoso, con una economía sólida y un grado de desarrollo impresionante. La calidad de vida de los israelíes es envidiable, comparable y superior a la de muchos países con mucha más antigüedad en el plano de las naciones.
Pero las amenazas externas confieren una sensación de precariedad permanente, la posibilidad cierta de perder lo que se tiene o degradarse en forma importante. Si hace unos años las amenazas externas eran las más peligrosas, las varias elecciones y ahora la tremenda inestabilidad que ha causado la propuesta de reforma judicial añaden a la precariedad subjetiva un grado más de preocupación. Esa preocupación es quizás uno de los motivos de apreciar lo que se tiene, y sentirse felices disponiendo de ello.
Con todo y lo anterior, la verdad sea dicha. Israel vive diariamente una cantidad de situaciones infelices. La determinación de sus enemigos de borrarlo del mapa, la crueldad y frecuencia de atentados, la injusticia con la cual se trata a Israel en foros internacionales, las campañas de deslegitimación y cruzadas económicas en contra, las muy fuertes tensiones internas.
Justo al momento de escribir esta nota, los noticieros de Israel y de cadenas internacionales, transmiten imágenes e informaciones que dan testimonio de una delicada y violenta situación en las calles del pequeño país.
La cadena de eventos desatada con motivo de la cuestionada reforma judicial llevó al despido del ministro de la Defensa, Yoav Gallant, al manifestar su negativa a apoyar el proceso de reforma en los términos actuales y solicitar una tregua.
Para Israel, inmiscuir al aparato de defensa en la diatriba política, ha constituido una línea roja nunca cruzada y menos públicamente. Es evidente que esta situación respecto al ministerio de defensa y en general respecto a las Fuerzas de Defensa, las declaraciones y manifiestos asociados, no constituyen nada halagador para nadie.
Israel es un país feliz. Con situaciones infelices. Aunque, en definitiva, un país feliz. Ojalá sea siempre un país feliz… pero viviendo situaciones felices.
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