En un estudio que hoy es menos sorprendente, “La locura en el poder”, Vivian Green intentó unir en un mismo desvarío las perturbaciones de Calígula y los tiranos del siglo XX.
La inestabilidad psíquica fue definida por la autora como una enfermedad general, trastorno maldito adosado a la voluntad de poder. Pese a lo reiterado del anatema, cabe diferenciar matices en esa extraña sociedad de los dictadores. Muchos de ellos, como Nerón o Heliogábalo, han quedado marcados por los desafueros de la leyenda antigua, otros, como Juan sin Tierra, por imprevistas legislaciones avanzadas, algunos, como Pedro El Grande o Iván el Terrible, por una voluntad inseparable de la génesis del Estado.
El cruce de acontecimientos mentales e institucionales complica la discriminación de los ámbitos, es preciso instrumentarla. El emperador que unificó China es el mismo que procuraba la inmortalidad, y construyó un imperio subterráneo de terracota para ejercerla. Política y delirio suelen tramarse: la Gran Muralla y la quema de libros anteriores a la dinastía, realizó su obsesión despótica por el tiempo y el espacio, pero también forjó la centralidad de ese imperio milenario. El culto a la personalidad cumple ambas funciones, sirve para Estados en ciernes que precisan figuras imaginarias providenciales. Megalomanías, alucinaciones y extravagancias narcisistas, colorean y entorpecen esas gestas.
Cabe aclarar, en descargo del desvarío, que la vida “normal” de las sociedades no es muy diferente en el uso y abuso de los trastornos. Usualmente, los buenos policías tienen rasgos paranoicos y los buenos bibliotecarios rasgos obsesivos, los enfermeros una afectividad disociada y los grandes actores una sensibilidad histérica; ese “beneficio secundario” de la enfermedad parece inevitable. En el caso de los políticos, suele registrarse una suerte de personalidad postiza, un “como si”, tendencia a la impostura que suele entregar los rasgos personales a la expectativa pública. El uso masivo e indiscriminado de ideales en el equilibrio íntimo, el sometimiento a un Otro público, es también frecuente en los trastornos narcisistas de la personalidad. Casos clínicos en que “Afuera y Adentro” aceleran y cruzan el espejo hacia el vértigo psicótico.
Recuerdo un candidato colombiano a presidente, talentoso y honrado, cuya virtud lo perjudicó. Era demasiado lógico, comprometido y reflexivo, también en los reportajes pensaba, evaluaba cuidadosamente la respuesta, e incluso se permitía el lujo inteligente de dudar; extraviado por esos dones fracasó sin atenuantes. También recuerdo otros que ganaron por su natural y terca necedad mítica, ferviente manía y retorica ligera. La interdependencia entre la inclinación mental y su ambiente sugiere la importancia de analizar a los políticos con mayor precisión. El carisma no es un rasgo personal, es un vínculo específico, nexo imaginario entre la turbulencia narcisista privada y la exaltación pública. Nuestro tiempo, enrarecido por convicciones sin narrativas confiables, otorga a la subjetividad social un poder decisivo. El populismo y la polarización se complementan en estos fenómenos, el populismo requiere la polarización y esta se sostiene en el populismo; la sacralización del “pueblo” demanda el “antipueblo”. El ámbito político adquiere dimensiones narcisistas y paranoides, rasgos que exaltan la personalidad y configuran al otro como enemigo. El trastorno mental y la distorsión ideológica se funden inevitablemente.
Según un estudioso del populismo, Ernesto Laclau, el líder es un significante clave para esa metáfora sin referente que es “el pueblo”, entidad que se torna sustantiva solo al invocarse. Pese a la inicial claridad de esta formalización, es ignorado el peligro en los rasgos personales de ese liderazgo, los ámbitos que promueven ese lugar imaginario, “pueblo”, y su complementaria polarización en el “antipueblo”.
Populismo y polarización se potencian y están siempre articulados. Pero esos modelos generales se configuran desde acontecimientos particulares; los trastornos mentales usualmente se omiten en la interpretación de esos incidentes. Para algunos, como Rosa Luxemburgo, la “calculada” revolución rusa no era un teorema ideológico, sino un simple golpe de estado, brindado por la audacia (tendencia psicopática para nosotros) de Trotsky y Lenin. El desquicio clínico mayor de Stalin, pareció a muchos cronistas un efecto de la muerte (suicidio o asesinato) de su esposa, y la derrota en un comicio del Comité Central.
Las purgas y acusaciones se deben menos a una motivación política o ideológica que a cierto movimiento del sótano del inconsciente que haya despertado la “serpiente oscura”. La hipótesis sobre una endemoniada pulsión destructiva no fue adivinada solo por Freud, tiene siglos de antecedentes mitológicos y religiosos.
Bashevis Singer se preguntaba con respecto a la descontrolada revolución bolchevique, en la que participó por un tiempo su hermano, sobre el desarrollo de tanta destructividad sanguinaria en militantes cuyos padres y abuelos solamente estudiaban la Tora. Ese salto tiene a veces señales imperceptibles, gestos lejanos de las manitas de la locura. En la lectura de “Mi lucha” , se advierte la gestación delirante del autor, la grandiosidad imaginaria que luego contagió a la minuciosa gestualidad y a la retórica vengativa. En otros casos, el inesperado empoderamiento, una presidencia que no se esperaba ganar, la emergencia ignorada de un oscuro afán conflictivo, acelera la confusión anímica previa, rompe referencias íntimas y se agudizan rasgos querellantes que se leen luego como revelación o radicalismo político. La “serpiente negra” crea una fascinación que segrega impotencia. El triste ejemplo de Chávez nos parece particularmente ilustrativo de los extraños destinos de la locura y el poder. La tendencia autodestructiva que difundía, el contagio patológico, no era difícil de advertir hasta que los hechos fueron irreversibles. El problema de estos suicidios públicos o nacionales es que la victima sigue viva para ver pasar su propio cadáver.
El fanatismo es la base del encerramiento ideológico o religioso cuando se intenta unificar todas las vivencias, pero también esa torsión caracteriza el temple psicótico. La exaltación excluyente nutre los afanes utópicos del totalitarismo, y las visiones delirantes de algunas afecciones. Las experiencias populistas suelen estar muy atravesadas por el fanatismo, y no siempre es fácil discernirlas. Una frágil línea designa la certeza desvariada. Napoleón no se creía Napoleón, pero en cambio Chávez se creía Chávez. El anhelo de paternidad, central para el populismo venezolano, expresa disfunciones familiares masivas. La orfandad social hereda la apelación al linaje de Dios, El Rey y El caudillo. La redención de la patria fue así vertebrada en Jesús y el Libertador Bolívar que Chávez recibió de una historia amasada en leyenda. Ese propósito, político y religioso, sostiene también los grandes mitos maniqueístas de otras sociedades, narradas con la infantil búsqueda del Rey.
La imperfecta democracia disgrega los mitos, divide institucionalmente la “paternidad”, y no convoca fervores polarizantes, a cambio mística y épica suelen caldear las ideologías. Y en ellas se instala “el carisma”, sustancia que une las carencias simultáneas de los seguidores con las del líder, un brillo que oculta el inexorable vacío que los acosa más allá del mito. Y en esa oquedad se levanta la serpiente negra de la autodestrucción.
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