Nadie duda hoy en Israel, cuando se recuerdan experiencias históricas, que la filosofía y los hechos del hoy ministro y jefe de la policía israelí propician en el país el odio al otro, representado no solo por la población árabe que desde siglos habita nuestro territorio.
También indirectamente afecta al judío-israelí que apenas comparte por convicción o por experiencia personal e histórica planteamientos que recuerdan diferentes ramas del fascismo europeo.
Y en estas circunstancias, no es accidente que los padres de soldados muertos en las múltiples acciones de Israel dirigidas a defender el territorio y el sistema democrático que le caracteriza desde su nacimiento, hoy se oponen radicalmente a la presencia de Ben Gvir y sus fanáticos seguidores en las ceremonias que tendrán lugar en las próximas semanas.
La violencia física y verbal es un imperativo en su persona.
Su adhesión al rabino Kahana y al Kahanismo; los gestos de violencia contra el primer ministro Rabin que condujeron un mes más tarde a su asesinato; su rechazo de las filas de Tzahal; las resistencias que conoció hasta recibir al fin el título de abogado, y el odio que hoy exhibe, con el respaldo del primer ministro Netanyahu, a la legítima presencia árabe-musulmana desde Jerusalén hasta los territorios palestinos de Judea y Samaria claramente lo prueban.
Parece olvidar la tolerancia relativa que sus padres merecieron en Irak y en Kurdistán. Y no se explica la generosa convivencia que no pocos judíos conocen en el mundo.
Lamentablemente, en el último juego electoral Netanyahu se empeñó en esconder y reducir la participación de Ben Gvir en su favor. Hoy la festeja y estimula.
Ciertamente, los jueces por principio erraron al tolerar su odio a la democracia liberal, su prédica racista, el apoyo entusiasta a Kahana y a Baruj Goldstein, y las estridentes voces “Rabin traidor, Rabin asesino”, que al cabo de un mes condujeron a su asesinato.
Y no dejo de preguntarme si y cómo las comunidades judías en el mundo habrán de recibirlo cuando en algún futuro resolverá visitarlas a fin de presentar su racista breviario.
¿Lo festejarán como una figura que se atreve a impulsar acciones que, si se verificaran en las diásporas, suscitarían el fin o el recorte de la legitimidad que hoy les respalda?
¿O bien entenderán que esta figura y sus acciones refuerzan y enriquecen las inclinaciones antisemitas en el mundo?
Preguntas que en estos días de Pésaj, un símbolo de la libertad recuperada, deberían plantearse en múltiples tribunas y encuentros familiares.
Son en verdad ineludibles.
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