Elías Farache / Entre duelo y celebración

Estos días son muy particulares para el pueblo judío y para el Estado de Israel. Justo en el mes de Nisan se celebra la salida de Egipto, la consolidación de los israelitas como nación, logrando la libertad y con un estatuto nacional que es mucho más que un compendio de leyes religiosas. Pésaj es una pascua mayor, llena de preceptos y también de simbolismos. En general, el mes de Nisan es el mes de  la salvación.

Justo en el mes de Nisan se inauguró el Tabernáculo en el segundo año de la salida de Egipto, y en medio de la celebración, dos hijos de Aharon perecieron a causa de un castigo motivado por una transgresión en el ritual sacerdotal. La alegría del momento se vio empañada por un suceso tan lamentable. Muchos atribuyen la falta
de los hijos de Aharon, Nadav y Abihú, a un exceso de alegría, a una euforia desmedida.

El mes de Nisan en Israel es festivo, y justo una escasa semana después de finalizar Pésaj, se conmemora el episodio más triste de la historia del pueblo de Israel, el Holocausto, la Shoá. El país se paraliza por minutos, en un día de solemne tristeza. También, pocos días después, Israel celebra su independencia, el 5 de Iyar, precedida por un triste día de recuerdo a los caídos en todas las guerras, conflictos y atentados del joven Estado.

Así es en muy buena media la historia y hasta la vida del pueblo judío y de los israelíes. Grandes eventos que merecen celebraciones y alabanzas, seguidas o precedidas de lamentables sucesos. Un entusiasmo merecido y justificado, al cual se le pone coto con una vivencia o un recuerdo que impide la euforia, la confidencia extrema en las capacidades propias. Extraña manera de escribir la historia, pero receta efectiva en cuanto a permanencia y supervivencia. Física, espiritual.

En la conmemoración de Yom Hashoá, del Holocausto, la culpa que sienten algunas naciones por acción y omisión, expresada en lástima y algo de remordimiento, hace sentir hacia los judíos una especie de obligada solidaridad, la cual es muy agradecida. La tristeza judía, provocada por terceras partes, genera sentimientos de aprecio, de cierto cariño. Pareciera reconfortar. Por el contrario, las celebraciones a causa de la independencia, luego de generar cierta admiración por los logros obtenidos en circunstancias adversas, terminan en un exigente requerimiento de conductas y actuaciones más allá de lo que se les exige a otras naciones. Y esto es algo recurrente.

Israel va a cumplir setenta y cinco años de fundada. Hay quienes atribuyen la existencia del Estado de Israel a los acontecimientos del Holocausto, a la culpa mundial que trató de resarcir a las víctimas de un crimen horrendo. No es así. El Estado judío iba a ser establecido de cualquier manera, y ya Teodoro Herzl lo había profetizado y enrumbado en el Primer Congreso Sionista de 1897. El movimiento de liberación nacional judío venía ya embalado y decidido antes de la Segunda Guerra Mundial y sus horrores.

Entre duelo y celebración ha transcurrido la historia y la vida del pueblo judío. Cuando hay duelo, cuando hay dolor, pareciera que existe aceptación y consideración. Cuando hay celebración, incluso sin la innecesaria y poco edificante euforia, abundan las condenas.

En estos días de Nisan e Iyar, cuando alternan las celebraciones y los duelos, es evidente que preferimos las primeras. Comedidas y sin excesos. A sabiendas que las condenas y las recriminaciones, las más de las veces injustas, son preferibles al duelo y el dolor.

Entre duelo y celebración… celebración.

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