De kipe y cosas

La última vez que abracé a mi abuelo fue el día de mi boda. No en la boda, sino unas horas antes. Fui a su casa, me agaché para estar a la altura de su silla de ruedas y nos bendijimos.

VICTOR SAADIA

Murió unos días después mientras yo estaba en Indonesia en la mitad de mi luna de miel. Así que no vi su cuerpo ser descendido para quedarse bajo tierra y solo conocí su tumba unas semanas más tarde, cuando su hermano, mi tío abuelo, también falleció con esa última tristeza, o quien sabe cuál emoción. Nadie puede saber lo que sienten los muertos antes de morir.

 

Mi abuela lleva unos años en silla de ruedas. Pero está ausente. Ya no reconoce, ya no habla, solo a veces te aprieta la mano cuando tú la aprietas, o ríe cuando hay una risa en el ambiente, o te sostiene la mirada por dos segundos, pero está viendo algo muy diferente a lo que todos vemos. A ella también se la llevó la tristeza. Después de haber perdido a su marido de tantos años, mi abuela se sostuvo y nos sostuvo a todos en la familia los sábados con sus comidas, de la cuales hablaré en breve.

Tenía una amiga, una sola, a la cual veía todos los días. Comían juntas, jugaban juntas, y platicaban en árabe y francés lo que la vida había sido para ellas y lo que la vida estaba por ser para toda su descendencia. Supongo que este era su tema favorito. Pero su amiga murió inesperadamente de un infarto y mi abuela, a los pocos días, cayó en una depresión profunda de la cual las visitas de los bisnietos, los abrazos de sus hijas, las bodas de sus nietos, y por supuesto las pastillas, no pudieron darle un camino de regreso a la atención plena de la vida. Aunque nadie sabe lo que es atender plenamente la vida.

El otro día en el temazcal, mientras alguien compartía los duelos y deshonras de sus abuelos, me di cuenta de que llevaba años enojado por haber perdido a mi abuela sin haberme podido despedir de ella. El profundo dolor se la llevó a ella, y a ella de mí. Y ahí es cuando te das cuenta que los duelos, con todas sus etapas, empiezan antes de que entierren a tu gente, y en algunos casos, terminan antes también del entierro, o no, y son duelos que no se terminan. Pero es muy pronto para mi saber exactamente en dónde estoy. Lo bueno es que ya reconocí el enojo.

Mi abuela me metía a su cama a verla ver telenovelas cuando yo no podía entender porque los bigotones de la pantalla hacían llorar a las rubias. Me metía a su cama para verla jugar barajas con mi abuelo. Una, dos, tres horas podían pasar viéndolos jugar y dizque ayudándoles a sumar los puntos al finalizar cada partida. Mi abuela me metía a su cama donde yo olía sus olores de viejos, de viejos viajeros, que empezaron su travesía en Líbano y que los barcos y aviones llevaron a Brasil, y luego a la colonia Polanco en el entonces Distrito Federal.

Cada quien tenía su baño, pero ponían su dentición postiza en su buró, y solo los que dormían con ellos tenían el privilegio -hoy llamo privilegio a algo que antes llamé asquerosidad y en su momento solo sorpresa- de ver a mis abuelos intentar hablar sin dientes y ver como sus labios se estremecían por no tener soporte.

Hace mucho que no veo a nadie hablar sin dientes y me preocupa que, aunque a mis padres también les pase, no creo que me vaya a dormir con ellos.

¿Dónde habrán quedado esas sábanas de olor rancio y familiar? Ahora que lo pienso seguro siguen en algún clóset. Esta familia que aprendió a cuidar y atesorar sus pertenencias, como mi abuela que viajó desde el viejo mundo hasta el nuevo con su molino de carne y tuvo que buscar a los electricistas más ingeniosos para que, cada dos o tres décadas, encontraran la forma de cambiar el adaptador de corriente para que el molino siga funcionando. Ese molino que le cocinó a mi abuela cuando ella era niña, que le cocinó a mi madre cuando ella era niña, a mi cuando fui niño y a mis hijas que siguen siendo niñas.

Porque, como en todas las familias, es imposible hablar de tus abuelos sin hablar de comida. Me pregunto si mis nietos me recordarán con algo relacionado a ella. Muy pronto para saberlo.

Mi abuelo tenía una función: hacer la Ensalada del Emperador que solo él sabía hacer. A pesar de ser la receta más fácil del mundo, nadie la ha podido replicar. Y no por sabor, sino porque la mezcla de mostaza, vinagre y sal, sabe diferente cuando tu abuelo es el que los mezcla. Cuando con ojos cerrados lo hacía y cuando, con ojos abiertos, pero sin ver realmente por las cataratas, lo seguía haciendo cada sábado de forma idéntica.

Esa ensalada me hace llorar. De amor y tristeza. De añoranza y agradecimiento. De saudades, como dicen los brasileños y que bien nos vendría tener esa palabra en el español.

Mi abuela hacia jocoque con fundas de almohada llenas de yogurt que colgaba en la puerta del refrigerador, donde por décadas había gelatinas verdes y rojas esperando a que alguien las tome sin pedir permiso. Cocinaba toda la semana para la comida del sábado. Desde el lunes planeaba el menú, y con una dedicación milenaria, de esa que hemos olvidado los baby boomers y los millenials y los z y los y y los x, de dedicar toda tu vida a alimentar a tu familia. Nosotros no nos hemos olvidado de alimentar, de hecho, para eso trabajamos y hacemos todo lo que hacemos, pero sí olvidamos que la alimentación no es solo pedir el súper y ponerlo en la mesa.

Veo a mi abuela en su silla de ruedas, toco su mano, veo sus arrugas y saboreo el Kipe Basha en salsa de tamarindo que ya nunca volveré a probar. Porque aunque la receta se quedó, y mi tía y mi madre lo hacen muy bien, el de mi abuela siempre combinaba el perfecto grado de dulzura y acidez que pagaría con todas las lágrimas del mundo para volver a probar. Siempre la temperatura perfecta para mezclarlo con el arroz ligeramente batido que hacía feliz a ese niño que no sabía lo que era la felicidad porque solo la sentía y no necesitaba explicarlo como ahora el adulto quiere hacer. A ese niño nunca se le ocurrió guardar en sus bolsillos unos Kipes para días como hoy, y aunque el adulto de hoy se lo hubiera recomendado, se lo recomienda, el niño no entendería por qué te guardarías algo que solo sabe cómo debe saber cuándo es.

En la mesa cada quien tenía su favorito, las calabazas rellenas de arroz y carne, los jitomates rellenos de arroz y carne, las cebollas rellenas de arroz y carne. El pollo con papas, la munición con garbanzo, la berenjena con Kipe, la berenjena con pollo, la berenjena rellena, la berenjena asada. El Rotí, la carne en tubo, el lajmajine, el angú, los sambuseks, las aceitunas de cal, el hummus espolvoreado con chile piquín. Las medias de queso, los Kipes de arroz, los hervidos y los fritos, los presentes y olvidados. Con el tiempo, llegó el guacamole y las salsas picosas para los nietos nacidos en suelo mexicano.

Estos no son solo platillos, son la historia de mi vida. Son la certeza de que este mundo no me es ajeno. Son mi recordatorio de que soy merecedor de cuidado y placer, y de que la dulzura y la acidez no son contrarias.

A los que tuvimos el privilegio de ir a comer entre semana a su casa, como yo hice por tres años porque trabajaba cerca, nos tocaba el menú casero, el que compartían mis abuelos sin tener que servirse en los grandes platones, los que dependían a veces de algo recalentado y los que compartíamos en el antecomedor donde se hablaba francés y yo aprendía los nombres de los alimentos en árabe.

En ese ambiente informal, como lo son los frijoles y las tortillas de las comidas de muchos millones, yo disfrutaba del Full M-Damas, la ensalada de habas libanesa con aceite, limón, cebolla y ajo. Ese no era un plato para todos, primero porque el ajo y la cebolla no se usan tanto en los banquetes, segundo porque muchos en la familia son alérgicos a las habas, y yo, por regalo divino, puedo metabolizarlas como rey.

Porque eso me hacían sentir mis abuelos, un rey que alimentaban con sus alimentos, los de carne y arroz, y los de sentir el placer que sentían por tener sentado en su mesa un martes cualquiera, a su nieto primogénito. Y que después, sin falta, nos íbamos los tres a su cama, yo ya crecido y con mi propio coche, y nos dormíamos por 30 minutos para digerir las habas y el amor que nos habitaba. Con razón podía regresar a la oficina y saber que todo es perfecto.

Añoro el departamento de Polanco donde después de comer mi abuelo extendía su mantel verde y se ponía a jugar solitario, siempre acompañado de su radio de onda corta para agarrar señales siderales que a mí me parecían magia y un poco locura de su parte. A veces sacaba su Chivas y lo compartía con mi papá. A pesar de ser de los whiskys más vendidos y que los que saben te dirán que no es de los buenos por ser mezcla y no single malt, es el único whisky que tomo y que seguiré tomando mientras viva.

Me pasé varios sábados tomando sus viejos casettes y poniendo el micrófono de mi computadora a grabar su música para poderla meter en un iPod. Toda la familia tenía prohibido ir al pasillo para no hacer ruido e interferir la grabación de las músicas que venían de los años treinta y estaban remezclándose 70 años después del otro lado del planeta en la peor calidad de audio posible.

Mi abuela tenía una habilidad que me imagino todas las abuelas, este tipo de abuelas, tienen. Sabía perfectamente qué y cuánto comió cada quien. Podía estar en la cocina, y desde ahí recriminarte el por qué te estabas sirviendo dos Kipes en vez de cuatro, o por qué no te dignaste a probar las alubias rojas. No te lo decía, y no tenía el vocabulario de salud mental que hoy manejamos, pero estoy seguro de que al ver tu plato al principio y al final de la comida, mi abuela sabía perfectamente cómo me sentía en ese momento. Y sí, también por solo tener un vocabulario limitado de salud mental, creía que todo se cura con más comida. Y sí, puede ser. Como sé que, en otras culturas, con la danza, todo se arregla.

Toda mi familia sabe cuál es mi plato favorito. No es el más popular ni el más fácil de hacer porque requiere de la carne más fresca: El Kipe Neye. Si Vico iba a la comida había Kipe crudo, y si no, no.

Le he agradecido a mi abuela siempre por su comida, y hoy, con un rastro de enojo que se está convirtiendo en aceptación y gratitud mientras escribo, que, soltando la idea de negociar con el tiempo para que me traiga más Kipes Basha, estoy entrando en el profundo significado de haber comido en su mesa, de haber vivido gracias a ella, y de no necesitar la continuidad de los platillos idénticos, sino en disfrutar ese rastro de vida en los arroces menos batidos que me tocará comer.

Más allá de su amor y presencia y generosidad, siento la identidad de mi abuela. Una identidad que no hubiera podido ser de otra manera. Por más que desee que mis progenitores cambien, amar sus arroces como son, amarse a uno mismo celebrando esos arroces o falta de, es el significado de la vidamuerte, el destino de toda familia.

Anhelo poder vivir dedicándome tan intensamente a escoger la carne fresca y a molerla en mi molino como mi abuela lo hacía sin tener media duda de que eso es lo que debía y quería estar haciendo. Tal vez no tuvo muchas opciones, pero eso no implica que todo el universo no quepa en una vida entera dedicada a una sola vocación.

Hoy hablo mucho de redefinir la nutrición. Comer limpio, dejar lo ultraprocesado, entender las economías circulares, consumir local, consumir fresco, pensar en el comercio justo, poner atención mientras comes, compartir tu comida con tu gente, pedirle a tu prima que te pase el pan, ignorar a tu cuñada que te pide el guacamole porque yo estoy metido en otra cosa, buscar la seguridad y la soberanía alimentaria, procurar hacer menos desperdicio, guardar en topers lo que sobra, regalarlos, compartir tus recetas, invitar a tus amigos a que conozcan el Kipe de tu abuela, hablar del Kipe de tu abuela 20 años después, añorar el pasado, centrarme en mi presente de duelo y aceptación, y proyectar al futuro lo que soy y no quiero dejar de ser. Saber que la nutrición y la riqueza y la salud y la sustentabilidad y el desarrollo, son siempre un equilibrio de lo físico, lo mental, lo social, lo ambiental, lo financiero, lo ocupacional y lo espiritual. Tal y como yo a mis 5, a mis 15, a mis 25 y a mis 35 he vivido en la mesa de mis abuelos.

Los que salivamos al recordar estos sabores, no solo salivamos por la comida, sino por sentir lo que es sentirse en casa y lo que se nos permite saborear cuando nos estamos despidiendo.

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