En junio del año pasado difundí en estas páginas el íntimo y colectivo pesar por la muerte del escritor israelí A. B. Yoshúa. Un personaje que, al lado de Agnón y Amós Oz, nutrió mis primeras lecturas literarias en hebreo.
Todos ellos me ayudaron a conocer las tensiones de una vieja y joven cultura, la judía y la israelí, que desde entonces gozo y, también, me abruma.
Circunstancias que hoy me conducen a recordar a Rebeca, entonces más conocida como Ika, una mujer que a sus 19 años hizo vibrar íntimas fibras del joven Yoshúa. Y a partir de aquí será su amiga y esposa durante casi seis décadas.
Se encontraron en los años sesenta en los recintos universitarios de Jerusalén, y desde entonces Ika no dejará de leer y comentar las páginas escritas por Yoshúa sin abandonar la atención que como psicoanalista dedicará a sus pacientes.
Cuando ella falleció en septiembre 2016, su esposo y amante resolvió aplazar durante un par de días el entierro en el Kibutz Ein Karmel a fin de que las múltiples personas que fueron cuidadosamente atendidas por su esposa pudieran tomar parte en el sepelio.
Sombrías circunstancias en las que Yoshúa teje un amplio y penoso relato de una íntima convivencia que en ningún caso frenó la entrega del uno al otro, ya sea para aliviar ácidas tensiones, ya sea para nutrirlos con íntimos diálogos.
Desiguales vocaciones que enriquecieron a ambos sin frontera alguna.
En el entierro de su esposa, Yoshúa recordará las primeras páginas de su Moljo que describen la muerte de la esposa “cuatro horas antes del amanecer”.
Episodio que su esposa Ika le relató después de un encuentro profesional con un paciente.
Y él confiesa: “…algunos creen que Moljo es lo mejor de mis páginas, pero en rigor no fueron del agrado de Ika. Mi descripción le pareció una burla a la pasividad del marido. Y sin vacilar resolví corregir el texto”.
Y Yoshúa recuerda: “ella corregía no solo mis relatos. También mis escritos políticos, incluyendo textos sin importancia que yo enviaba a los periódicos…Poseía un talento literario que fascinaba a los pacientes, y sus palabras quedaban años en la memoria. Además, su cariñosa sonrisa contenía un mensaje que solo ellos entendían y atesoraban”.
El escritor recuerda el cuarto donde Ika atendía a sus pacientes en Haifa, “una clínica habitada por tres cuadros de Freud, el único hombre, decía ella, que no dejaba de admirar”.
Y al esposo escritor le decía: “jamás podrás ser un analista ni mío ni de otros… No tienes genuina paciencia con los seres que nos rodean… solo te interesan letras e ideas…”
Yoshúa recuerda que en sus últimas horas su esposa le preguntó: …”la muerte…qué es?… ¿cómo ocurre?”… Y para consolarla él le aseguraba: …”todos moriremos porque la muerte es la ineludible y verdadera democracia…”
En el cementerio Yoshúa le dice … “es bello el lugar que escogiste para descansar, y aquí y ahora nos reunimos no pocos para hilvanar recuerdos … Sin embargo, ¿podré continuar en esta vida llenando páginas sin tu presencia…?”
Felizmente, en el andar del tiempo y más allá de su imborrable dolor Yoshúa no abandonó el quehacer literario.
Morirá hace un año en el Centro Médico Sourasky de Israel.
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