De Silvio Berlusconi se ha dicho, y seguramente seguirá diciéndose, que es el padre del populismo moderno. Hay algo de cierto en ello, pero la visión más compacta de esa idea encierra un peligro del que debemos estar alertas, si acaso queremos apostar hacia una verdadera consolidación democrática de nuestros sistemas políticos.
Está de más hacer otro recuento biográfico suyo para repasar sus éxitos como empresario, sus fiascos como político, y sus escándalos como individuo. Como suele suceder en el caso de los grandes líderes populistas, lo relevante es reflexionar en lo que somos como sociedad, y volver a preguntarnos porqué votamos por este tipo de gente.
Berlusconi, encarnación absoluta del líder populista, maestro de todos aquellos que han seguido por esa misma ruta, fue un político carismático que nunca se caracterizó por sus aciertos a la hora de gobernar. El período en el que más y mejor desplegó su labor como Primer Ministro (2001-2006) se saldó con una severa crisis económica que dejó a Italia fuera del liderazgo de la Unión Europea. Sin embargo, en 2006 le faltó muy poco para ganar la elección, y en 2008 volvió a hacerlo. Ni qué decir que se mantuvo como diputado desde 1994 hasta 2013, y si dejó el cargo fue porque asumió el de senador.
Berlusconi, mejor que nadie, representa la seducción populista que logra que el electorado se hipnotice con la figura y no ponga atención en los resultados. Las razones han sido bien explicadas: fue el tipo de político que provocaba en el ciudadano de a pie ese extraño sentimiento que se resume en el “él es como yo, pero exitoso”. Sus allegados cercanos decían que todos los italianos eran Berlusconis en pequeño, y él mismo decía que su epitafio debería ser “la mayoría de los italianos, en el fondo, quisieran ser como yo”.
Después de él y durante los últimos treinta años, todos los líderes populistas que hemos conocido —desde Trump hasta López Obrador— han sido, en mayor o menor medida, émulos de Il Cavaliere.
¿Significa que Berlusconi fue el punto de partida de una nueva plaga que hoy se ve reforzada por el vicio de la posverdad, ese síntoma perverso tan natural a la sociedad y a la filosofía posmoderna? Eso es lo que va implícito en la afirmación de que él es el padre del populismo contemporáneo. De allí se desprende la noción de que eso nos obliga a reforzar los valores democráticos, y luchar para recuperar el terreno que se ha perdido en las últimas dos décadas.
Ahí está el error. Esa percepción de la relación entre democracia y populismo está equivocada, y mientras no corrijamos el enfoque, no entenderemos de qué se trata el reto en el que estamos inmersos.
Olvídemonos de que la democracia es una realidad de la cual el populismo es la digresión. Es exactamente todo lo contrario.
Eso a lo que hoy llamamos populismo ha sido la forma natural de hacer política para el ser humano, por lo menos desde la Revolución del Neolítico. Lo vemos en dos detalles cruciales: uno, el culto al líder; dos, la búsqueda del poder absoluto. La historia de la humanidad está infestada de caudillos o héroes que prometen devolver el orden al cosmos y que, por lo tanto, tienen nuestra autorización para conducirse por encima de la ley, preferentemente sin contrapesos, además de plenos poderes para garantizar nuestra felicidad. Mientras el rey sea feliz, todos somos felices.
Desde los antiguos imperios mesopotámicos hasta las monarquías europeas que se hundieron en la Primera Guerra Mundial, y luego desde los amos y señores de los Partidos Comunistas del siglo XX hasta los autócratas populistas de hoy, el ser humano vive enfermo de fascinación hacia la figura del líder.
Si acaso no nos dimos cuenta fue porque el trauma de la Segunda Guerra Mundial, y los dos grandes relevos generacionales que ya han ocurrido desde entonces, generaron la ficción de que los autoritarismos ideologizados de la Guerra Fría nos habían colocado en una condición radicalmente distinta a todo lo que habíamos conocido previamente. Sin las monarquías dinásticas europeas en el poder, y sin los burócratas casi omnipotentes del soviet supremo, las nuevas generaciones han visto en el populismo la nueva alternativa a consolidar, o el nuevo enemigo a vencer. La realidad es que sólo se trata de la versión descarnada y sin disfraces de lo que siempre hemos sido como sociedades ancladas a la dependencia del líder.
Apreciarlo correctamente es básico para entender que la lucha por la democracia es una lucha contra nuestros más bajos instintos políticos. El reto no es derrotar al populista, sino a nosotros mismos. Sin una sociedad ansiosa por alguien que prometa ejercer el poder absoluto para hacernos felices, el populista no existe. Para llegar a ello, hay que luchar contra miles de años de condicionamiento social y cultural; de lo contrario, los émulos de Berlusconi seguirán apareciendo, uno tras otro.
Los últimos treinta años de historia dan fe de ello.
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