Esta fue una de las notas que más sonó esta semana, siempre bajo el formato de rumor de que la administración Biden estaría considerando la posibilidad de replantear los términos de las relaciones entre Estados Unidos e Israel. Pero, créeme, no es tan sencillo.
Sí, es cierto que Biden y muchos de sus allegados serían felices de replantear las relaciones con Israel. Es un problema que, desde las épocas de Barack Obama —un presidente abiertamente anti-israelí— arrastra el Partido Demócrata.
Sin embargo, creo que se exageró cuando se habló de que esto no nada más sería factible, sino incluso inminente. Pese a todas las diferencias que hay entre dos gobernantes tan distintos como Benjamín Netanyahu y Joe Biden, hay intereses de los dos países que no se pueden tocar o alterar tan fácilmente.
Estados Unidos mantiene una guerra comercial de baja estridencia con China. Todo mundo sabe de ella, pero no estamos viendo los sombrerazos que tanto le encantaban —espectáculo circense de principio a fin— a Donald Trump.
Eso, por supuesto, no significa que la gente de Biden no esté afilando bien sus dardos contra los chinos, justo en un momento en que el gigante asiático está entrando en una severa fase de problemas muy serios.
Hay dos datos que nos muestran el nivel de crisis que se le puede venir a China. Uno es que su inflación llegó al 0%; el otro, que su población ya entró en fase de disminución.
Suena raro, porque a simple visa, cualquiera podría decir que eso es bueno. ¿Para qué quiere uno que los precios suban, o que la población aumente (sobre todo en un país tan poblado como China)?
Pero no te vayas con la finta. En realidad, las dos situaciones causan más problemas que ventajas.
Velo de este modo: el incremente de precios es señal de que el mercado está activo y hay demanda. Es decir, hay consumo. El dinero va y viene, que es lo que necesita toda economía para funcionar. Por supuesto, dichos aumentos (inflación) no debe ser exagerado. Los especialistas apuntan a que lo más sano es que se mantenga en el rango del 1 al 2%, y que el límite después del cual la inflación ya es un problema es el 4% (cifras anuales, por supuesto).
Cuando no hay inflación es porque tampoco hay demanda, o porque el consumo se ha estancado o está en vías de estancarse. Peor aún cuando hay deflación (caída de los precios): significa que la oferta está superando a la demanda, y eso es sinónimo de crisis en cualquier economía.
Este tipo de problemas se agravan si, además, la población está decreciendo. Justo eso significa que el consumo se está reduciendo, que la demanda está colapsando, y que por eso no hay inflación.
¿Recuerdas que durante mucho tiempo a los chinos se les restringió la procreación y se les puso como límite tener un solo hijo? Bueno, imagínate que un chino, hijo único, hereda la casa de sus padres fallecidos. Tiene la suya propia, y esta que ha recibido ahora como herencia. Imagínate que a su esposa —hija única también— le pasa lo mismo. De pronto, un matrimonio en su edad madura tiene tres casas, y sólo necesita una.
¿Qué hace con las otras dos? Bueno, la lógica nos dice que o las venden o las rentan. Es decir, las ponen a producir un ingreso extra. Pero si la población está decreciendo, entonces la demanda de vivienda también está disminuyendo. Muy probablemente, no van a encontrar un cliente tan fácilmente, y entonces tendrán que malbaratar si venden, o cobrar muy poco si rentan.
Ese es el sentido en el que la deflación no es buen síntoma de nada. Además, si los precios caen, el gobierno recauda menos en impuestos, y se enfrenta con nuevas limitaciones a la hora de tratar de implementar sus proyectos económicos.
Estados Unidos ya olió la sangre de la economía china. Ya vio que es el momento de apretar ciertas tuercas, y lo está haciendo. Está reforzando sus lazos (incluso los militares) con Taiwán; está al frente de la integración de todo un bloque que abarcará desde Australia hasta Japón, y que será un fuerte competencia comercial contra China en su propio territorio.
Por esas razones es que lo que menos quieren los Estados Unidos en este momento es abrirle mercados a China, darle opciones para que recupere parte del territorio perdido, y pueda fortalecerse.
Y eso es exactamente lo que le pasaría si entra en pleito con Israel. Ya se sabe, desde hace mucho, que China tiene muchas y muy altas expectativas respecto a las relaciones comerciales y diplomáticas con el Medio Oriente. La geopolítica es muy sencilla en algunos aspectos: si una potencia global se retira de una zona, otra potencia global entra a llenar el vacío. Rusia está fuera de combate por culpa de la irracional guerra en la que se metió al invadir a Ucrania. Así que China se quedaría como la parte ganadora en caso de que los vínculos políticos, económicos, comerciales y militares entre Estados Unidos e Israel se “replantearan”.
La administración Biden ya tuvo una muestra amarga de eso con Arabia Saudita. Justo por la política estaodunidense poco pragmática hacia el Medio Oriente, de pronto la casa real saudí aceptó la mediación política y diplomática de China para restablecer ciertos vínculos con Irán, que se habían deteriorado desde 2016.
No fue tanto el deseo de vincularse otra vez con los ayatolas (que, en realidad, son enemigos jurados de los príncipes saudíes), sino el de embarrar en las narices de los Estados Unidos y sus nada inteligentes negociadores de la política exterior, que China siempre va a ser una opción en caso de que las relaciones con el Medio Oriente se “replanteen”.
Así que no hay que esperar cambios drásticos en las relaciones entre Washington y Jerusalén. Para gusto o disgusto de ambos, se necesitan. Cada uno por diferentes razones.
Quien sale mejor parado de esto es Netanyahu, en definitiva. Siempre fue un político lo suficientemente hábil como para mantener a raya a Obama, un presidente infinitamente más lúcido y preparado que el ya octogenario Biden. El actual presidente estadounidense no tiene la estatura de su antiguo jefe, ni para bien ni para mal. Por ello, el experimentado Primer Ministro israelí sólo tiene que mantener las cosas fluyendo, a la espera de que los republicanos ganen la próxima elección y la ruta de la política exterior estadounidense vuelva a girar a favor de Israel.
Mientras, justo será ese tema de la elección presidencial dentro de poco más de un año, el que se convertirá en el principal dolor de cabeza de los Demócratas, que tendrán que relegar a un plano secundario su incontrolable antipatía hacia Israel.
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