Cuando observé en la pantalla televisiva a Benjamín Netanyahu sentado en la Knéset con Yoav Gallant a su derecha y Yariv Levin al otro costado me abrumaron reflexiones contradictorias.
El tenso diálogo entre uno y otro apenas parecía interesar a Bibi, y signos de desprecio al primero apenas él acertaba a reprimir.
Claramente, Bibi ya no es el líder que alguna vez fue en su larga trayectoria. El juicio que se inició contra su persona hace ya tres años mudó, entre otras razones, su perfil y presencia.
El dictamen que en los últimos días se conoció en la Knéset, 64 en favor de la abolición de la razonabilidad y 0 en contra, confirmó que la coalición que hoy nos controla prefiere resueltamente el teo-nacionalismo a expensas del hacer democrático.
Disolvente actitud que ya conlleva efectos internos, regionales e internacionales.
La creciente fragilidad de la democracia israelí es uno de ellos. Y el probable debilitamiento de relaciones y vínculos entre Israel y Egipto, incluyendo países de la Península Arábiga y los africanos, es otra.
Hechos que ulteriormente conducirán al irreversible enfriamiento de las relaciones de Israel con EE.UU., país que hasta aquí fue y es el principal abastecedor de nuestros recursos militares.
Actitud que tal vez se verá parcialmente moderada por la cercanía del juego electoral en EE.UU. y la aspiración de Biden a reelegirse.
No obstante, indiferente a estos escenarios, Bibi se inclina hoy a aliarse a elementos que solo saben y reiteran pasajes de la Torá sin percibir las distancias entre esta conducta y la ausencia de algún eficiente servicio – militar, científico, o económico – al país.
En estas circunstancias, no debe sorprender la conducta de Netanyahu cuando aplaudió a Miri Reguev al exigir el envío a la cárcel a los manifestantes o cuando él cierra acuerdos con Ben Gvir, personaje que jamás entregó un día a la defensa del país.
Las consecuencias de esta oblicua conducta ya son claras: la ascendente deserción en las filas del ejército, la caída del shekel, el debilitamiento de la actividad cibernética que aporta más de un tercio del producto nacional, la tendencia a emigrar por parte de círculos académicos y científicos, el afán y la intención gubernamentales encaminadas a esterilizar al Poder Judicial, y, en fin, el ahondamiento de la violencia policial en las masivas demostraciones de protesta.
Los líderes y sectores nacional-religiosos pretenden en este escenario reconstituir en Israel la vivencia diaspórica que se inició hace dos mil años.
Claramente, la autonomía nacional lograda con sacrificios y sangre no les interesa. Y así nos conducen a un gobierno nacional-rabínico que implicará el fin de Israel como democracia y la radical escisión de las diásporas.
¿Estoy en el error? El lector juzgará.
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