Elías Farache / La guerra caliente

En estos días se ve y comenta mucho la película Oppenheimer. Una versión de la historia acerca de la construcción de las primeras bombas atómicas, con muchas referencias a las implicaciones que la fabricación y uso del dispositivo han traído y traerán.

El armamento atómico constituyó un hito en la historia de la humanidad. La posibilidad cierta de destrucción masiva y destrucción mutua. Una enorme energía que, en principio, hasta se tuvo dudas si podría ser controlada o acabaría con todo, le dio al ser humano una capacidad casi divina, pero no de creación sino de destrucción.

La historia después del uso de la bomba atómica es conocida. El fin de la Guerra Mundial al rendirse Japón, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki con cientos de miles de víctimas, la carrera nuclear de muchas potencias para tener lo que ya había logrado Estados Unidos de América. Y el miedo de todos a ser arrasados por algún enfrentamiento entre potencias.

La posesión de armamento nuclear es para algunos de quienes lo detentan, un arma disuasiva. En el entendido que nadie osará agredir a sabiendas de la superioridad que se tiene para reaccionar. Cuando dos enemigos o adversarios tienen capacidad nuclear, el criterio es que la capacidad mutua de aniquilación es el disuasivo necesario. Bajo este esquema ha convivido la humanidad desde 1945, en la llamada Guerra Fría y después de ella si es que alguna vez acabó.

Los americanos tienen muy arraigado el concepto de la defensa propia y la disuasión. Es una cuestión quizás histórica o cultural. En Estados Unidos, el libre porte de armas y su facilidad de adquisición constituyen un tema bien complicado de atender y entender. Pero se basa en la capacidad de disuasión que tiene el portador de un arma. Puede defenderse de quien lo ataque, y no será atacado por otro portador a sabiendas que puede repeler una agresión en igualdad de condiciones. No siempre pasa esto, pues ocurren episodios lamentables. Pero el principio de la disuasión mutua está siempre presente.

En nuestros días, la posibilidad de acceder a energía nuclear está al alcance de muchos países. Existen gran cantidad de plantas nucleares de generación de electricidad. Y existe el temor de usar esa capacidad nuclear para elaborar el
peligroso armamento letal. Las agencias internacionales que regulan el uso de la energía atómica, como sucede con casi todas las instancias internacionales, no tiene la autoridad y fuerza necesarias para cumplir un rol de fiscalización. Esto es  un hecho.

En este escenario mundial, conocido por todos, Irán viene desarrollando una carrera nuclear. Como la han desarrollado otras potencias, no occidentales y no sujetas a una estricta supervisión. La intención armamentista de todos, además del uso pacífico de rigor, ha sido lograr una convincente capacidad de disuasión ante enemigos que también hacen lo propio. El punto para tener en cuenta es el deseo intrínseco de todos a no ser destruidos, y por lo tanto usar su capacidad real de destrucción como eso, como un disuasivo. Tenerla, pero no usarla…

En nuestros días, el concepto de la disuasión no es aplicable como antes. Hay quienes tienen capacidad de destrucción, no nuclear, y no les importa ser destruidos en el intento. Porque las bajas del contrario satisfacen y el dolor propio es un martirio que lleva al cielo. La capacidad y disposición de inmolarse anulan la lógica de la disuasión. Esto es algo muy difícil de comprender y quizás solamente lo entienden quienes han tenido la amarga experiencia de enfrentar en la práctica tales concepciones de vida y muerte.

Los criterios de la Guerra Fría aplicaron y aplican en condiciones de fríos cálculos. En las circunstancias actuales, pueden conducir a una guerra caliente. Breve y caliente.

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