Israel vive momentos desagradables y difíciles. Lo desagradable es precisamente aquello que lo hace quizás más difícil para todos. Para los ciudadanos y para quienes son amantes y admiradores del Estado judío, el mismo que cuenta solo setenta y cinco escasos, y muy interesantes, años de vida.
El país se encuentra sumido en un agrio debate por una reforma judicial que enfrenta apasionadamente a quienes la apoyan y quienes la adversan. Israel no tiene Constitución y esto es un asunto importante. No tiene Constitución porque muchas veces, cuando se planteó la necesidad de una Constitución, se temía que los debates en torno a la misma fueran demasiado intensos y podrían atentar contra la unidad necesaria para consolidar el Estado y defenderse de sus implacables enemigos externos. Son muchos temas los que causan enfrentamientos dentro del
pueblo judío, incluso entre sectores específicos del mismo.
Luego de siete décadas de vida, gracias a un esfuerzo nacional sin precedentes, Israel es un país consolidado. Una potencia regional y hasta mundial. En lo militar, económico y tecnológico. Una democracia única en la zona. Logros sobran, problemas también.
Al igual que en otros países, especialmente aquellos que se basan en un sistema parlamentario de gobierno, la desaparición de dos partidos mayoritarios y determinantes, capaces de alternarse en la formación de coalición de gobierno, han convertido el sistema en un complejo mecanismo de negociaciones, concesiones y presiones. Pequeños grupos ejercen fuerza desmedida y los más grandes no son lo suficientemente grandes. Además, en Israel, la demografía y la evolución de grupos y sectores sociales, han modificado sustancialmente el equilibrio de poderes
partidistas. El Israel del siglo XXI es muy diferente a aquel de Ben Gurión y Beguin enfrentados por sus visiones de país.
Hoy en día, la izquierda y la derecha se confunden entre un variopinto panorama de partidos extremistas, de centro y religiosos. Debe reconocerse que esto es normal, y debió ser previsible. Tampoco existe un líder absoluto y carismático, con la vida útil necesaria como para poder conducir el país sin demasiados tropiezos. Y con esto no desmerecemos la capacidad personal de los actuales protagonistas de la complicada política israelí. Pero a la realidad debemos atenernos.
En una democracia vibrante es normal que se pretendan cambios. Es también normal que existan conservadores opuestos al cambio. La Corte Suprema y el sistema judicial de Israel constituyen quizás el último reducto de la
institucionalidad fundacional del Estado. Un cambio en la misma, aún siendo necesario, levanta suspicacias y temores. Lo preocupante es la viralidad del enfrentamiento entre las partes.
Más de treinta semanas de protestas. Amenazas de huelgas y realización de paros. Cierre del aeropuerto. Pasos cerrados. Médicos que cesan actividades. Pilotos de combate que anuncian su decisión de no servir en misiones y entrenamientos. Amenazas de degradación de calificación crediticia. Devaluación y desinversión. Todo esto y más, en transmisiones en vivo y directo de radio y televisión, además del streaming de nuestros modernos días. La interacción entre los políticos, y los debates entre las partes, a niveles de insulto y descalificación. Grave.
Los amigos y enemigos externos de Israel también se manifiestan. De repente, muestran un inusual e inusitado interés por la democracia del país. Algo que no hacen en relación con los numerosos países vecinos y cercanos a Israel carentes de democracia, pero esto es otro tema.
Mientras esto se vive con intensidad, no cesan los atentados en las calles del país. Tiroteos, atropellamientos. Amenazas. Desde el Líbano, el jefe de Hezbolá se frota las manos augurando la autodestrucción de su enemigo. Los israelíes parecen hacer caso omiso de todo esto.
La situación que se vive en Israel es ciertamente una que deja ver debilidad. Debilidad que puede ser aprovechada por sus enemigos y detractores. Pero viendo las cosas desde otra perspectiva, un país que se da el lujo de someterse a una discusión tan ruda, a llevar al límite su esencia democrática y libertad de expresión, defender su democracia desde cualquier óptica enfrentada, es un país sumamente poderoso y confiado. Un país fuerte.
La debilidad que algunos perciben en Israel y los acontecimientos de nuestros días, es producto de la confianza nacional en su fortaleza. No es para confiarse, ni dejar de preocuparse. Pero es prudente hacer una lectura correcta: es la fortaleza de la debilidad.
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