“Nunca pensé que iba a llegar el día en que me despidiera de mis padres”: Laura Malo, joven colombiana que sobrevivió a la masacre

Las primeras horas del 7 de octubre serán difíciles de olvidar para Laura Malo. Una joven DJ colombiana que sobrevivió a la masacre perpetrada por Hamás en un festival de música electrónica que, irónicamente, estaba dedicado a la paz. Nos cuenta su historia, en exclusiva.

Laura Malo y su amigo Itamar bailaban en el desierto, percutidos por el hipnótico ritmo de la música electrónica que había convocado a unos 3000 o 4000 jóvenes como ellos al Festival por la paz en Israel, una cita a la que llegan cada año jóvenes de todo el país, y de diversas regiones del mundo, y que esta vez tuvo el mal tino de aterrizar a solo cinco kilómetros de la Franja de Gaza.

Era la madrugada del 7 de octubre. Fin de Succot, Simjá Torá, Shabat… Una convergencia de días sagrados que para la multitud congregada serían como simple asueto. Ropa ligera y cabello húmedo. Danza interminable bajo las estrellas. Hasta que, llegado del mismo cielo, el horror aterrizó en el sur de Israel.

“De un momento a otro se empezaron a escuchar bombas. La gente estaba feliz, estaba disfrutando, y se empezaron a escuchar bombas…”, narra Laura Malo, en entrevista con Enlace Judío, apenas unos días después de sobrevivir la peor noche de su vida. La noche a la que otras miles de personas no sobrevivieron.

En su relato, las horas y los minutos se enredan y se desvían como si el espacio tiempo hubiera sido distorsionado por una gravedad inusitada. Quizás el peso del horror que cala en su memoria y se trasluce a través de sus ojos profundos y empañados. Hace acopio de fuerza para reconstruir aquellas horas eternas.

Primero, la media hora durante la cual no dejaban de caer las bombas. “Yo vivo cerca a la Franja de Gaza. Para mí (escuchar bombas) es algo normal pero eso se salía de lo normal. Fue demasiado aterrador, no paraban las bombas”, y luego, los minutos de la primera huída, antes de saber lo que ocurría, cuando aún pensaban que podían encontrar refugio en los lugares acostumbrados.

“Fue cuando yo y mi amigo Itarmar llegamos a un búnker que estaba en la carretera a refugiarnos, con otras personas de la fiesta, cuando de repente, empezamos a escuchar disparos. Nos miramos entre nosotros, no entendíamos, y vimos a una pareja árabe que, al final, también fue asesinada por los mismos terroristas. Esa pareja corrió hacia nosotros para advertirnos que escapáramos, porque estaban con motos persiguiendo a la gente, disparándole a la gente.”

 

 

La huida

Ellos no sabían, no podían saber que miles de hombres armados habían cruzado la frontera sur desde la Franja de Gaza para asesinar a mansalva, indiscriminadamente, a todo aquel que se encontraran en el camino. No imaginaban, ¡cómo!, que las milicias islamistas entrarían a las casas, sacarían del sueño a sus ocupantes a tiros, asesinarían a los niños delante de sus padres.

Laura e Itamar corrieron hacia el auto de ella y pisaron el acelerador a fondo. Manejaba él. Ella estaba demasiado nerviosa. Ignoraban lo que estaba ocurriendo y, quizá, era mejor así. ¡Qué habrían pensado si alguien les hubiera dicho que ciudades enteras estaban siendo tomadas por los terroristas mientras el ejército, ese escudo inquebrantable en el que cada israelí cree con una devoción casi religiosa, ¡estaba lejos!

El auto de Laura se abrió espacio a través de la oscuridad del desierto. Iban hacia el kibutz de Nir Oz. “No, derecho, ahí vamos a estar seguros”, le dijo ella a su compañero, “y me sentí confiada”. Las bombas seguían cayendo. Los disparos rasgaban el vientre de la noche, pero ellos estaban a punto de salvarse.

Divisaron el kibutz y vieron que se abrían las puertas. Los recibía un soldado. Ellos se alegraron.

Luego, “cuando nos acercamos más, el soldado cogió el arma y empezó a dispararnos.

Era un terrorista. Por estrategia, se vistieron como militares para confundir a la gente”

Laura reconstruye los instantes siguientes, esos instantes kilométricos como rayos, la arbitrariedad del tiempo cuando los sentidos se han quedado a merced del miedo, del terror incalculable, impronunciable, porque varias veces, mientras cuenta su historia, Laura admite que no tiene palabras, que no las hay, que el terror no puedo narrarse.

Lo intenta, sin embargo, y regresa al momento en que el terrorista vestido de soldado abrió fuego contra su auto. Dice que su amigo Itamar alcanzó a maniobrar a tiempo, que una bala perforó el auto muy cerca de donde él tenía la cabeza, y que el joven aceleró sin rumbo hasta que el auto se impactó contra una cerca.

Laura saltó al asiento trasero y rompió la ventanilla. Por ahí escaparon ambos. Huyeron a ciegas asediados por el eco de las bombas y los fuegos. Corrieron sin detenerse a respirar, hasta que encontraron un invernadero abandonado, sin saber que su infierno se prolongaría todavía muchas horas, “desaparecidos, solos, con hambre, con sed, sin poder tener comunicación. No sabíamos qué estaba pasando afuera”.

 

Cuando Dios es lo último que queda

Era Israel. El país que presume a uno de los mejores ejércitos del mundo. El país que presume a uno de los más confiables y sofisticados sistemas de inteligencia. Lo que Laura e Itamar estaban viviendo era incompatible con lo que sabían de esa tierra. Ella recuerda ahora, apenas cinco días más tarde, que hallarse en ese invernadero “fue aterrador. Cada segundo, cada minuto se sentía una hora.”

“Yo llamé a mis padres”, recuerda. “Mis padres guardan Shabat, yo nunca los llamo en Shabat, pero cuando yo los llamé sabían (que) en nuestra ciudad (había) bombas, (y) supusieron que me pasó algo”.

Ella no tenía mucho tiempo para hablar. Había que mantenerse en silencio. El enemigo asediaba desde la oscuridad.

“Simplemente le dije a mi padre: ‘Papá, si me llega a pasar algo, quiero que sepan que los amo’.” Su padre rompió en llanto.

“Yo nunca pensé que iba a llegar el día en que me despidiera de mis padres, no creo que alguien está preparado para sentir ese momento. Mi papá no entendía, no me podía entender, y fue cuando, en pocas palabras, le expliqué que me dispararon y me estaban persiguiendo”, y que había terroristas por todos lados.

Laura hace una pausa. Sus ojos hurgan en el pasado. Su mente trata de recolectar las palabras correctas para describir la angustia. “No sé cómo explicarlo. Es que no hay palabras que puedan explicar lo que uno sintió allá. Todo el tiempo era un pánico muy grande (esperando) que no entrara ningún terrorista donde estábamos, que no nos vieran, que no nos cayera un misil encima…”

En esas últimas horas que precedieron al alba, Laura e Itamar aprovecharon para enviarle su ubicación a tantos amigos como fuera posible. A las ocho y media de la mañana, las baterías se habían agotado. A las 3:30 de la tarde, la pareja de amigos decidió volver al auto en silencio para tratar de cargar los celulares y pedir ayuda. “Sabíamos que alguien estaba buscándonos”

 

No intentaron arrancar el auto, no querían que el ruido los delatara. Solo encendieron el sistema eléctrico para conectar el celular de ella. Esperaron algunos minutos a tener el mínimo de carga necesario para poder buscar información en internet: ¿era segura el área? ¿Venía la ayuda en camino? También enviaron algunos mensajes para avisar que seguían vivos.

“Cuando regresamos al lugar donde nos estábamos refugiando llamamos a la policía, y la policía nos dice que no hay nadie que pueda rescatarnos, que nadie puede entrar, que en ese momento, esa zona estaba bajo el mando de todos los terroristas. Que ni la policía ni el ejército podían entrar a rescatarnos. Que nos quedáramos simplemente escondidos, en silencio”.

Habían pasado nueve horas desde que Laura Malo e Itamar habían encontrado el invernadero abandonado. Cuando escuchó aquello, Laura sintió “miedo, dolor, decepción, desesperanza… ahí se me fue toda la esperanza”. Laura recurrió entonces al último refugio:

“Yo estaba dependiendo, confiando en Dios, es un milagro que yo esté aquí”.

La batería de su celular se volvió a terminar, pero ellos habían enviado su ubicación a más amigos para que, a su vez, estos la compartieran con sus propias redes de contactos. Alguien tenía que escuchar el grito de auxilio. Entonces, el sol del desierto volvió a desplomarse tras el horizonte. “Nosotros seguíamos escuchando bombas, disparos… Los helicópteros del ejército, disparando también”.

Laura e Itamar temieron que el fuego amigo los arrasara. Se quedaron ahí, agazapados, rezando. Acordaron que, de escuchar voces, permanecerían ocultos hasta no tener la certeza de que provenían de las personas correctas. “Pensábamos que los terroristas podían utilizar a alguien que hablara buen hebreo para engañarnos y que saliéramos”.

Después de 16 horas “de nervio, de pavor infinito, escuchamos una voz que nos gritaba por el nombre, y decía ‘¡es el ejército, es el ejército!’ en hebreo”. Pero no fue sino hasta que escucharon el nombre del hermano de Itamar que se animaron a salir. Gracias a él, las FDI habían enviado un comando a rescatarlos”.

“Fue inolvidable. Fue el mejor momento de mi vida. Yo no lo podía creer. Yo aún no lo puedo creer, en realidad”, remata y suspira mientras deja que sus manos jueguen brevemente con su cabello negro, largo y rizado, y con el arete que pende de su lóbulo izquierdo.

Sus ojos rebuscan en la pantalla de la computadora la empatía de quien no puede sino comenzar a imaginar el caudal de emociones que acaba de describir con la voz quebrada.

Lejos, lejos de casa

Pero el momento feliz no duraría mucho. A su regreso, en la carretera, Laura vio con terror los cuerpos tendidos de los jóvenes que, como ella, habían estado bailando por la paz hasta hacía unas horas. Luego fueron saliendo a la luz los nombres de los caídos. Entre ellos había muchos conocidos y amigos suyos.

También vio autos quemados, perforados por las balas de grueso calibre, con gente muerta dentro. “Fue como el fin del mundo, como el Apocalipsis. Irreal. Yo no… Es de las cosas que solo ves en las películas”.

Laura y sus padres huyeron de la ciudad en que vivían, buscando refugio en un sitio alejado de la Franja, lejos de los misiles que no paran de caer. “La Cúpula de Hierro no da abasto”.

Dejaron atrás su casa, sus empleos y ocupaciones, su auto.

Dejaron atrás a los muertos también.

“Casi muero. Casi me asesinan. Y estoy aquí, orgullosamente, contando esto. Así me cueste, lo hago. Por honor a toda la gente que murió, por honor a toda la gente que no puede hacerlo. Yo lo hago por ellos para que todo mundo sepa lo que está pasando aquí”.

Aunque las horas más atroces han pasado, el terror sigue impreso en su rostro, tan vívido como los tatuajes de flores que cubren sus brazos. Para algunas familias, sin embargo, la angustia continúa. Entre los secuestrados por Hamás se encuentra el esposo de una buena amiga suya, también colombiana.

Dice que se trata de uno de los productores del evento, de ese festival que, desde hoy, será un recordatorio de cualquier cosa menos de la paz. Ahora, la colombiana Laura Malo y sus padres quieren encontrarse con el hermano de ella, que vive en algún país lejano que ella prefiere no mencionar.

“Yo por el momento, la verdad, desearía salir del país con mi familia, sacarla. Estar un poco a salvo. Viajar donde mi hermano. A mi hermano no lo vemos hace cuatro años. Él vive en otro país, poco lejos de acá. Y desearía tomar ese tiempo para tratar de sanarme”.

En Israel, al que llama “mi país”, no tiene paz. Ya no. Piensa, se rumora, que el gobierno les oculta información, imágenes, evidencias de actos de crueldad inimaginables. Yo, la verdad, prefiero no saber”.

Laura quiere irse lejos un tiempo. Quizá necesita tiempo para entender lo que ocurrió, porque “se sabe que hay odio, pero uno no se imagina que pueda pasar algo así”.

“Nosotros vivimos en paz con árabes. Yo tengo amigas árabes. El doctor que me recibió cuando me llevaron al hospital después de encontrarme era árabe. Nosotros podemos convivir con ellos en paz, pero es la organización terrorista la que asesina, la que masacra, la que envenena, la que hace…”.

Con la energía que le queda, Laura pide tímidamente que alguien, cualquiera que lea esta historia, cualquiera que mire el video que la acompaña, la ayude, que ayude a su familia a dejar Israel, aunque solo sea por un tiempo, mientras las heridas que se han impreso en su memoria comienzan a arder menos.

Si tú eres ese alguien, puedes enviar tu ayuda al número de cuenta que Laura ha compartido con Enlace Judío:

Nombre del banco: Hapoalim

Num. 656362

Sede: 686 Shimshon

 


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