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viernes 22 de noviembre de 2024

Carlos Coca Durán/ Retornando a Sefarad: la amistad entre Waldo Frank y dos zamoranos de pro

Waldo Frank llegó a España mientras nuestros abuelos se despedazaban. La guerra civil hacía del solar hispano una ruina permanente, por eso, él decidió acudir a un lugar relativamente más tranquilo y del cual había oído decir que experimentaba grandes cambios: la ciudad de Barcelona, en la retaguardia, sería así su destino.

CARLOS COCA DURÁN

Frank, inmejorable hispanista y experto en la etnografía española, era uno de los escritores más populares en su época. Su libro, Virgin Spain (España virgen), cautivó a miles de lectores en todo el mundo, en él supo describir la esencia ibérica más auténtica.

El escritor portaba un pasaporte con la nacionalidad norteamericana, sin embargo, su patria era la nuestra: Sefarad. Frank clamaba con orgullo ser judío español y su idioma, el ladino, era la lengua que había aprendido de sus padres. El habla sefardita le sirvió para viajar incansablemente por toda la península y el norte de África, descubriendo de primera mano las pasiones, tradiciones y paisajes que habían cautivado a sus ancestros. Tampoco en la raya con Portugal se sintió nunca un forastero, en una tierra que lo recibió como a uno más de los suyos, donde la amistad y una sinceridad -casi atávica- impregnaban el espíritu de un pueblo tranquilo y austero.

Waldo Frank probablemente conocería ya, de primera mano, las regiones del oeste del Estado español antes de visitarlas. Un amigo íntimo, a quien descubrió en Estados Unidos, le habría narrado las excelencias y desgracias de tantos sitios: Zamora, Tábara, Salamanca, Galicia, Santander… Su amigo terminó convirtiéndose también en un poeta universal y su traductor al español de la monumental España virgen, este era León Felipe.

Segunda edición de España Virgen.

Felipe igualmente recorrió la Barcelona revolucionaria. No sabemos si ambos coincidirían en los paseos por la ciudad catalana, quien sí estuvo con ambos fue otro zamorano ilustre, responsable de la oficina de propaganda de la CNT-FAI y director del importantísimo diario Solidaridad Obrera, Jacinto Toryho.

El periodista fue uno de los artífices de la gigantesca transformación social que experimentó Barcelona durante los primeros meses de la guerra, una ciudad gestionada entonces netamente por los anarquistas y que enraizaba así con la esencia más romántica del idealismo ibérico. Frank -según las memorias de Toryho– acudió al periodista libertario solicitándole ayuda, pues había sido amenazado por los estalinistas catalanes (a causa de sus escritos) y temía por su vida; el zamorano hizo de protector y eterno amigo.

La decepción, una de las peores cosas que puede sentir el ser humano y que tristemente la mayoría hemos sufrido en alguna ocasión, no hizo acto de presencia nunca entre estos amigos. Se admiraron y ayudaron durante toda su vida. Y hasta en los peores momentos supieron acompañarse y perdonarse. Terminada la guerra -y la Revolución- todos acabaron en el exilio, pero el éxodo de Frank, Toryho y León Felipe fue menos doloroso gracias al apoyo mutuo. Quizá ahora, en una sociedad tan falta de valores como la nuestra, leer los testimonios de personas como aquellos tres amigos escritores, nos pueda servir para encontrar a referentes que hagan de nuestro mundo algo un poco mejor.

Podría servir para ello, el texto que encontré en las viejas memorias de Toryho y que desearía poner en común con todos los lectores. El mismo lo compartí, hace ya casi dos años, con una persona que fue muy especial en mi vida. Recuerdo mi lectura emocionada, una tarde lluviosa en aquella cafetería de Segovia mostrando el descubrimiento del escrito, mientras ambos observábamos con cariño aquel sencillo papel doblado.

En la narración, Toryho, nos describe el paseo que realizó, una tarde cualquiera, junto a su querido Waldo Frank, por una de las vetustas calles barcelonesas. Presenta la unión entre dos pueblos hermanos, en medio de un contexto bélico pero con un claro sentir pacifista. La esperanza está presente, sin esperanza no existe nada.

Detalle de la aljama de Barcelona

Sin más preámbulos, No éramos tan malos, en sus páginas 30 a 32:

«Cuando Waldo Frank se halla en Barcelona, suele pasar por Solidaridad Obrera casi todas las tardes, y con frecuencia me lleva a recorrer en su compañía la zona más vieja de la Ciudad Condal, que conoce minuciosamente. Cierto día, al cruzar una estrecha calle a espaldas de la Catedral, se detiene, contemplando con arrobamiento un azulejo incrustado en la pared de una casa, junto a una esquina.

–¡Espera! –me dice–. Esto –y señala al mosaico­­– tiene una antigüedad de siglos. Lleva una leyenda en hebreo que dice: “Calle de la Sangre”. Estamos en el viejo barrio judío de Barcelona del siglo quince. ¡Eso –y volvió a señalar al superviviente azulejo– es una reliquia!…

Entonces Waldo Frank, con locuaz desusada en él, refirió muchas cosas.

­ –¿Por qué crees que sé yo hablar el castellano, no un castellano tan castizo como el que tú hablas, pero sí más añejo? ¿No has advertido la diferencia? ¿Por qué crees que conozco palmo a palmo toda España, que he recorrido sin prisa de norte a sur y de este a oeste? ¿Por qué escribí España virgen, que tanto te ha gustado? ¿Por qué me siento tan español, como tú dices sin habértelo explicado? Ahora te lo explicaré yo: soy de ascendencia judía sefardí. Por eso amo a España; por eso me siento espiritualmente español, aun cuando sea norteamericano, de lo que no reniego. Pero cuando se lleva en el alma un tesoro de tradición hondamente arraigado, es como si lo llevara uno a flor de piel. Mis antepasados eran de Toledo… Ese azulejo es una reliquia de siglos que habla, como lo es este barrio… Y perdona el monólogo.

Escuché en silencio, conmovido. A Waldo Frank le temblaba la voz, que tenía un acento patético… Aquella noche, dos expertos del ramo de la Construcción arrancaron cuidadosamente el azulejo con caracteres hebraicos de la pared y me lo llevaron al día siguiente al periódico, protegido con una especie de embalaje de madera y paja. Lavado y sin la menor adherencia de yeso o cal, relucía tan maravillosamente que parecía recién fabricado. Cuando se lo regalo a Waldo Frank, éste se negó terminantemente a aceptarlo.

­–¡No, no! ¡De ninguna manera! ­–exclama– es de Barcelona, pertenece a la historia de Barcelona…

–Bueno –replico–, cuando el barrio sea declarado monumento histórico, nos lo devuelves y en paz. Mientras tanto, consérvalo tú, porque para el caso que se hace aquí de las reliquias… Esta llevaba en la pared cientos de años y a nadie le llamó la atención. Cualquier día derriban la casa, si no la echan abajo los aviones enemigos, y el azulejo quedará reducido a polvo entre escombros. Cuídalo tú, que sientes devoción…

Fue este uno de los regalos que más le emocionaron en su vida».


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