El discurso pronunciado ayer por el presidente argentino Javier Milei en el Foro Económico de Davos es y será, definitivamente, el éxito mayor de este año. Ya sea a favor o en contra de lo que expresó, todo mundo está hablando de eso. Y es que no es un tema menor. Es un asunto que trae mucho trasfondo, y hay que ponerle atención.
Cosa curiosa: cuando digo “mucho trasfondo” no me refiero a las posturas ideológicas de Milei, con las que uno puede estar o no de acuerdo en mayor o menor grado. Me refiero a cuestiones contextuales, y para ser precisos a todas aquellas que tienen que ver con el regreso de las derechas al poder.
Raro, porque Milei no es de derecha. Es libertario. No saber la diferencia entre una cosa y la otra es, a estas alturas del partido, una grave falta. Las derechas históricas, al igual que las izquierdas, tienen una vocación estatista. Son enamoradas del ejercicio del poder absoluto, cosa que sólo se puede hacer desde un estado sin límites, intervencionista y todopoderoso hasta donde se pueda. La única diferencia es que las derechas creen que ese poder lo debe ejercer una añeja aristocracia que se legitima en la tradición, mientras la izquierda cree que lo debe ejercer “el pueblo” legitimado en la ideología.
Al final es pan con lo mismo. El libertarianismo, hijo tardío del pensamiento liberal, apela a todo lo contrario: el estado debe reducirse al mínimo para optimizar sus funciones y estorbar lo menos posible en las dinámicas económicas (minarquismo).
Por eso es que los libertarios defienden todo aquello que un verdadero derechista no defendería ni en sus peores sueños: el libre mercado, los contrapesos de poder, el respeto irrestricto al proyecto de vida del otro (sea quien sea), la inviolabilidad de la propiedad privada.
Todo esto ha estado bajo continuo ataque desde hace varias décadas. El lento asedio contra estas libertades fundamentales de la democracia liberal comenzó con la conquista de las aulas universitarias por parte de la filosofía posmoderna, allá por los años 60’s. Eran las épocas en las que se estaba gestando la etapa final con la que el marxismo tradicional colapsaría y se ahogaría en su propio fracaso, y fue el posmodernismo el que ofreció la escapatoria para que los “anti-sistema” no se rindieran o se pegaran un balazo por la desesperación. Así, de la reivindicación de la clase obrera se pasó a la de las “minorías” (reales o ficticias), y luego a la de todos los “pueblos oprimidos” por el perverso sistema capitalista colonialista e imperialista surgido de Europa.
Poco a poco, lo que empezó en las aulas pasó a las burocracias y se convirtió en gobierno, y entonces empezó el experimento de implementar nuevos paradigmas de políticas sociales y económicas, todos ellos marcados por el progresismo trasnochado de finales del siglo XX e inicios del XXI.
Los resultados han sido desastrosos. Es algo que ya no se puede ocultar. Y Milei lo dijo muy bien en su discurso de ayer: a fin de cuentas, se estaban probando fórmulas colectivistas que ya se demostró desde hace siglos que no funcionan. Si no funcionaron en otras épocas, no tenían porqué funcionar en estas. El posmodernismo sólo sirvió para disfrazar de sofisticación intelectual un viejo y penoso refrito de ideas caducas que no solucionan nada, sino que sólo empobrecen más a la población.
La vieja Europa, tan enamorada de esas pavadas hace 30 años, ahora está enfrentando retos cada vez más extraños y complicados por culpa de la displiscencia con la que los inmigrantes musulmanes recibieron tratos privilegiados amparados en ese halo de pseudo-santidad que era el decir “soy descendientes de víctimas del colonialismo blanco”. A muchos alemanes, franceses, españoles, italianos u holandeses de 50 o 60 años de edad todavía les parece indispensable que Europa se sacrifique y se deje avasallar por el multiculturalismo. Por supuesto, esa idea no es compartida por una gran cantidad —tal vez una mayoría— de jóvenes que ahora rondan los 20 años de edad.
Son otra generación, crecieron viendo el multiculturalismo como una realidad cotidiana y no como un gesto revolucionario, y lo único que perciben es que ellos tienen que trabajar mucho y en serio para ganarse la vida, o para que el gobierne acepte darles un apoyo, pero un musulmán con esposa y seis hijos no tiene que hacer nada —literalmente— para recibir cualquier cantidad de apoyos que se traducen en ingresos por varios miles de euros al mes. “¿Por qué los tengo que mantener?”, se preguntan los muchachos que apenas empiezan a construir su currículum laboral. A ellos, los inmigrantes, o a los okupas. ¿Sólo porque a alguien se le metió en la cabeza que no es justo que alguien tenga dos viviendas y otro no tenga ninguna, sin importar ninguno de los condicionantes que hay detrás de ello?
La izquierda ha construido su propia tumba defendiendo ese tipo de ideas, y eso significa que las derechas vienen pisando fuerte y ganando terreno. La radicalización a favor del terrorismo palestino, en el marco del conflicto en Gaza, sólo vino a rematar esta situación. Los nuevos electores ya no quieren escuchar ese discurso suicida en el que un marroquí violador de jovencitas no puede ser procesado porque “pobrecito”, y por eso empieza a voltear hacia otras alternativas. En Italia ya ganó Meloni. En Holanda, Wilders. Y es muy probable que pronto llegue Le Pen a Francia y otros líderes similares en otros lugares de Europa.
Lo que les faltaba a todos ellos era una voz. Alguien cuyas críticas mordaces y bien afiladas fueran a clavarse directo al corazón de las izquierdas decadentes.
En Davos, ayer, lo acaban de descubrir.
Lo raro es que no es un derechista, sino acaso lo más distinto que pueda haber: un libertario. Pero eso no importa. El mundo está tan enrarecido por la polarización rampante que hay en todos lados, que todo parece indicar que se aplicará a rajatabla la vieja consigna de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo.
Ah, por supuesto, todo sugiere que Trump viene de regreso a la presidencia de los Estados Unidos. Los fallos de Biden y su gente son estrambóticos, y es muy dudoso que el electorado se los vaya a perdonar.
¿Es bueno o es malo todo esto que está pasando?
Ni una cosa ni la otra. Cada lugar tendrá sus propias características y, por lo tanto, su propia suerte. Italia y Holanda acaso serán los más afortunados. Cambiaron cuando el problema todavía no era excesivo ni grotesco, así que Wilders tendrá —como Meloni ya tiene— un amplio margen de maniobra para no hacer de sus gestiones un campo de batalla que acabe en tragedias. Los Estados Unidos no tardan en alcanzarlos. Pero si Francia, Alemania, Inglaterra y España se tardan mucho en corregir rumbos, las cosas sí se pueden poner muy mal en esos países.
Mientras, Irán está colaborando lo suyo. Con su demencial imprudencia que está provocando que los ayatolas se peleen con todo el mundo, la izquierda que se ha mantenido pasiva o cómplice del islamismo extremo, sigue perdiendo puntos en todos lados.
Suena extraño decirlo de este modo, pero estamos viendo los estertores del mundo que surgió de la Segunda Guerra Mundial. Habría sido lógico pensar que ese mundo murió con la Unión Soviética y el final de la Guerra Fría, pero no. Estos procesos no acaban de la noche a la mañana, y ahora puede quedarnos claro que, en realidad, esa agonía que comenzó con la Perestroika todavía está dando sus últimas palpitaciones.
Me refiero a la agonía de la izquierda. Después de la Segunda Guerra, la idea que se generalizó era que el estado —en tanto estructura política— tenía que controlar lo más posible nuestras existencias, para evitar el riesgo de volver a dejar que el poder cayera en manos de un demente como Hitler.
El experimento está acabando, y el resultado es claro: precisamente, mientras más estado haya, mientras más control haya de la vida privada por parte del poder estatal, más hitlercitos aparecen por aquí o por allá.
Si esto se pudiera entender tan fácil como es, y entonces se le dejara abierta la puerta al verdadero liberalismo, no sería una situación preocupante.
El problema es que el liberalismo todavía es una ideología de iluminados. La mayoría de los anti-izquierdistas solamente son derechistas, y eso tampoco es una ventaja. La experiencia ya nos demostró que un extremo de la geometría política puede ser tan nocivo, destructivo y empobrecedor como el otro.
Ni modo. Es lo que hay, es con lo que tenemos que lidiar todos los días.
Lo cierto es que somos una generación que se puede considerar privilegiada. Si andamos por los 70 años de edad o menos, cuando nos despidamos de este planeta podremos decir que nos tocó vivir en dos mundos completamente distintos, que lo que hubo que enfrentar cuando ya éramos adultos no se nos habría ocurrido ni en nuestros peores delirios cuando éramos niños.
Ya sabes, la vieja maldición china: ojalá te toque vivir en tiempos interesantes.
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