¿Y qué pensábamos hacer en Israel? Un hombre de seguridad grueso y barbudo quería saberlo. Estábamos en un control anterior al control de inmigración. Y, pues sí: ¿Quién viene a Israel a la mitad de la Guerra Hamas vs. Israel? El turismo: muerto. La pregunta era obligada.
“Me invitó la Fundación ILAN.”
El barbón abultado ése adoptaba una postura suspicaz—mi mujer y yo le parecíamos sospechosos—. Exigió que produjéramos una invitación por escrito.
Ups…
Mejor me hubiera pedido mi acta de matrimonio. Así lo habían hecho en el control de seguridad previo a abordar nuestro vuelo El Al en Madrid, de paso halagando a mi mujer con la implicación de que nuestra relación parecía poco probable. Me había redimido entonces con un diestro flashazo jedi de mi teléfono: helo aquí. Qué hombre. Pero ahora me estaba viendo torpe: mi mujer me había insistido que consiguiera aquella invitación por escrito. Carambas…
Mr. Barbas comenzó a hacernos preguntas. Bruscamente. Muy serio. Su actitud era: No necesariamente estoy creyendo sus respuestas.
Teníamos las respuestas. Contestamos sin tropezar. Y nunca insultamos su español bastante mediocre mudándonos al inglés. Pero con todo y eso nos mandó a sentarnos ahí con otros incorregibles mientras que él y sus colegas hacían algunas operaciones opacas de ‘seguridad’ y ponderaban el asunto.
Texteé a Dov Litvinoff, CEO de ILAN, que estaba en el aeropuerto (su familia llegaba en el mismo vuelo), y le expliqué la situación. “Hablaré con el tipo,” me ofreció. ¿Ah sí? Eso puede funcionar, pensé.
Acabábamos de bajar la rampa gigante del Aeropuerto Ben Gurión, adornada con un desfile largo de fotografías—¡tantas!—de rehenes israelíes con sus sonrisas de otros tiempos, antes de saber que podían ser chupados de sus vidas diarias y derecho al infierno por violencias súbitas que ni en película de horror. Los grandes medios se han olvidado de estos rehenes—como si no existieran, como si no fueran todavía prisioneros—pero no los israelíes. Cada foto que vimos tenía la leyenda: “¡DEVUÉLVANLO/A A CASA YA!”
Bajando junto al desfile de rehenes, cuyas familias compadecí inútilmente en mi interior, habíamos llegado al final de la rampa, donde vimos un mural con los hitos y personajes más importantes de la historia judía. Aquel mural estaba claramente identificado como un regalo de la Fundación ILAN. Y este control de seguridad que nos tenía detenidos estaba a escasos cinco pasos de aquel mural. Sin duda la Fundación ILAN les sonaría conocida a estos agentes de seguridad, ¿no?
Tomé la llamada de Dov y comencé a explicarle la situación. Entonces Mr. Barbas nos llamó para ver nuestros boletos de regreso. Había que demostrar que nos iríamos de Israel.
Produje los boletos en mi celular. Mientras aquel los examinaba, se escuchó la voz de Dov en la bocina. “Es el CEO de ILAN,” expliqué: “Él puede aclarar esto.” Barbas me regresó el teléfono con un gesto brusco. “Cuelgue ese teléfono. No voy a hablar con él.”
Bien, teníamos nuestros boletos de regreso. Sobre ese punto Barbas estaba ya satisfecho. Pero tenía que ver la invitación por escrito. Le pedí a Dov que la enviara.
Hubo entonces que esperar otros minutos, mientras nuestra documentación era examinada y ponderada, pero esto finalmente funcionó. Barbas anunció que podíamos quedarnos hasta el 8 de enero (nuestro vuelo de regreso era el 7). “Pero si se quedan aunque fuera un día más,” nos dijo, “se las van a ver conmigo,” enfatizó, apuntando con el índice a su amplio pecho. Este numerito obviamente quería decir: Soy tremendamente duro y ustedes no quieren provocarme.
Sí, pero ese teatro se desmoronaba ya. El fanfarrón aquel se ablandaba—hasta sonreía un poco, a pesar de sí—. Pronto su colega femenina nos regresó nuestros pasaportes. Ella se veía un tanto apenada por el show. “Disfruten su estancia,” nos dijo, y su media sonrisa parecía decir: espero nos disculpen.
Sin duda todo eso es psicológicamente muy experto. El teatro es funcional, en caso de que sí seamos terroristas. Un estilo brusco y suspicaz puede hacer tropezar a los criminales, delatarse a sí mismos. Pero nunca nos la creímos: hobbits aprendiendo a fruñir el ceño para parecer ‘duros.’
Bueno, ya me cachaste (lo confieso): soy prosemita. Judío no soy, pero amante de los judíos, sí. Y hago una cosa que los judíos llaman hasbará: trabajo para refutar las mentiras que se diseminan sobre Israel y el pueblo judío en medios y en espacios académicos. Lo confieso porque mis lectores tienen derecho a saber dónde estoy parado (aunque no ha sido precisamente un secreto…).
Era mi hasbará la que me había traído hasta Israel a la mitad de la Guerra Hamas vs. Israel.
Mucho de mi trabajo en este campo ha sido ‘condensado’ en una serie de diez tomos (en castellano): El Colapso de Occidente: El Siguiente Holocausto y sus Consecuencias. Los primeros cinco tomos se publicaron en 2013 (prometo terminar los faltantes). En los últimos diez años mis alumnos leyeron esta serie con caridad; el resto del planeta, con menor caridad, la ignoró por completo.
Advertía en mi libro que la destrucción de Israel estaba siendo sistemáticamente preparada por las élites de poder occidentales, en contubernio con las élites de poder islámicas. Era común escuchar, cuando alguien conocía mis advertencias, que no había de qué preocuparse porque Israel, según, estaba muy fuerte. Yo contestaba que Israel no podía proteger a su población judía. Mucha gente me evaluó como un paranoico bien intencionado y (probablemente) inofensivo.
Ahora, tras los ataques de Hamas del 7 de octubre, El Colapso pareció de pronto, de menos a algunos, quizá no tan paranoico. En México, Adela Micha, antes una de las conductoras del que fuera, durante muchos años, el programa noticiero más visto de la televisión mexicana (‘24 Horas’ de Jacobo Zabludovsky), y ahora una importante difusora independiente, me pidió una entrevista. Ahí expliqué algunos aspectos de mi comprensión del contexto histórico y geopolítico que subyace los ataques de Hamas. Y comenté las cuestiones morales.
Aquello se viralizó. Entonces—finalmente—vendí algunos libros. Pero mi satisfacción fue lúgubre: no pude evitar enojarme por mis advertencias desestimadas. Los asesinados el 7 de octubre ascienden a 1200 personas. Y los secuestrados a 250.
Isaac Assa, un judío mexicano y creador de ILAN, Israel Latin-American Network, vio esa entrevista y me invitó a comer en un delicioso restaurante griego. Me explicó que ILAN se dedica a fomentar la innovación y desarrollo tecnológicos latinoamericanos con conocimiento y asistencia israelíes. Es su manera de combatir el antisemitismo y defender el Estado de Israel: demostrarles a los latinoamericanos que Israel es una fuerza del bien. Le interesaba ver si podíamos sumar fuerzas.
Poco después le hice una presentación a la comunidad judía-mexicana sobre las causas del terrorismo árabe musulmán y las distorsiones históricas sobre el tema que a diario se presentan en medios y en universidades. Assa vino. Le gustó. Si visitaba Israel, me dijo después, él se encargaría de organizarme un tour de las áreas en el sur que habían sido atacadas el 7 de octubre, y también de las comunidades en Shomrón (Samaria)—en lo que medios y universidades llaman ‘Cisjordania’—que ahora carecen de hombres (todos peleando en el frente) y que temen por sus vidas si acaso los terroristas árabes deciden invadir sus comunidades también.
“No traigas a tu mujer,” me recomendó. Él mismo estaba teniendo dificultades para dormir después de haber visitado las comunidades destruidas en el sur y conocer más de cerca los detalles casi inimaginables de las atrocidades cometidas. Le pasé el recado a mi mujer pero ahí no hubo discusión—ella venía porque venía—. Entonces ahí estábamos ahora, allende el control de inmigración y legalmente en Israel para conocer mejor las atrocidades y la guerra en curso en el primer día de 2024.
Feliz Año Nuevo…
Era mi tercera visita a Israel; para Lu, la primera. Su primera impresión material del lugar fue fuerte. La infraestructura israelí es impresionante para los latinoamericanos (yo soy mexicano; ella, colombiana). Los países latinoamericanos modernos ya tienen algo de tiempo, mucho más que Israel, y son mucho más ricos en territorio y recursos naturales, pero ninguno se ha desarrollado al nivel alcanzado por los israelíes en tan solo unas décadas. Ni siquiera México, cuya infraestructura es considerable relativo a la mayoría de los países latinoamericanos, y cuya economía es beneficiaria de comercio nearshoring con la economía más grande del mundo, se compara.
“Toma en cuenta,” le dije a Lu, “que no había casi nada aquí cuando empezaron a llegar los judíos sionistas en números significativos a finales del siglo 19. Y como país independiente, Israel es poquito más viejo que yo.” (Tengo 54 años). “La mayoría de esto era desierto y pantano hace un abrir y cerrar de ojos. Y la gente que construyó Israel llegó aquí casi completamente desposeída.” Contemplamos eso un momento mientras que el cómodo tren rápido nos apresuraba del Aeropuerto Ben Gurión a la ciudad de Jerusalén, más veloz que los coches que, si bien avanzando en nuestra misma dirección, parecían retroceder lentamente sobre las carreteras impecables que se veían desde nuestras ventanas.
Ya sabes: lo que llaman un país de ‘Primer Mundo.’
Al subir lentamente a la superficie en la estación de Jerusalén, nos asombramos de la profundidad a la que se había sumergido el tren bajo la Ciudad Santa, aunque un aviso de eso sí que lo habíamos tenido, repetidamente obligados a destapar los oídos durante el clavado. Luego de salir a la calle texteé a mis amigos Isaac (otro Isaac) y Ricardo, ambos también de México. Ya estaban en Jerusalén para participar con nosotros en este viaje de investigación. Su predicción de diez minutos para llegar por nosotros fue aventurada; fueron como treinta. Pero esos minutos no se desperdiciaron. Mi mujer y yo estuvimos parados en la calle, con nuestras maletas, mirando como recién nacidos, empapándonos de la atmósfera de Jerusalén en guerra.
Ella y yo nos empapamos de formas distintas. Ambos somos antropólogos, pero los poderes de observación de Lu son muy superiores a los míos. En un instante se percata de cosas que exigen explicación—nada se le escapa—. Yo soy el clásico científico distraído (aunque trato de compensar echándole cabeza a relacionar teóricamente los datos observados). Así que, al salir de la estación y dar nuestros primeros pasos en Jerusalén, no fui yo sino Lu quien pescó la primera anomalía.
“¿Ya viste que hay varias personas vestidas de civiles caminando con rifles colgando?”
“Ah…?”
“Mira: ¡ahí va uno! Y ahí: otro.”
Ambos nos tensamos. Pero casi inmediatamente nos relajamos. Gracias a la ‘intuición’—es decir, a esos mecanismos, conferidos por una larga evolución, que procesan al vuelo cantidades vastas de información con reconocimiento sofisticado de patrones para luego enviar las salidas directamente a nuestro sistema emocional—pudimos rápidamente captar la esencia del momento: esto era anómalo para nosotros, no para el Israelí promedio caminando las calles de Jerusalén.
Nadie parecía preocupado. Los jóvenes con metralletas no las estaban empuñando y mucho menos apuntando; éstas colgaban simplemente de sus hombros. No parecía que estuvieran haciendo nada especial—ni siquiera patrullando—. Solo hacían vida normal. Uno sonrió y saludo a alguien al pasar. Otro entró casualmente a una tienda a comprar algo. Hacían su vida diaria. Con rifles colgando.
Pero, ¿qué sucedía?
Me lo explicó Gabriel Ben Tasgal, un israelí hispano con una presencia formidable en el espacio de hasbara castellano, y mi amigo. Cuando proliferan ataques terroristas árabes contra judíos en Israel, como sucede con cierta nefasta regularidad, los soldados y reservistas son ordenados a portar sus armas a todos lados cuando tienen un día de descanso. Eso es por si algún judío es apuñalado o atropellado de pronto en la calle por algún terrorista árabe palestino, o si algún terrorista parece a punto de volarse a sí mismo—y a otros—en pedazos. (Y nunca sabes quién pudiera ser un terrorista, porque tienen cuidado de parecer civiles.)
Entonces, por ejemplo, el gobierno de Israel instituyó esta política en 2022, luego de una serie de atropellos y puñaladas en las ciudades israelíes (a menudo contra viejos y mujeres).
Un incidente de aquellos fue así. El terrorista árabe palestino “atropelló con su coche y mató a un ciclista afuera de una gasolinera, antes de entrar a dicha gasolinera para apuñalar a muerte a una mujer.” Es decir, un ‘guerrero’ yihadista. Pero no había terminado. “El atacante regresó a su coche y manejó a un centro comercial cercano y apuñaló a tres mujeres, una de las cuales murió.” Eso tampoco fue suficiente. “El atacante luego manejó a una glorieta cercana, colisionó con otro coche, se bajó, y apuñaló a muerte a un cuarto civil.”
Porque eran judíos, entiéndase bien.
Llegaron unos judíos que portaban armas. ¿Cómo reaccionaron al asesino racista en serie, al monstruo desbocado contra personas judías? Trataron de salvar su vida:
“Dos transeúntes armados trataron de pacificar al atacante antes de dispararle cuando quiso apuñalar a uno de ellos, según el video que fue subido a las redes sociales el martes por la noche. El atacante moriría después de sus heridas, dijo un vocero de la policía.”
En la ideología yihadista que se predica en el islam ‘radical’ (léase: ortodoxo), este asesino en serie es un shahid o ‘mártir.’ Y, ojo, que este fue nada más uno de tres atropelladores y acuchilladores de judíos “en menos de una semana.”
Luego del 7 de octubre, cuando 1,200 judíos fueron asesinados, muchos torturados a muerte, y unos 250 fueron convertidos en rehenes, algunos para ser torturados, y porque son judíos, el gobierno israelí nuevamente instruyó a los soldados portar sus armas a todos lados cuando estén de descanso. Así, con judíos armados caminando las calles, rifles aprestados, los judíos civiles sienten que pueden salir a hacer sus mandados en Jerusalén.
Yo también me sentí más seguro.
Pero, ¿realmente era necesario? Sí que sí. Hace unos días, el 15 de enero,
“Hamas asumió la responsabilidad por los ataques combinados de atropellos y puñaladas en Ra’anana el lunes por la tarde, que dejaron más de 12 personas heridas y un muerto.”
Nuestra primera impresión sociológica de Israel, entonces, fue la siguiente: a pesar de tanto desarrollo, los judíos israelíes no están seguros en su propio país. Qué diantres: los judíos—supuestamente tan ‘poderosos’ según los vociferantes antisemitas—son buleados por los antisemitas en su ciudad capital y santa.
Claro que la inseguridad de los judíos en el Estado Judío había sido ampliamente demostrada, ya, el 7 de octubre. Pero como sucede siempre en la antropología, el encuentro con la calle—aquí, con la calle judía—ayudó a que nos cayera bien la ficha.
Qué tremendo entender que sea ésta la realidad justo en el país creado después del peor genocidio antijudío para—según la promesa enfática y explícita—¡brindar a los judíos seguridad!
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