Cuando vamos a casi cuatro meses de la masacre del 7 de octubre de 2023, las cartas sobre la mesa están claras para todos. Tan claras como lo estuvieron para muchos catalogados de pesimistas antes de lo ocurrido.
El Estado de Israel es una realidad difícil de eliminar. Pero es una realidad que puede ser sometida a presiones, sufrimientos y estrecheces. Si su eliminación física no es viable, su deslegitimación es una buena opción. Si además se le suma el miedo de occidente al uso del terror por parte de sus adversarios, la complacencia y la disposición de apaciguar a los violentos, la mesa está servida.
Hamás estudió el panorama para lanzar un ataque sin precedentes en momentos que Israel se confiaba de su invencibilidad y el deseo de algunos otrora enemigos de reconocerlo. Los Acuerdos de Abraham, la posibilidad de normalización de relaciones con Arabia Saudita y la deconstrucción del problema palestino, eran algo que atentaban contra la razón de ser de Hamás, Yihad Islámica y todos quienes comulgan con la postura de no aceptar el derecho de los judíos a un Estado.
La acción de Hamás que se lleva por delante a hombres, mujeres y niños, mostrando una crueldad absoluta, y llevándose más de 250 rehenes, persigue hacer daño, asustar y desconcertar. Pero el objetivo primario es provocar una reacción israelí de magnitud impresionante, que necesariamente genere daños colaterales. Una reacción inevitable, que cobre víctimas civiles calculadamente ubicadas para ser víctimas, cuyo dolor y sufrimiento despierten la compasión automática y comprensible, además de la condena a Israel. Entre esto y la animadversión que se tiene sobre Israel y los judíos, la receta de deslegitimar a Israel funciona con bastante precisión.
La captura de rehenes de cualquier edad y condición es también una acción premeditada de mucha efectividad. La opinión púbica israelí, atomizada y muy asustada, ve en cada uno de los rehenes el drama que le pudo haber ocurrido a cualquier habitante del país. Hamás sabe que se presionará por la liberación de los rehenes, en acuerdos desproporcionados que den libertad a asesinos confesos y convictos, que saldrán de las cárceles israelíes a seguir cometiendo fechorías inexcusables. Que los acuerdos para liberar rehenes serán pagados con ceses de hostilidades cuyo objetivo es oxigenar a un Hamás que se prepararía para más ataques y nada que ver con otras cosas. Algo que costará vidas de soldados israelíes cuando las hostilidades necesariamente se reanuden.
Mientras se escribe esta nota, ocurren agresiones desde Líbano sobre Israel. El norte de Israel ha sido desalojado, cientos de miles de sus habitantes han abandonado sus casas. Hezbolá ataca a Israel, pero también los hutíes agreden barcos en aguas internacionales, objetivos americanos son blanco de ataques mortales. En París se trata de llegar a un acuerdo escalonado que permita liberar a los secuestrados en Gaza, en una secuencia por demás cruel. Hamás dicta las pautas, responde a órdenes de una autoridad superior que todos conocen y nadie denuncia, mucho menos enfrenta.
Así las cosas, sin entrar en detalles, nos damos cuenta de que la agenda del conflicto la dicta Hamás. El gran principio de occidente de no sucumbir ni negociar con el terror se ha violado. Es verdad, no hay mayores opciones. Más aún si no hay disposición de confrontar la raíz del mal, la cabeza que maquina todo. El terror deslegitima a Israel, y se legitima como mecanismo de acción y negociación.
El mundo entero es cómplice del terror cuando no lo combate, no lo denuncia y se pliega a sus caprichos. Cuando se aceptan sus condiciones y que las mimas sean informadas, negociadas, por quienes apoyan y financian a entes de objetivos conocidos, acciones condenables y posturas indefendibles y temidas. Cuando se ven las barbas del vecino arder, es mejor poner las propias en remojo. Las barbas de Israel arden, con rehenes sometidos de quienes poco se sabe. Occidente es un vecino real de Israel, la próxima víctima de quienes cedan en esta negociación de terror.
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