Esta semana quité las fotos familiares del refrigerador para limpiarlo y mi mirada se detuvo en una foto mía con mi hijo.
Ahora tiene 16 años, estudia para sus exámenes de matriculación y hace mucho ejercicio, pero en la foto solo tiene tres años: sus brazos rodean mi cuello mientras me da un beso en la mejilla, mis ojos están cerrados y tengo una sonrisa feliz.
Y un pensamiento pasó por mi mente. Y no fue “qué dulce es” o “el tiempo vuela”, sino: “me pregunto si esta foto acompañará al titular sobre su muerte en combate algún día”.
Después de todo, las palabras que estoy escribiendo ahora, en medio de la “Operación Espadas de Hierro”, podrían algún día ser parte de un artículo conmovedor sobre los soldados caídos en la “Operación Dagas de Oro”en 2029. “¿Cómo lo supo?”, el periodista reflexionará: “¿Qué intuición materna le reveló, años antes, la tragedia inminente?”
Y pasarán algunos años y tendré un nieto, y llevará su nombre.
Y si pensaban que el artículo original fue conmovedor, imaginen lo conmovedora que será la historia de mi nieto caído en la “Operación Machetes de Titanio” de 2041. Espeluznante. Porque incluso mi nieto que no ha nacido corre el mismo destino. Pregúntenle a Yael Alon, quien viene a cada manifestación con el desgarrador cartel: “Mi padre cayó en el fracaso de 1973, mi hijo cayó en el fracaso de 2023”.
Y me paré frente al refrigerador, una madre israelí, abrumada por el dolor anticipado, me preguntaba: ¿hasta cuándo seguiremos pariendo soldados muertos?
¿Y cómo es que todavía estamos encantados con la falsa promesa de nuestros líderes de una “victoria absoluta”, cuando cualquier persona mayor de 20 años ya debería saber que no existe nada “absoluto” en la vida, que nada es absoluto, todo es un compromiso? ¿Cómo estamos todavía dispuestos a apoyar esta fantasía infantil, pagada con la sangre de nuestros hijos?
¿Y cómo es que cuando decimos “de una vez por todas” por 200ª vez, todavía creemos que hay algún golpe aplastante que puede reemplazar el compromiso, y que esta guerra será el golpe definitivo? ¿Cómo es que todavía creemos esa mentira, cuando la única realidad israelí “de una vez por todas” nos ofrece “una vez” en la que enterramos a nuestros seres queridos en la tierra, ellos quedan allí, “para siempre”?
Y entonces lo entendí.
Cuando miro hacia delante, mi mirada está puesta en el futuro. Pero el actual gobierno de Israel, los que se benefician de esta guerra, no tiene la mirada puesta en el futuro, sino en la eternidad.
Ya sea que se trate de permanecer en el poder indefinidamente, o de alguna versión distorsionada de un reino de los cielos en el que los descendientes de uno de los hijos de Abraham han matado a los descendientes del otro. No es la ideología lo que importa, sino la perspectiva.
Porque cuando tu mirada está fija en la eternidad, no somos ni un píxel. Nosotros y nuestros hijos muertos, y nuestros hijos destinados a morir, aquellos que lograron salir con vida pero la muerte ha quedado grabada para siempre en sus cuerpos y almas, las miles de familias destrozadas y afligidas, los 200,000 refugiados en su propia patria, y 134 mujeres y hombres secuestrados cuyas vidas se están acabando en el cautiverio de Hamás durante 171 días y noches, y sus familias atormentadas: todos nosotros, no somos ni siquiera un píxel.
Lamentablemente, hay un “nosotros” y un “ellos”. Pero la línea divisoria no se extiende entre el pueblo israelí y el palestino, ni entre judíos y árabes, derecha e izquierda, religión y secularismo; Ni siquiera entre liberalismo y conservatismo.
La verdadera batalla es entre la aspiración a un futuro viable y la aspiración a la gloria de la eternidad.
Por eso nuestro gobierno de mentalidad mesiánica no tiene ningún plan para el día después: porque el verdadero plan es para el día después de todo. ¿Qué son 171 días de infierno comparados con el gobierno eterno?
Y si bien la eternidad es por definición distante e inalcanzable, el futuro se presenta en cualquier momento dado. El futuro no es solo el día después de la guerra, sino también las decisiones y acciones que tomamos ahora. Ahora mismo. Y, sin embargo, seguimos esperando un punto de inflexión, algún incidente incitador que nos impulse a inundar las calles en protestas masivas.
¿Necesitamos más desencadenantes? ¿De verdad? ¿Qué señal estamos esperando, cuando tenemos todas las “señales” que necesitamos, de que ahora es el momento de actuar como si nuestras vidas dependieran de ello, porque así es?
Tenemos todos los desencadenantes que necesitamos. Lo que no tenemos es un plan.
Lo que está ocurriendo aquí es una locura. Si alguien nos hubiera dicho hace un año que más de 1,400 israelíes serían asesinados, que miles de civiles palestinos morirían en unos pocos meses y muchos más sufrirían hambre, que 134 hombres y mujeres israelíes estarían secuestrados en Gaza, y la vida en Israel continuaría prácticamente como de costumbre, no lo habríamos creído ni por un segundo.
“¡De ninguna manera!” gritaríamos: “¡Cerraremos el país, nos echaremos en las carreteras!”
Y hay muchas racionalizaciones, algunas justificadas, para la extraña e inimaginable rutina que está surgiendo en Israel: porque tenemos que ganarnos la vida, la vida debe continuar y la economía, y debemos brindarles a nuestros hijos una cierta ilusión de una vida normal, y tenemos que respirar de vez en cuando, porque ¿cuánto se puede aguantar?
Así que poco a poco hemos regresado a los centros comerciales y estadios de futbol, y en nuestras calles y paredes de cafés están pegados los carteles de los rehenes, demasiados para que recordemos todos sus nombres y rostros, y los vemos cada vez menos. Se han mezclado con el escenario de nuestras vidas. Y esa es una locura.
El 7 de octubre demostró que vivimos en un Estado fracasado. Este es un momento sin precedentes y nuestra respuesta debería ser igual.
Si bien el resurgimiento de las protestas de los sábados por la noche es de gran importancia, la realidad es que es posible que no nos queden suficientes sábados que arriesgar. Los secuestrados ciertamente no los tienen.
Ahora es el momento de manifestarnos alrededor del único lugar de Israel donde realmente se comprende, y así ha sido, desde hace algún tiempo, la enormidad de esta realidad: la carpa frente a la Knéset, donde Ya’akov Godo, que perdió a su hijo Tom en octubre 7, vive desde hace casi cinco meses. Y casi todos los días hay unas pocas decenas de personas allí, la mayoría nacidas antes de la década de 1990, que todavía recuerdan una era que distaba mucho de ser perfecta, pero que ofrecía visiones alternativas para el futuro.
Aquellos nacidos después del asesinato de Rabin podrían verse en apuros para nombrar un primer ministro que no se llame Netanyahu; la integridad como criterio para el servicio público no es algo que hayan conocido.
Y nunca han presenciado ni siquiera un intento de buscar una verdadera solución política, internacional y de largo plazo a nuestros problemas existenciales.
En el trasfondo de mi infancia y juventud hubo un proceso de paz. Algunos estaban a favor, otros en contra, dio un paso adelante y dos atrás, pero su existencia misma nos permitió ver a Israel no solo a través del prisma de lo que es, sino también a través del prisma de lo que puede ser.
Dejamos que todo muera. Y le negamos a la próxima generación la capacidad de imaginar otra realidad.
En nuestras manos está el poder de enseñarles a imaginar de nuevo. Pero no es una decisión colectiva, es personal. No te llaman; eliges estar ahí.
Ustedes eligen exigir que se devuelva el mandato al pueblo de Israel: el pueblo de Israel, amante de la democracia, que defendió unos a otros en nuestro momento más oscuro, que salvó la vida unos a otros mientras nuestro gobierno nos abandonó. Repetidamente. Este gobierno mesiánico no es digno del pueblo de Israel. Lo peor es que ellos también lo saben.
No nos faltan motivos para rebelarnos, pero se nos acaba el tiempo.
Vayan a visitar la carpa del padre de Tom. Es fácil de encontrar, hay un edificio enorme justo al otro lado de la calle, bastante vigilado.
¿Saben quién es el dueño de ese enorme edificio? Bueno, entre otros, el papá de Tom. Y yo. Y ustedes. Somos los dueños. ¿Los de dentro? Solo lo están alquilando.
Es hora de darles su aviso de desalojo.
Mika Almog, hija del expresidente de Israel, Shimon Peres, escritora, columnista y activista, pronunció estas palabras en lágrimas durante una reciente manifestación en Haifa.
El discurso fue posteriormente publicado en una columna de Haaretz.
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