“¿Qué es un judío?” le pregunta Julien a su hermano mayor. Hace unas noches descubrió a un compañero del internado con dos velas prendidas y una kipá en la cabeza. “¿Por qué tienen que usar estrellas amarillas?” son las preguntas naturales de un niño que en medio de la guerra no entiende bien por qué su padre no puede verlo, ni bien a bien qué implica que el fuego enemigo esté bombardeando París. Los alemanes que dan rondas por el pueblo donde está su escuela y que de vez en cuando se inmiscuyen en los asuntos del internado simplemente son antipáticos, pero no le representan un peligro real, ni entiende muy bien por qué están ahí.
Muy distinta es la realidad de su amigo Jean, un niño tímido que llegó ya iniciadas las clases y trata de pasar desapercibido. Él, con la misma edad, a la pregunta “¿Tienes miedo?” contesta “Todo el tiempo”. Su padre ha sido prisionero por lo menos año y medio, cuando explica eso a su amigo sabe que es un eufemismo para no hablar de la posible muerte del mismo. Cuando las cartas de su madre dejan de llegar, Jean entiende muy bien lo que eso puede significar.
Hace lo necesario para asimilarse a sus compañeros, se dice protestante para justificar por qué no se sabe los rezos católicos, por qué no hace comunión, y por qué cuando le pasan el plato con cerdo, finge no tener hambre. Hace relativamente bien su trabajo escondiéndose. Sin embargo, Julien, con quien comparte clase, es un niño inquieto y le llama la atención el comportamiento de su compañero. Husmeando entre sus cosas descubre su secreto: Jean Bonnet en realidad es Kilpestein. Eso le cambia radicalmente su mundo interno, y aunque pareciera no darle mayor importancia, llega a preguntarse ¿qué es realmente un judío? Con los días se abre a conocerlo, y al compartir lecturas y juegos se convierte en su amigo, al cual realmente aprecia y quiere.
La película entera es un homenaje a esa amistad. Julien Quentin (el protagonista) en realidad es Louis Malle, el escritor y director de la misma, quien perdió a su mejor amigo cuando la Gestapo entró al internado y se lo llevó a Auschwitz. Como afirma con su propia voz, en 40 años no ha olvidado esa mañana de enero. Filmarlo, es una forma de recordarlo.
“Adiós a los niños” (Au Revoir les enfants) fue filmada en 1987 y como obra de arte es verdaderamente hermosa, ganó varios premios en su momento. La fotografía fue tomada en el invierno, las actuaciones los diálogos, todos los elementos están muy bien creado para generar ese sentimiento leve de nostalgia y naturalidad que rodea al recuerdo. Nada está fuera de lugar, es sumamente estética y al mismo tiempo se siente propio y natural. En el trasfondo de la historia se encuentra la melancolía del recuerdo, la muerte y las despedidas. Sin por eso dejar de retratar con amor y cariño el mundo infantil y alegre que compartió con su amigo. Es una forma de volver tangible dichos recuerdos.
Lucien Bunel, el padre del internado, quien escondió y protegió a los niños, también fue deportado ese día fatídico al campo de concentración Mauthausen. Falleció días después de su liberación. Fue reconocido por la institución Yad Vashem como Justo entre las Naciones en 1987.
En una semana se conmemora Yom Hashoa y Guevura, el día que recordamos a las víctimas del Holocausto. La historia que Malle, Helmut y Bunel vivieron juntos dan testimonio a las tragedias ocurridas durante esa época, y son a la vez un signo enorme para todo el que cree en valores humanitarios. Si bien su historia, como toda historia de un genocidio, es muestra del daño que la guerra y la deshumanización causa a los individuos también es muestra de lo que el amor al prójimo, la solidaridad y el respeto a la amistad pueden lograr. Nos recuerda por qué es importante seguir recordando.
A casi 80 años del final de la Segunda Guerra Mundial el Holocausto sigue siendo un evento que marca nuestra historia y nuestra identidad, tanto judíos como humanos.
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