Dueño de una sonrisa perenne, incansable contador de anécdotas y datos curiosos, miembro de APEIM y, sobre todo, amante incondicional del ajedrez, el holandés Willy De Winter fue un personaje entrañable para la vida cultural de México.
Willy De Winter hablaba 20 idiomas y probablemente conocía palíndromos en todos ellos. Decía que podía pensar en el idioma del país en el que se encontrara. “Si estoy en Nueva York, sueño en inglés”, aseguraba, y era un coleccionista de datos que nadie necesita, como que en Holanda, su país natal, hay cuatro millones de vacas. Pero de todos los idiomas que dominaba, uno le producía más felicidad: el ajedrez.
“La vida es una interrupción insípida del ajedrez”, citaba el maestro FIDE, quien en 1972, 15 años después de llegar a México, ganó el Campeonato Nacional de Ajedrez. De Winter alcanzó un Elo Fide de 2390 y en el año 2000 recibió de manera honorífica el título de Maestro Internacional. El reino de los 64 escaques sería su gran pasión hasta el final, y todavía hace dos años jugaría el De Winter Fest, un torneo que se realizaba cada año en su honor para celebrar su cumpleaños.
Nació el 24 de julio de 1933, en la ciudad de Arnhem, Holanda, como el resultado de la improbable unión entre un judío holandés y una mexicana de Sonora con raíces seri. La pareja se había conocido unos años antes cuando él, empleado de la empresa Phillips, había sido enviado a trabajar a México porque hablaba español. Luego, el matrimonio volvería a Holanda, donde nacería De Winter, justo al tiempo en que Hitler ascendía al poder en Alemania.
“La guerra es la página negra del libro de mi vida”, diría alguna vez Willy De Winter, entrevistado por Emilio Penhos. Esa página sería breve pero indeleble, y el también escritor la recordaría con lucidez hasta muy avanzada edad. Su padre se había salvado de la deportación porque había sobornado a un oficial nazi con un saco de café, pero no podría eludir la precarización de su vida.
Durante la infancia de De Winter, los judíos “no podían estar en un restaurante. No podían ir al cine ni al teatro ni a un concierto”. Finalmente serían asesinados 130 de los 140 mil que vivían en Holanda. Con apenas siete años, De Winter vería llegar a las tropas nazis y luego, cuando la guerra estaba por terminar, vería las cruentas batallas de Arnhem sobre el río Rin.
En medio de ambos eventos, cuando cumplía nueve años de edad, De Winter tropezaría con el amor de su vida. Le había pedido a su padre que le regalara algún juego y este, pese a que pasaba penurias, había aceptado. En el aparador, el niño De Winter vio las siluetas de los peones, del rey y de la dama, de las torres, los caballos y los alfiles, y apuntó con su enjuto dedo hacia el tablero de madera. Como no era un juego muy caro, su padre aceptó.
Ninguno sabía entonces de qué tamaño era la puerta que abriría el ajedrez en la vida de ese niño.
“El ajedrez enseña a uno a luchar. A luchar en la vida”, diría De Winter en la citada entrevista, probablemente una de las últimas que concedería, pocos meses después de la muerte de quien fuera su esposa por casi 60 años, en plena pandemia de covid.
Gracias a esa mentalidad de lucha que se aprende con el ajedrez, diría De Winter, “uno no se preocupa tanto por la vejez y por el debilitamiento de nuestras facultades. No, se sigue estudiando, se sigue luchando y se sigue desarrollando. Mi profesión es ser traductor y sigo estudiando cada día, cuando menos una palabra en cualquier otro idioma”.
Su padre murió en 1953, y en 1957 su madre le dijo: “vámonos a mi tierra”. El 1 de abril de ese año, Madre e hijo tomaron un avión de KLM y aterrizaron en Monterrey 18 horas más tarde. De inmediato, el joven De Winter viviría “el choque entre dos mundos: Europa y México”, del que diría “es bárbaro pero es de lágrimas y sonrisas.”
Lágrimas y sonrisas, partidas ganadas y partidas perdidas. Sacrificios de pieza bien calculados y juegos posicionares aburridos. Contrastes como el blanco y el negro de las casillas en el tablero. Admirador de Fischer, pero también de Sartre, De Winter eludiría las metáforas ajedrecísticas, quizá porque sabía mucho de ajedrez, quizá porque hablaba 20 idiomas y tenía recursos de sobra para buscarle grietas al lenguaje.
También eludía la política y, en aquella entrevista, se concretó a decir “amo a México”. Su música, su comida, los tacos. “Los contrastes son muy fuertes en México”, aceptaría sonriente, siempre sonriente, porque ese juego de “lágrimas y sonrisas” lo acompañaría hasta el final.
El 12 de mayo de 2024 por la noche, la familia del ajedrecista y traductor holandés, una figura entrañable y legendaria del ajedrez mexicano, informaría a través de las redes sociales: “con profundo pesar despediremos a nuestro amado padre y abuelo, quien llenó de amor incondicional y alegrías nuestras vidas con sus increíbles ocurrencias, sabiduría y ejemplo de vida. Te recordaremos en todo lo bello de la vida”.
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