¿Cómo es posible que, a estas alturas del siglo XXI y después de todo lo que se vio durante el siglo pasado, el antisemitismo cabalgue rampante en las universidades de Europa y de América? Aquí te doy las pistas necesarias para entender porqué estudiantes del máximo nivel académico se rinden con tanta facilidad a ideologías fascistas y racistas.
Antisemitismo de derecha, antisemitismo de izquierda
Lo primero que hay que entender es que el antisemitismo, hoy por hoy, es un problema acentuado en la izquierda, y eso resulta un tanto desconcertante, porque durante décadas se dio por sentado que la izquierda —siempre afín a la intelectualidad y al pensamiento crítico— era una suerte de vacuna contra conductas primitivas como el racismo.
Sin embargo, y para sorpresa de muchos, hoy por hoy ocurre todo lo contrario. El racismo de la derecha tiende a decantarse hacia la islamofobia, y el de la izquierda hacia el antisemitismo.
En esencia, todos los antisemitismos son idénticos. Son odio al judío y ya. Pero cada extremo de la geometría política tiene sus matices, y ahí es donde empieza lo interesante.
El antisemitismo de la derecha es el que mejor conocemos, porque se basa en el prejuicio racial. Al judío se le odia por el grupo étnico-cultural al que pertenece y, por supuesto, a su supuesta apariencia física. En contraste, el antisemitismo de la izquierda es ideológico, y por ello nos resulta tan difícil de comprender, especialmente cuando tratamos de analizarlo o juzgarlo con los mismos ojos que le aplicamos al antisemitismo de derecha.
Esta es la razón por la cual el antisemitismo de izquierda es rabiosamente anti-sionista. El odio a Israel no puede basarse en una connotación racial, porque Israel es un país en el que vive de todo tipo de gente. Es un odio que, obligadamente, tiene que surgir de un posicionamiento ideológico que va más allá de lo que representa el judío como etnia, nación o cultura.
Y eso nos lleva al segundo punto.
El antisemitismo actual es parte de una guerra contra la civilización occidental
Mucho se ha repetido que si Israel cae, cae todo occidente. Y hay mucho de cierto en eso, sobre todo porque la guerra contra Israel no se limita a Israel. En estos últimos meses hemos visto que se trata de una guerra contra la civilización occidental.
Fíjate cómo eso no sucedía con el antisemitismo de derecha. Al contrario: sus promotores (por ejemplo, los militantes de los grupos de supremacía blanca) apelaban a que los judíos estábamos destruyendo la civilización cristiana, y toda su agenda de odio era una pretendida defensa de los valores occidentales (o “del hombre blanco”) y europeos.
Con el antisemitismo de izquierda es todo lo contrario: a Israel hay que destruirlo porque es la presencia de occidente en el Medio Oriente (obviamente, no es gente que esté enterada de todo lo que se han occidentalizado las monarquías sunitas como los Emiratos Árabes Unidos, por ejemplo). Por lo tanto, representa los valores de la Ilustración, del pensamiento liberal, de la democracia y del capitalismo.
Bajo ese esquema o esos criterios, nada de lo que pueda hacer Israel es justificable. Ni su defensa propia, ni su éxito en la protección de minorías como los propios árabes musulmanes, o colectivos como los LGBTT. Desde esta perspectiva, Israel es parte de una corrupción histórica, y la única solución es extirparlo a como dé lugar.
¿En qué momento estas izquierdas extremistas asesinaron sus neuronas como para llegara este tipo de ideas?
Ahí hay otro dato que conocer.
La decadencia intelectual de la filosofía posmoderna
En muchos sentidos, los tres filósofos que más daño le hicieron a la civilización occidental desde los años 60’s fueron Michael Foucault, Jacques Derrida, y Paul Feyerabend. Los tres hicieron aportaciones brillantes, pero fueron el punto de partida para un criticismo anti-occidental desaforado y desbalanceado.
Los tres nacieron entre 1926 y 1930. Foucault fue francés, Derrida fue judío argelino, y Feyerabend fue austríaco y nazi. Vieron, cada uno a su modo, el colapso de la civilización occidental en esa conflagración catastrófica que fue la Segunda Guerra Mundial. Por ello, era inevitable que, como filósofos, desarrollaran una visión crítica y pesimista. Hasta ahí vamos bien, era algo lógico y, más que eso, necesario.
El problema es que en el planteamiento de los tres se percibe un desbalance orientado hacia la noción de que la civilización occidental es, por definición, el problema. Cada uno a su modo fue incapaz de entender (y, más aún, explicar) que, en realidad, todas las culturas han tenido exactamente los mismos problemas, y que si occidente llegó a una experiencia extrema y radical como lo fue la Segunda Guerra Mundial, fue por razones muy precisas y totalmente contingentes, no porque fuera una civilización particularmente mala.
De uno u otro modo, los tres proyectaron su pesimismo respecto a occidente y la modernidad, e incluso Derrida fue explícito al señalar que la de la posguerra era la peor época que había vivido la humanidad.
Ahí está el fallo. La realidad objetiva —demostrada contundentemente por todas las mediciones que se han hecho— es todo lo contrario. Después de la Segunda Guerra Mundial es cuando hemos abatir los niveles de pobreza como nunca se había logrado en la historia; hoy por hoy es cuando más libertades existen en el mundo; la riqueza nunca había estado tan distribuida como en estos días; y la violencia bélica ha quedado reducida a unos pocos conflictos que de ningún modo se comparan a lo que fueron las dos guerras mundiales hace un siglo.
Suena raro, y tal vez te extrañe, pero las estadísticas no mienten. Cualquier problema que puedas identificar en la actualidad, puedes estar seguro que hace 100 o 200 años la situación era peor.
Foucault, Derrida y Feyerabend sentaron las bases para el desarrollo de una propuesta filosófica que no tuvo la capacidad de analizar a estos tres autores con un criterio riguroso, y por ello los nuevos autores se decantaron hacia un abierto odio contra la cultura occidental.
Además, no tardó mucho en llegar la época del colapso soviético, y con ello, el fracaso del proyecto marxista-socialista.
La peor derrota para los adherentes a Marx fue que las condiciones de vida de la clase obrera mejoraron sustancialmente en los países que se decantaron por las políticas de libre mercado, rechazando tajantemente las doctrinas económicas de Marx y Engels. Para no dispersarse, los sectores de izquierda más radicales, o de militancia más convencida, comenzaron a inclinarse por las nuevas ideas derivadas de las aportaciones de Foucault, Derrida y Feyerabend, y así se consolidó la filosofía posmoderna.
Sus principales exponentes desde los años 60’s han sido Jean-François Lyotard, Felix Guattari, Luce Irigaray, Judith Butler, Gianni Vattimo o Slavoj Zizek.
Entre todos, han tejido una crítica incapaz de analizar la dimensión humana de la violencia, asumiendo que esta sólo puede ser violencia como tal en el marco de la dominación colonialista, y tratando de implantar como hecho histórico el dato erróneo de que sólo Europa fue realmente imperialista y colonialista.
El resultado ha sido una nueva generación de académicos que, desde hace unos 40 años, dominan las aulas de las universidades progresistas, e inculcan en las nuevas generaciones de estudiantes la idea de que toda resistencia anti-occidental, por violenta que sea, es legítima.
Desde ese discurso se construye la falaz idea de que el terrorismo palestino está plenamente justificado e incluso es deseable, y que la auto-defensa israelí es un crimen que debe ser perseguido y condenado.
En su dimensión más profunda, el gran defecto del posmodernismo es que no busca explicar las cosas de manera razonable, sino solamente tomar partido.
Por eso es tan difícil —aunque muchas veces resulte involuntariamente cómico— discutir con estos jóvenes universitarios que creen que van a cambiar el mundo.
Lo más absurdo de todo es que los adherentes al posmodernismo se han convertido en personas poco útiles para la sociedad, y ya está empezando a resentirse la consecuencia inevitable de su militancia en una ideología tan mediocre: poco a poco, las empresas empiezan a relegarlos, y el único lugar en el que llegan a conseguir trabajo los más destacados, es en la academia. Sin embargo, cada vez es más notorio que lo hacen en condición de quistes cerrados que cada vez influyen menos en la sociedad.
O, dicho en otras palabras, ya casi nadie les quiere dar trabajo. Va a ser el aislamiento laboral el que termine por derrotarlos.
Aunque, mientras todavía vemos activa esa moda filosófica (ya tiene síntomas de entrar en su fase final), hay que decirlo: qué lata dan.
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