jueves 27 de junio de 2024

Yom Yerushalayim: Jerusalén, la ciudad que nunca fue olvidada

Rab Jonathan Sacks Z´´l – Hay momentos que hacen que Jerusalén se sienta como ningún otro lugar de la tierra; cuando te sientes elevado más allá del tiempo y el espacio y abrazado, por así decirlo, por zreuot olam, los brazos de la eternidad.

No hay otro lugar en el mundo donde esto suceda. Quiero compartir con ustedes tres momentos que cambiaron mi vida.

El primero tuvo lugar en 1969. Había venido a estudiar a Israel después de terminar mi primera carrera, y me encontraba en el recién reconstruido campus de la Universidad Hebrea, en el Monte Scopus, cuando el sol empezó a ponerse, bañando todo el paisaje con un resplandor divino.

Al encontrarme mirando hacia el Monte del Templo, recordé la famosa historia al final de Masejet Makot, en la que Rabí Akiva y sus colegas miran hacia las ruinas del Templo y ven a un zorro caminando por el lugar que una vez fue el Santo de los Santos. Mientras los rabinos lloraban, Rabí Akiva sonreía y reía, y cuando le preguntaron cómo podía hacerlo, Rabí Akiva volvió a contar las dos profecías interrelacionadas de Urías -que predijo el día en que Jerusalén sería arruinada- y Zacarías -que vio el día en que sería reconstruida-.

Dijo Rabí Akiva que hasta que no vio cumplida la primera profecía, no estuvo seguro de que se cumpliera la segunda. Ahora que había visto cumplida la primera profecía, sabía que la segunda también se cumpliría algún día.

Recuerdo haber estado de pie casi en el mismo lugar y sentirme abrumado por la emoción.

Durante casi 2,000 años, los judíos habían esperado ese momento, y la nuestra fue la generación que vivió para ver Jerusalén reunificada y reconstruida. Hace 24 siglos que vimos cumplida la profecía de Zacarías.

Vivimos para ver en persona lo que nuestros más grandes profetas sólo pudieron ver en una visión.

Y me asaltó una pregunta.

Si Rabí Akiva hubiera sabido cuánto tardaría, ¿habría seguido creyendo? Rabí Akiva, partidario de Bar Kochba, pensaba que la rebelión tendría éxito y creía que el Templo sería reconstruido durante su vida. Si Rabí Akiva hubiera visto la devastación, la persecución y el odio que se produjeron como resultado de la rebelión y después de ella, ¿habría seguido creyendo? La respuesta es por supuesto que sí, porque eso es lo que hicieron los judíos a lo largo de las generaciones.

Ningún pueblo ha amado más a una ciudad. Vimos Jerusalén destruida dos veces, asediada 23 veces, capturada y reconquistada 44 veces, y sin embargo, en todos esos años, dondequiera que vivieran los judíos nunca dejaron de rezar por Jerusalén, de mirar a Jerusalén, de hablar la lengua de Jerusalén, de recordarla en cada boda, en cada casa que construían y en los momentos culminantes del año judío.

Me pregunto cómo pudieron los judíos creer tanto en una ciudad de la que habían estado exiliados durante tanto tiempo. La respuesta, por supuesto, es muy poderosa y está contenida en dos palabras de la historia de Iaakov. Recordemos que los hermanos regresan a casa y muestran a Iaakov la túnica manchada de sangre de Iosef. Al darse cuenta de que Iosef se ha ido, Iaakov llora, y cuando los hermanos van a consolarlo se nos dice: Veyima’ein lehitnachen, Iaakov “se negó a ser consolado”. ¿Por qué? Al fin y al cabo, en el judaísmo hay leyes sobre los límites del dolor; no existe un duelo por el que el dolor no tenga fin. La respuesta es que Iaakov aún no había perdido la esperanza de que José siguiera vivo. Negarse a ser consolado es negarse a renunciar a la esperanza.

Eso es lo que hicieron los judíos con Jerusalén. Recordaron la promesa que Am Yisrael había hecho junto a las aguas de Babilonia, Im eshkachech Yerushalayim tishkach yemini, “Si me olvido de Jerusalén, que mi derecha pierda su habilidad”. Nunca olvidamos Jerusalén. Nunca nos consolamos. Nunca perdimos la esperanza de que algún día regresaríamos y por eso los judíos nunca nos sentimos separados de Jerusalén.

Y cuando sucedió, en 1967, mi identidad judía se transformó cuando el mundo oyó: “Har haBayit beyadeinu”, “El Monte del Templo está en nuestras manos”. Esas tres palabras cambiaron una generación. Ese fue mi primer momento: Que nunca hubo un amor tan fuerte como entre los judíos y Jerusalén.

El segundo ocurrió en Yom Yerushalayim (Día de Jerusalén), hace unos años. De pie en las calles de la ciudad, vi cómo jóvenes de todo el mundo, ondeando banderas israelíes, cantaban y bailaban con una alegría desbordante. Mientras observaba las celebraciones, me invadió la emoción porque de repente tuve una visión de los 1,5 millones de niños que fueron asesinados en la Shoah no por nada que hubieran hecho, no por nada que hubieran hecho sus padres, sino porque sus abuelos eran judíos.

Recordé que hace 26 siglos, el profeta Ezequiel tuvo una visión del pueblo judío reducido a un valle de huesos secos. Dios preguntó si esos huesos vivirían, y Ezequiel los vio reunirse, tomar carne y empezar a respirar y a vivir de nuevo. Dios prometió a Ezequiel que abriría las tumbas de su pueblo y lo devolvería a la tierra.

Recordé la primera referencia a Israel fuera de la Biblia en la Estela de Merneptah, un bloque de granito grabado por Merneptah IV, sucesor de Ramsés II, considerado por muchos el faraón egipcio de la época del Éxodo. Decía: “Israel ha sido arrasado, su descendencia ya no existe”.

Pensé en cómo algunos de los mayores imperios que el mundo ha conocido -el Egipto de los faraones, Asiria, Babilonia, el Imperio Alejandrino, el Imperio Romano, los imperios medievales del cristianismo y el Islam, hasta llegar al Tercer Reich y la Unión Soviética- fueron las superpotencias de su época que dominaron el estrecho mundo como un coloso, aparentemente invulnerables en su tiempo. Y, sin embargo, cada uno de ellos intentó escribir la necrológica del pueblo judío, y mientras que ellos han pasado a la historia, nuestro pueblo puede seguir en pie y cantar Am Yisrael Chai. Esa fue mi segunda epifanía: Saber que lo que estaba viendo aquel día en Jerusalén era techiyat hamaytim, un pueblo colectivo que volvía de la muerte a la vida.

El tercer momento ocurrió a principios de 1991. Elaine y yo, que habíamos llegado a Israel antes de convertirme en Gran Rabino, nos encontrábamos en medio de la Primera Guerra del Golfo. Hacia el final de la guerra, una tarde de Shabat nos alojábamos en Yemin Moshe cuando oímos una hermosa música procedente de una de las casas situadas a unas puertas de distancia. Fuimos a ver qué pasaba y nos encontramos con un grupo de judíos rumanos -un coro- que acababan de hacer aliá esa semana. Pronto pareció como si todos los residentes de Yemin Moshe se hubieran sentido atraídos por el sonido, gente que había llegado a Jerusalén desde los cuatro rincones del mundo: América, Canadá, Australia, Sudáfrica, Europa del Este y tierras árabes.

Hace veintiséis siglos, el profeta Jeremías dijo que llegaría un momento en que no daríamos gracias a Dios por habernos sacado de la tierra de Egipto, sino por haber reunido a nuestro pueblo de todas las tierras de la tierra. Este segundo éxodo que Jeremías describió sería aún más milagroso que el primero. Vivimos para ver este día, cuando judíos de 103 países que hablaban 82 idiomas llegaron a Israel para construir no sólo sus vidas, sino la patria judía. Después de generaciones, fue Jerusalén la que reunió a judíos de todo el mundo como un solo pueblo, con una sola voz, cantando una sola canción.

Cuando los judíos recordaban Jerusalén, algo bueno sucedía. Cuando olvidaban Jerusalén, ocurrían cosas malas.

Siempre que los judíos recordaban Jerusalén, sabíamos que seguíamos en un viaje, uno en el que el pueblo judío ha estado desde las primeras sílabas del tiempo registrado: “Lech lecha m’artzech u’mimoladecha u’mibeit avicha” (“Deja tu tierra, tu lugar de nacimiento y la casa de tu padre”). Eso es lo que había hecho cada una de las personas que se encontraban en Yemin Moshe aquella tarde.

Ese fue mi tercer momento: Nunca una ciudad tuvo tanto poder sobre la imaginación de un pueblo.

Nunca amó Dios más a un pueblo y nunca fue un pueblo más leal que nuestros antepasados, que soportaron 20 siglos de exilio y persecución para que sus hijos o nietos o bisnietos pudieran volver a casa, a Jerusalén, Ir hakodesh (la Ciudad Santa), el hogar del corazón judío.

Cuando hoy visitamos Jerusalén y contemplamos un lugar de tal belleza, nos quedamos sin aliento. Jerusalén es el lugar donde todas las plegarias de todos los judíos a lo largo de los siglos y de todos los continentes se encuentran y alzan el vuelo camino del cielo. Es el lugar donde te sientes rozado por las alas de la Shejiná.

Hemos tenido el privilegio de nacer en una generación que ha visto Jerusalén reunificada y reconstruida. Hemos visto al pueblo judío volver a casa.

Hoy Dios nos llama a todos a ser Guardianes de Sión. Nunca ha sido esto más importante. Todos debemos defender el único hogar que nuestro pueblo ha conocido y la única ciudad que nuestro pueblo ha amado más que a ninguna otra. Todos somos shagrirey medinat Yisrael (embajadores del Estado de Israel) y todos debemos defender a Israel en un mundo que a veces no ve la belleza que sabemos que hay aquí. Asumamos todos esa tarea. Con la ayuda de Hashem, tendremos éxito y rezamos para que el mundo haga las paces con Israel, de modo que Israel y el Dios de Israel puedan traer la paz al mundo.

Fuente: Rabbi Sacks Online

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