El miércoles, 28 del mes judío de Iyar, los veteranos del 28.º Batallón de la 55.ª Brigada de Paracaidistas se reunieron frente al monumento que conmemora a sus 25 compañeros que cayeron en la corta batalla (36 horas) para liberar la Ciudad Vieja de Jerusalén y el Monte del Templo. La ceremonia anual es principalmente una reunión, en la que amigos y compañeros de armas recuerdan a los caídos en la heroica batalla. Este año fue diferente. A los veteranos del batallón que viven en el norte o el sur de Israel se les pidió hablar de lo que vivieron en los últimos ocho meses.
Acompañado de miradas alentadoras de sus compañeros, Yoel Berger, de 81 años, se puso de pie y habló de lo que sucedió y sigue pasando. El 7 de octubre, terroristas de la fuerza Nukhba de Hamás atacaron su moshav, Netiv Ha’asara. Yoel perdió a su esposa, Marina; a su nuera Nurit (la esposa de su hijo Alón) y a su yerno Jaim (el esposo de su hija Merav). Le dispararon cuatro veces. Dos de sus nietas también resultaron heridas. Ha estado en rehabilitación desde entonces.
Sus comentarios son penetrantes y difíciles de asimilar, pero también inspiran esperanza. “Estoy decidido a reconstruir mi casa y restaurar mi granja. Uno no sale de su casa, no abandona su campo. Netiv Ha’asara es parte de mi ser”.
Después de la ceremonia, nos acercamos y le dimos un abrazo cálido y solidario. Allá por 1967, los hombres no se abrazaban, ni siquiera en circunstancias especiales como en la persecución de terroristas en el Valle del Jordán a fines de la década de 1960 y la Guerra de Desgaste en el Sinaí de 1968-70 o el cruce del Canal de Suez que cambió el rumbo de la Guerra de Yom Kipur.Ahora, en las últimas décadas, todos nos abrazamos y no dudamos en abrazarnos fuerte. Me pareció que estaba más apretado que nunca. Quizás por la incertidumbre de si el año que viene podremos volver a abrazar a esta persona, y quizás por los terribles signos de interrogación que penden sobre nuestras cabezas.
Porque después de la Guerra de los Seis Días de 1967, y ciertamente después de la Guerra de Yom Kipur de 1973, estábamos seguros de que nosotros, con nuestras propias manos, habíamos construido el “muro de hierro” imaginado por Jabotinsky, y que nadie podría volver a desafiar la existencia judía en la Tierra de Israel. Pero vino una organización terrorista y nos hizo lo que los grandes países enemigos y sus ejércitos no lograron. Incluso después de ocho meses, somos incapaces de derrotarla, liberar a los rehenes y enviar a casa a los miles de israelíes, muchos de ellos miembros del movimiento de asentamientos laborales (la mayoría de los soldados del batallón y las víctimas mortales en la Guerra de los Seis Días eran de kibutzim y moshavim) que fueron desplazados en el sur, como Yoel Berger, y en el norte.
Luego de que el gobierno presentó su reforma judicial el año pasado, mucho se escribió sobre familias divididas por sus opiniones y profundas disputas ideológicas entre padres e hijos. Esta división no nos pasó por alto. El compañerismo que nos unió durante tantos años se rompió. En los grupos de WhatsApp para veteranos se escribieron cosas duras.
Pero el miércoles, cuando llegó el momento de dispersarse, los abrazos no paraban, especialmente entre personas de campos políticos rivales. Danny Shenkar, que nunca falta a una protesta contra el primer ministro Benjamín Netanyahu en Tel Aviv o Jerusalén, me dijo que nadie jamás socavará nuestro compañerismo.
Esta es, por así decirlo, la profunda y verdadera historia de Israel. Esperemos que sea también la historia eterna.
Publicado originalmente en Haaretz
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